lunes, 26 de mayo de 2008

LAS PUERTAS DEL AMOR


LAS PUERTAS DEL AMOR

-Papá, ¡ya he encontrado la web de ese pueblo! En la pantalla aparece con un nombre muy sonoro, Arbancón. La Iglesia parece muy bonita y es de un tal San Benito. También se anuncia una Casa Rural, con el nombre de “Las puertas del amor” y el dueño es un señor que se llama Anibal – le voceó el niño desde su mesa de estudio.
-Anda, lee bien y déjate de tonterías. Y grita con más fuerza que casi no te entiendo- añadió el padre, que no le oía con el ruido de la máquina de afeitar.
-Aquí dice “LAS PUERTAS DEL AMOR” papá, y viene escrito con mayúsculas- le
contestó Javi, el hijo mayor.
-¡Que nombre más romántico! Seguro que es un nidito de amor para parejas de fin de semana. Allá escondido al pie del hayedo de la Tejera Negra. ¡Uyuyuy!, eso me da mala espina. No sé yo si ese sitio es apto para menores –contestó su padre.
Cuando Juanjo quiso terminar la frase, su hijo, que manejaba perfectamente el ordenador, ya había tecleado la dirección de correo y estaba chateando con el dueño. La verdad es que los nombres del pueblo y de la casa y el comentario de su padre habían sido más que suficientes para despertar su curiosidad. Quería saber más de ese pueblo tan extraño y de esa casa tan atrayente. Sus dedos se movían raudos por el teclado y, antes de que su padre saliera del baño y les dijera que no irían, él ya tenía mucha información.
-Papá, el Sr. Anibal, que es el dueño, escribe unas cosas muy divertidas. Me ha dicho que ”tarde no es, que prisa no corre y que tiempo tenemos”. Que no lo pensemos más y que vayamos. Que tiene habitaciones para tres, y que si no las pintará. Dice que en el pueblo hay muchos pájaros y que todos duermen en los olivos, que no nos hagamos problemas por la cama.
-¡Qué cachondo! Anda, anota el teléfono y en cuanto acabe de afeitarme le llamaré – le contestó.
Juanjo era un padre separado y tenía dos hijos. Javier, un chaval de doce años al que le dominaba el interés por conocer cualquier cosa que caía en sus manos y una niña más pequeña, Irene, que con ocho seguía el mismo camino. Los dos muchachos hacían buenas migas. Sus ojos inquietos curioseaban cualquier rincón y sus manos lo toqueteaban todo sin preguntar nada a nadie. El fin de semana que estaban con su padre hacían excursiones al campo o se iban a conocer algún pueblo cercano. Ir a sitios desconocidos, husmear en casas abandonadas, meterse por los corrales de gallinas, bañarse en los estanques de riego, esas cosas les encantaban. Enseguida hacían amigos del lugar que les servían de guías para sus peripecias. El padre se olvidaba de los problemas del trabajo, descansaba de sus hijos y, si encontraba compañeros, echaba la partida al mus en el bar. La oferta les venía como anillo al dedo: un pequeño pueblo próximo a Madrid, exótico y con guiños de simpatía ¿qué más querían? Ya estaba decidido. Los cuatro días del puente de mayo los pasarían en Arbancón.
Cuando el padre terminó su aseo personal cogió el teléfono y en dos minutos solucionó la estancia. Había reservado dos habitaciones para tres noches en la casa rural, “Las Puertas del Amor”. Los muchachos saltaron de contentos y enseguida miraron al reloj a ver cuantas horas faltaban para irse. Mañana, jueves, se pondrían en camino en cuanto cargaran el coche.


PRIMER DIA. Jueves, 1
-Javier, acompaña a tu hermana a subir las maletas a las habitaciones. Yo iré en cuanto firme estos papeles con el Sr. Anibal. –le dijo su padre mientras
escribía en un papel.
Los niños subieron a la primera planta de la casa. Las maletas pesaban y las iban arrastrando por los escalones. No estaban cansados pero pesaban demasiado. Aun así subían con cierta celeridad. Estaban inquietos por ver esas puertas del amor que se anunciaban en la fachada de la casa. Cuando llegaron arriba, no podían más, dejaron caer las maletas y se sentaron encima.
-Mira, Irene, alrededor de la casa hay árboles y flores. –comentó Javier
-¡Andá, fíjate!, ahí abajo se ve una piscina azul con agua y un poco más allá hay un campo de fútbol y un frontón.
