domingo, 17 de abril de 2011

LA PROCESION DEL ENCUENTRO

Capítulo I

Media mañana del Viernes Santo del año 1960. El reloj de la Villa a duras penas llegaba a la duodécima campanada. Hacía rato que la chavalería había pasado por tercera vez anunciando a lengüeta de carraca la procesión. Los del Mesón ese día no íbamos a la Iglesia. La esperábamos en la calle de la Soledad, en el cruce con la Travesía del Horno. De la mano de mi madre bajábamos los dos por la cuestilla del tío Vicente y nos apostábamos en la puerta del tío Rafaelito. ¡Sí, hombre! ¿No te acuerdas? El que tocaba la bandurria en las noches de ronda con el señor Antonio, el verraquero. Allí aguantábamos de pie. Yo no sabía qué sucedería, pero debía ser algo muy importante, porque a mi madre todo se le volvía: -¡Calla, niño! Que ya están a punto de aparecer- me soltaba un capón festivo y agachaba su morrillo curioso ojeando la calle arriba con anhelos de alguna aparición. Metido en mi pantalón corto y recién planchado, mantenía tiesos mis diez años para no mancharme con el yeso de la pared y los relejes amarillentos de las cabras en sus rascaos y otros vicios. No decía nada pero ella repetía con insistencia: -¡Que te calles de una vez, hombre! –y me arreaba otro coscorrón- No ves que dentro de un poco se van a encontrar- Yo seguía perplejo los capones sin sentido que llovían sobre mi cogote. Buscando su agrado la imitaba estirando la vista por la calle arriba de la Mari Rosa y la Julita, las chicas de la Anita, en busca de la última puerta, la de la tía Martina, que hacía chaflán allá arribotas, por cima de la avenida. Pero nada. ¿Quién se iría a encontrar y con qué? Como por ese lado no me dejaba doblé la gaita hacia la bocacalle del Agustín y me soltó un manotazo: -¡Por ahí no mires, coña! No ves que…- Y se enfurruñaba recolocándose el velo y dejándome más intrigado todavía. Nadie bajaba y nadie subía, pero mi madre estaba segura: allí se encontrarían. -Pues no sé quién se va a encontrar. Si no hay alma que baje ni suba por callejón alguno- pensaba para mis adentros. Pero, ¡ay amigo! lo decía mi madre y si ella lo afirmaba es que era verdad. Ahí estaba la parte áspera del secreto: que no había razón para el misterio pero como lo decía ella tenía que ser verdad. Y yo lo creía a pie juntillas. ¡Toma, no! Con lo larga que tenía la mano esa mañana. De pronto por la esquina de la Vitorina apareció un señor con sotana larga y negra y una camisola blanca y flotante que parecía rota por las mangas. Como si estuviera a medio terminar. -¡Andá, el sacristán! Eso es que están a punto de llegar- rezó por lo bajo mi progenitora. El señor Antonio se acopló debajo de dintel del garaje donde el Hergueta metía la tartana. Dejó caer su mano derecha y la agitaba disimuladamente como si abanicara el viento, invitando a algún furtivo a avanzar. Enseguida asomaron las puntas de las andas en brazos de dos buenos mozos. Un manto negro, en diagonal hacia el tejado del Abogado, fue cortando la silueta de la costanilla como si fuera la guillotina de la muerte segándole al aire la vida de la calleja. El del roquete flameante los paró radical. No me pude aguantar más y miré. -¡Ahí vá! ¡Si es la Virgen! Va hecha un triángulo de luto. Sólo se ve su cara de almendra arrugá -dije -¡Cállate, conchos! que ya asoman a lo lejos –y me amagó de nuevo- ¿No los ves por la esquina del tío Modesto? –dijo mi madre, suspendiendo el cachete en el aire. Efectivamente por la calle de la izquierda apuntaba una procesión que abría un par de chicuelos vestidos con sotana negra, camisón blanco de encajes y esclavina negra. Por sus andares uno debía ser el Clemente. El otro… ¡vete a saber! A lo mejor Alejandro, el mediano del molinero. Sus manos portaban dos barras de dorado amarillento con sendos velones en la punta, los ciriales. Más atrás la turba de hombres remolones y luego el impresionante madero de la cruz con el Cristo sujeto por los clavos. De entre la masa de mujeres, que cerraba la comitiva, brotaba una lánguida salmodia cantada con lento penar “Perdona a tu pueblo, Señor…” Algunos quinceañeros atrevidos terciaban el rabillo del ojo buscando entre las cabezas la complicidad de una mirada femenina, pero se topaban con el insistente“…perdónale, Señor” del Cura que les humillaba la crin hasta hundírsela entre los guijarros de la calle. Estábamos tan firmes los dos cuando de repente salieron de su casa las tres gracias del barrio: Carmina, Marilena y Mariluz. De puntillas, no sé por qué, -las chicas del Hergueta siempre andaban de puntillas como los gatos- y se pusieron al lado, mejor dicho delante de nosotros. Ya éramos cinco. La procesión seguía a su ritmo quedo por el horno del Juanito Corona. Al poco abrió la puerta la Matilde y su