Cuando vieron que su padre comenzaba a subir las escaleras los dos se levantaron y siguieron arrastrando las maletas hasta el pasillo.
-Son las habitaciones ocho y diez – escucharon.
Llegaron hasta la puerta pero esta vez no se sentaron. Se quedaron boquiabiertos por el brillo que emitían las puertas de sus habitaciones que estaban seguidas. No se parecían en nada a las de sus cuartos de Madrid. Acercaron sus nudillos para tocarlas y oír cómo sonaban, pero dieron tan despacito que no se oyó nada. Eran de madera maciza. La puerta entera estaba dividida por una cruz de arriba abajo y de izquierda a derecha en la que resaltaban incrustados unos clavos de cabeza muy grande, redonda y abombada que parecían apropiados para lectura braille de ciegos. En cada cuarterón se advertían tres tablas verticales, marcadas también por clavos del mismo estilo pero de cabeza más pequeña. Todas ellas eran consistentes y mostraban un trazado de sus tablas distinto pero parecido. De la suya colgaba un llamador que, rápidamente picó la curiosidad de los muchachos. Miraron a las demás: cada una tenía el suyo y todos eran distintos. En la primera había un lagarto con la cabeza erguida que miraba al visitante. El de la segunda era un puño con sus dedos hacia abajo y bien definidos. Nada más verlos Javier alzó la mano para probar su sonido y su padre se la sujetó indicándole con el dedo índice en sus labios que guardara silencio pues había más gente hospedada. Aunque el pasillo era largo y se hacía un tanto oscuro, la luz que llegaba de la ventana del fondo las hacía brillar como si estuvieran recién salidas del taller. Realmente de donde salían destellos de luz era de los llamadores. En la puerta siguiente se averiguaba el ala de un murciélago y de la última, aunque no se distinguía bien por la escasa claridad, colgaba una calavera con el hueco de los ojos para meter los dedos y llamar. Cuando su padre introdujo la llave en la cerradura Javier se percató de que era muy grande, negra y estaba un poco oxidada; además debía de estar hueca porque tenía que entrar en un agujero con la forma de un interrogante y un clavo en medio. Después de encajarla, la hizo girar y la llave chirrió en las mismas entrañas de la puerta. Juanjo la empujó y la puerta siguió quejándose a la vez que trazaba el abanico de su abertura natural.
Los niños entraron veloces en la habitación, se asomaron a las ventanas y Javier preguntó a su padre:
-¿Papá, podemos irnos ya?
El padre les contestó:
-Colocad vuestras cosas en el armario, os laváis y luego os podéis marchar.
Los muchachos hicieron caso a su padre y en unos minutos estaban firmes delante de él.
-¿Nos podemos salir?-le repitieron. El padre dio un beso a cada uno y les contestó, levantando el dedo índice amenazante:
-A las dos en punto os quiero aquí para comer.
Y bajaron las escaleras recorriendo la barandilla con su mano izquierda. Eran inquietos pero también precavidos, y sobre todo estaban contentos de estar en un pueblo desconocido que les prometía tantas aventuras.


SEGUNDO DÍA, Viernes 2
El primer día de estancia había sido fiesta. Los chicos conocieron algunos sitios del pueblo: la fuente de los cuatro caños, la iglesia, el lavadero, el Cuclillo, la ermita de la Soledad y otros muchos. Por la tarde ya habían hecho dos amigos: Diego, de doce años, y Ángela, una niña de la edad de Irene. Quedaron para el día siguiente y salir a ver cosas. El día 2 de mayo era día de trabajo y la gente del pueblo estaba en sus quehaceres, los agricultores en el campo y los obreros en sus obras.
A las doce de la mañana los cuatro chavales se acercaron a una obra próxima al arroyo, atraídos por el ruido de una máquina que estaba derribando una casa antigua para levantarla de nuevo. Era la vieja casa del Requeté. Este Sr. se había dedicado en la década de los cincuenta a vender fruta que traía de Madrid y a comprar los huevos que le vendían las mujeres que tenían más de seis gallinas. El comercio lo realizaba con el único camión que entraba al pueblo los martes y jueves, la Roal. ¡El Requeté! Nadie conocía ese nombre. Mi madre decía que se llamaba así porque vendía la fruta re-que-te cara. En el lavadero se comentaba que pertenecía a unos misioneros que venían de un país muy católico que se llamaba Navarra. Más tarde algunos supimos que los requetés tenían hasta una bandera con una cruz de flechas en aspa. Lo cierto es que un día cerró la puerta de su casa y desapareció del pueblo sin despedirse de nadie. ¿Sería por lo de la fruta cara o por lo de la bandera o que acabara su misión...? Nunca se supo.
Cuando ya se cansaron de tragar el polvo que levantaba la pala del tractor, los niños se acercaron a un señor que contemplaba el espectáculo desde el poyo de la casa de enfrente, la de su cuñada Justa, y se sentaron a su lado. Desde allí veían toda la escena, no les llegaba el polvo y les daba el sol. Se encontraban a gusto. Al poco rato se acercó otro señor más mayor. Venía despacio, muy sonriente y traía las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Con el aire la chaqueta se le abombaba a los lados y parecía impulsado por dos motores laterales. Se levantaron y el señor se acomodó bien ancho en su sitio.
-¡Cóño, Leandro, qué raro verte a ti sentao y sin hacer na! –le dijo
-¡Miá!, ya ves, Jesús. Aquí estoy a ver si me llevo la puerta’l Requeté, que la quié mi Elena pa ponerla en su casa -le contestó
-Anda coño y ¿qué tiene de especial esa puerta tan vieja pa una casa nueva?
-Ya ves, antojos de la chica. Como fue la puerta donde yo rondé a su madre.... Acuérdate, ahí los dos recostados, hablábamos todas las noches, nos dimos algunos besos y nos.... En seguida le cortó Jesús sin perder su extensa sonrisa
-No sigas, no sigas, hombre. Si desde la ventana de mi cocina os veíamos too. Apagábamos la luz pa que no lo notarais. Y desde dentro veíamos cómo pelabais la pava –añadió
-No veríais mucho, porque la Frutuosa salía sin parar a vaciar agua a la calle pa que no hiciéramos ná.
Los cuatro muchachos escuchaban atentos todo lo que se decían aquellos dos hombres mayores. Pero especialmente Irene y Javier estaban embebidos en la conversación. ¿Tendría algo que ver lo que decían de la puerta del Requeté con las que había en la casa rural del Sr. Anibal? -pensaba para sus adentros Javier
-Pues mira, ya casi te la ha arrancado el Rafa con la máquina –dijo el de la eterna sonrisa.
-Voy a ver, no sea que me la destroce. Tenía un llamador antiguo y no quisiera que se rompiera. Además debajo escribí con la navaja “Antonia te quiero” y lo firmé. Estaría bien que eso no lo borrara, ¿verdá?
Cuando llegó, la puerta ya estaba en el suelo en medio de una nube de polvo. Había caído bien y la corona de laurel que tenía de llamador se había salvado. Leandro esperó un poco a que se fuera el polvo, sacó un pañuelo de su bolsillo y restregó varias veces en la madera justo debajo del llamador. Efectivamente se leía: Antonia te quiero, Leandro. Javier y su hermana miraron al Sr. que seguía en cuclillas contemplando aquella frase. Por su sonrisa, comprendieron que había rescatado un valioso tesoro para su hija.


SEGUNDA NOCHE
Durante toda la tarde la mente de Javier había sido un remolino de pensamientos. Mil preguntas se le iban y otras tantas se le venían. A muchas las encontró respuesta, pero la mayoría no la tenían. Si aquella puerta, que había visto derribar, estaba escrita todas las de las habitaciones de la casa rural también lo estarían, pensaba. Y ¿qué diría en ellas? y ¿cómo y cuándo podría comprobarlo? Necesitaba un cuchillo para raspar, un cepillo para limpiar y una linterna. Y no tenía de nada. Sólo contaba con su hermana para que le alumbrara. Por fin tomó una decisión: el cuchillo lo sacaría del comedor y usaría su cepillo de dientes. Esa noche, cuando todos durmieran, se levantarían y, con mucho cuidado, rasparían las puertas. ¡Ah!, y tenían que sacar la linterna de la guantera del coche. Lo haría sin que su padre se diera cuenta.
El reloj de la villa daba las doce y parecía que no iba a terminar nunca. Irene sacó su cabeza rubia de entre las sábanas y le dijo bajito a su hermano:
-¿Nos levantamos, Javi?
-Todavía no, que aún se oye ruido en el bar de Serafín. Esperaremos hasta la una –le contestó. Ni el uno ni la otra se podían dormir. Cuando el reloj volvió a sonar dio la media. Pero Irene le dijo a su hermano:
-Vamos ya, que ha dado la una.
Javier sabía, igual que su hermana, que era la media y no la una la que había sonado, pero no escuchó hablar y se dio cuenta de que los dos estaban tan nerviosos que el miedo podía aparecer y sería peor. Se levantaron a tientas, cogieron las cosas que habían dejado preparadas en la mesilla y de puntillas salieron al pasillo a descubrir el misterio de las puertas.
Empezarían por la suya. A un gesto de Javier la niña enfocó la interna justo debajo del llamador. La cabeza del lagarto adquirió un tono vivo verdoso y los ojos chispearon con la luz titubeante de la linterna. El muchacho decidido sacó el cuchillo y empezó a raspar con su mano derecha justo debajo. Con el cepillo limpiaba de vez en cuando el polvo que salía.
-¿Se ve algo, Javi? –le decía Irene con voz queda
-Todavía nada, pero tengo que raspar más -contestó muy bajito
El joven rastreaba su cuchillo con cuidado para no hacer ruido. De pronto se oyó:
-¡Ya lo tengo, ya lo tengo!; ¡Ahivá lo que pone!; ¡mira, mira! Dice “Marcelo y Emilia, para siempre”
-A ver a ver –dijo Irene. Su hermano la levantó por la cintura para que lo viera. Y añadió:
-Es verdad. Y esto que hay aquí ¿qué es?
Javier se dio cuenta de que al lado había dibujados dos corazones superpuestos dentro de un círculo.
-Pues ¡qué va a ser! El escudo de la pareja –le contestó
-Y qué quiere decir –refunfuñó la niña
-Pues que se juraron amor eterno y lo sellaron con un dibujo –le dijo
Irene no entendió la respuesta pero decidió que no eran horas para solucionar cosas difíciles. Mañana se lo explicaría su hermano que para eso era mayor. Enseguida se colocaron frente a la puerta de al lado a seguir la investigación. Era la de su padre y había que hacerlo con mucho cuidado. Sin mirar a su hermano, la niña enfocó la linterna justo debajo del puño que tenía por llamador y su hermano inició el raspado dos centímetros más abajo. Al momento surgió de nuevo el milagro de las letras. Esta vez había más cosas escritas. Con mucho cuidado limpió hasta la última letra y se separó para ver lo que ponía: “Casino del Pueblo”. Más abajo se leía Dionisio y María ¡Viva la República!” y al lado se notaban las cuatro rayas de una bandera que debió tener tres colores. Emocionados por lo que habían descubierto los dos hermanos se dieron un abrazo. Eran ya las dos de la mañana y quedaban otras tantas puertas por descubrir. Sin perder más tiempo se pasaron a la siguiente. ¿Qué habrá debajo de las alas del murciélago?, se preguntaban. Y se pusieron manos a la obra. Irene centró el haz de luz en el llamador y las alas del murciélago extendieron su sombra por toda la pared.
-Enfoca bien –le susurró Javier un tanto enfadado
-No soy yo, son las alas las que se alargan – le contestó Irene
En ese instante se oyó un ruido en la habitación y los muchachos se pegaron rápidamente a los lados de la puerta. La linterna quedó encendida en mitad del pasillo y se balanceaba de un lado a otro. La sombra del murciélago se estiraba a lo largo del techo y bajaba lentamente de pared a pared. Irene empezó a sentir miedo y su hermano lo notó. Puso su mano en sus labios para que guardara silencio y así lo mantuvo hasta que desaparecieron los ruidos.
A una señal de Javi reanudaron la tarea y pronto empezaron a surgir uno tras otro los nombres de una nueva pareja. Esta vez se leía: “Romanitos, el pequeñito, y Juana, la grande ¡A por los diez!” y al lado había dibujada la trompetilla de alguacil.
Estaban abstraídos en la lectura cuando se oyó un ruido seco. Siguieron unos pasos y la puerta de la habitación próxima al baño se abrió. Los dos niños se escondieron en el mismo dintel de la puerta del murciélago y allí aguantaron sin respirar hasta que el individuo volvió a su cuarto. Sin pensarlo más cogieron sus trastos y se metieron en su dormitorio. El miedo les había invadido. Faltaba sólo una puerta y ¡era la de la calavera!. Mañana la investigarían. Y se fueron a dormir.


TERCER DÍA, Sábado 3
Si no hubiera sido por la luz del sol, que se filtraba entre los visillos de la habitación, los dos niños habrían dormido hasta el mediodía. Pero a las once ya estaban desayunados y listos para continuar su aventura. Su padre había ido a Cogolludo a comprar el periódico. Antes de que volviera, salieron rápidamente en busca de sus amigos. Nada más verlos les preguntaron si sabían dónde estaba hoy la máquina tiracasas. Todos se encogieron de hombros. Decidieron subir a las eras de arriba. Desde allí por el ruido o por el polvo localizarían el lugar donde estaba hoy derribando alguna casa vieja. Recorrieron la vista por todo el paisaje del pueblo. Sólo se respiraba paz y tranquilidad. De pronto una señora de negro rompió el silencio llamando a sus gallinas a la vez que esparcía cebada por el suelo que sacaba del delantal que llevaba recogido.
-¡Titas!,¡titas!,¡titas! – se la oía
Era la Vitoria que vivía en Trascasa. Nunca abandonaba la sonrisa esta mujer ni tampoco la ironía. Los chicos se acercaron a preguntarla:
-Buenos días, Vitoria –dijo Ángela, la niña del pueblo
-Buenos días –contestó. ¿Qué quieren estos dos angelitos de la mañana? -Les preguntó sonriendo
-¿Sabe Ud. dónde está la máquina que rompe las casas viejas?-añadió Irene
-¡Ay, hijas! Hoy es sábado y ya no trabaja nadie. Si fuera antes... no parábamos ni los domingos. Ya veis, total, pa media ocena de gallinas –se lamentó
Los cuatro se miraron, agacharon la cabeza y se bajaron por la calle la Soledad, la de la Alicia, después de darle las gracias a la señora. Cuando llegaron a la ren de Frade notaron un olor fuerte a producto químico. Curiosearon entre las rejas de un jardín y vieron a un señor que limpiaba una puerta recostada en la pared. Era de las que ellos conocían bien. Javier se acercó y le pareció más bonita incluso que la del Requeté. Sobresalían doce cuarterones en relieve y las cabezas redondas de cinco clavos que parecían medios mundos, uno en cada esquina y otro en el centro. Abajo, a la derecha se balanceaba una trampilla que cumpliría en su día las funciones de gatera; ¿cuántos gatos habrían entrado y salido por ella? Y, claro, también tenía su llamador: era una espiga rebosante de granos de trigo inclinada hacia el lado por donde se abría.
-¿Oiga Señor, esta puerta es suya? -Le preguntó Javier
- Ahora sí, muchacho, pero antes fue de mi abuelo Eduardo que la tenía en el cocedero del vino y mucho antes del bisabuelo, el Vicentillo. Y cuando mi hija Mari se haga su casa será suya. ¡Fíjate de cuántos es! –le contestó el hombre.
-¿Y Ud. hablaba y se besaba con su mujer por las noches, cuando eran novios, recostados en ella y agarrados a la espiga del llamador? –insistió
-¿Y tú cómo sabes tantas cosas si no eres del pueblo? –le volvió a preguntar
-No, yo no las sé; el que las debe saber es Ud. A mi me gusta imaginarlas –le respondió el chaval muy seguro.
-Pues mira donde está escrito: Eduardo y Nieves. Y una flecha atravesaba un corazón un poco torcido. Ya verás; según vayamos quitando capas de pintura aparecerán más nombres -completó.
El señor movía su brocha decapando la pintura gris por las ranuras de los cuarterones. Enseguida apareció debajo otra capa de pintura. Esta era verde. Con mucha suavidad pasó la brocha varias veces junto al llamador y surgieron en letra redondilla otros dos nombres: Eduardo y Juliana. 1.898, ¡Qué linda es Cuba!. Los muchachos quedaron atónitos de lo que vieron.
-Veis, estos son mis abuelos, porque también se querían hace dos siglos, sabes? Y cuando volvió de la guerra de Cuba aquí se dieron el primer beso, supongo yo-añadió el señor. Javier, que era el mayor, no daba crédito a lo que veía. Sus
pensamientos volaban hacia un pasado totalmente en blanco para él.
-O sea que, si sigue Ud. raspando, encontrará nuevas capas de pintura y se descubrirán otros nombres más antiguos aún? ¡Qué maravilla! -comentó Javi.
-Pues posiblemente. Si aguantáis un rato lo veremos –le sugirió.
Los muchachos se morían de ganas por llegar a la última capa de pintura. Le pidieron unas brochas y se pusieron a decapar la pintura verde que envolvía ahora la puerta. En unos minutos toda ella brillaba con el producto químico que ahuecaría la última capa.
-Ahora, con mucho cuidado pasáis el trapo y aparecerá otra pintura- les dijo. Y efectivamente de nuevo se obró el milagro del tiempo. Un poco más abajo apareció como última capa el color natural de la madera y, aunque mal, se podía leer: Inés y Vicentillo. Para siempre. Y al lado 1.850
-¡Mis bisabuelos! –gritó sorprendido el Señor de los pinceles
-¡No me lo puedo creer! Y ¡qué letra más redondita! –El chico pensativo añadió- Entonces, si juntáramos todas las puertas del pueblo se formaría el libro de la historia de amor de Arbancón
-Pues claro, muchacho. En el pueblo hay pocos libros, porque las hojas de su vida están escritas en las puertas, en las calles, en los poyos, en las eras y en todos los sitios. Por eso la gente está siempre por la calle. Para leer su historia – le respondió
Javier se le quedó mirando, metió las manos en los bolsillos y se fue muy pensativo. Sus amigos le siguieron jugueteando por la calle. Antes de trasponer la esquina del Mariano, el chaval se volvió hacia el señor que ya estaba recogiendo los pinceles y le preguntó:
-¿Cómo se llama eso con lo que quita la pintura?
-“Decapante”-le contestó- y es muy tóxico. Lo guardo ahí en el garaje- y le indicó el sitio con la brocha. Javier fijó su mirada con mucha atención en el lugar que le indicaba y observó el modo de abrir la puerta. Se volvió, dio una patada a una piedra y dirigiéndose a su pandilla gritó:
-¡Maricón el último!- y los cuatro salieron corriendo la cuesta arriba.

TERCER NOCHE
Tenía que conseguir el decapante como fuera para esa noche. Sólo le faltaba por descubrir la puerta de la calavera y sus secretos ocultos.
Cuando anocheció Javier se acercó al garaje de Eduardo. Pasó por delante dos veces y vio la puerta abierta. No se veía a nadie. A la tercera vez se decidió y entró. Fue derecho al estante donde guardaba el bote. Levantó la mano para cogerlo y de pronto se prendió la luz. El chico se volvió asustado y allí estaba el señor de la mañana.
-No te asustes, Javi. Te estaba esperando. Sabía que ibas a venir a buscar el decapante- le dijo sonriendo
-Y ¿cómo lo sabías?-le preguntó
-Porque he sido maestro muchos años y sé leer en los ojos de los niños. Toma, aquí tienes lo que buscabas. ¡Que descubras muchos misterios! – y le dio el
bote y una brocha.
-Muchas gracias, Don Eduardo -añadió y se metió el bote debajo del jersey y la brocha en el bolsillo.
Como todas las noches el reloj de la villa se volvía perezoso cuando daba las doce. Le costaba llegar a la última campanada. En cuanto sonó saltaron como muelles de la cama. Decididos y descalzos se adentraron en la oscuridad del pasillo. La calavera casi no se veía. Solo dos puntitos de luz se escondían en los huecos de sus ojos. Con agilidad aplicaron el decapante. Mientras esperaban su efecto Javi se dio cuenta de que era la mitad de una puerta, porque subían unas líneas en bajorrelieve que finalizaban haciendo medio arco. Irene desdobló la servilleta que sacó del comedor y se la alcanzó a su hermano. Esperó un poco más y la fue restregando de lado a lado de la puerta. Unas letras muy grandes iban apareciendo. Insistió unas pasadas más con la servilleta y cuando ya se veían enteras los dos se recostaron en la pared de enfrente para poder leer. Ponía en mayúsculas CAMPO SANTO
-Eso ¿qué es?-preguntó bajito Irene
-No lo sé -le contestó su hermano
-Pues sigue dando pintura de esa a ver si lo descubrimos- le pidió la niña. Y su
hermano siguió aplicando con la brocha las últimas gotas del decapante. Pasados unos minutos Irene se puso de puntillas y pasó la servilleta de nuevo por las tablas. Una serie de nombres con una cruz y un año iban apareciendo unos debajo de otros:
Inés Segoviano + 1.959
Cristeta Navas + 1.966
Martina Soria + 1.972
Fructuosa Heras + 1.975
Teodoro Pinel + 1.995
Petra Martínez + 1.996
El último casi no se veía. Los muchachos se quedaron mudos. No sabían qué decir. Al punto Javier reaccionó:
-A ver si va a ser la puerta de un cementerio, porque esa cruz que tienen todos... y se quedó pensativo. Irene, que era muy lista, volvió sin hacer ruido a la habitación, trajo un papel y un bolígrafo y, uno por uno, apuntó todos los nombres y sus fechas. Miró a su hermano y ambos comprendieron que ya no podían ver más y regresaron a sus camas. La niña colocó el papel doblado con los nombres bajo la almohada.
-¿De quién serán estos nombres?-pensaba. Mañana lo descubriré –y se durmió.

ÚLTIMO DÍA
Juanjo les exigió que estuvieran puntuales a la una. Se irían pronto para evitar la caravana. Sin decir nada Irene bajó las escaleras con su papel doblado en la mano. Javier intentó seguirla pero su padre le exigió que se quedara para hacer las maletas. La niña subió por la calle de La Soledad, la misma que habían bajado el día anterior. Iba muy decidida. Sólo enseñaría su papel a la señora que la comparó con un ángel. Cuando llegó a Trascasa llamó fuerte:
-¡Señora Vitoria! ¡Señora Vitoria!
En unos segundos la tenía delante con el mismo vestido negro y la misma sonrisa.
-¿Qué quieres, angelito?
La muchacha se sentía volar entre las nubes cuando la escuchaba decir angelito. Extendió su mano con el papel y se lo dio. La señora lo abrió y con dificultad leyó los nombres, las cruces y los años.
-Está escrito en la última puerta del pasillo de la Casa rural. Encima pone CAMPO SANTO. Lo hemos descubierto mi hermano y yo - le dijo
-Hijita, en este pueblo hay muchos campos, pero sólo hay uno que es santo –le explicó
-¿Y ese campo tiene puerta?-insistió
-Si, claro. Es la última puerta que se pasa en la vida. Cuando entras ya te quedas allí para siempre.
-Entonces ese Campo Santo ahora estará abierto, porque el señor Anibal ha puesto su puerta en la última habitación del pasillo de su casa rural –añadió
- Es que este Anibal la habrá quitado por si alguien quiere salir, para que no tropiece -le dijo un tanto irónica. Irene la miró pensativa y contestó:
-Claro, después de tanto tiempo, a lo mejor alguien se cansa y quiere volver ¡Qué listo es el señor Anibal! Adiós señora, que mi padre me espera
-Antes, déjame que te de un beso, angelito –le pidió. Irene se acercó y la besó.
-Gracias, Vitoria, por llamarme angelito. Es el nombre que más me gusta. Y se fue corriendo por la cuesta abajo.
Cuando llegó la única maleta que faltaba por cargar era la suya. Por la mirada de su padre comprendió que se tenía que dar prisa. Saldrían pronto para Madrid. Con rapidez bajaron todas las cosas al coche y las pusieron al pie del portamaletas. Su padre las iba colocando unas junto a otras para que no se movieran. Comieron tranquilamente. Después de tomar el café los niños se despidieran y se metieron en el coche. Su padre tenía que pagar. Juanjo se levantó y, al ver que el dueño no estaba por la barra del bar, le llamó en voz alta.
-¡Anibal! ¡Anibal!
-Suba Ud. que estoy aquí arriba – se escuchó.
Subió y le vio de pie frente a la puerta de la habitación donde él había dormido esos días, tratando de rayar algo con una navajilla.
-¿Qué esta Ud. haciendo?-le preguntó
-Tus chicos, que se dejan las cosas a medias. Son todos iguales –le contestó
El padre se acercó para ver de cerca a qué se refería.
-Como les has dicho que os vais tan rápido los pobres no han podido terminar.
Anibal dejó caer los brazos que sujetaban la navajilla y su pañuelo, volvió la mirada y le dijo:
-Para eso estoy yo, para terminar lo que otros empiezan.
Juanjo se quedó estupefacto cuando leyó en medio de la puerta:
Juanjo quiere a Mariang....
El padre, impresionado, no supo qué decir y sacó un cigarro para prenderlo
-¿Cuánto te debo? -pronunció
-Otro día, cuando haya terminado de escribir lo que falta, me lo pagas. Como tarde no es, prisa no corre y tiempo tenemos...


José Antonio Pinel Martínez
19 de marzo de 2008.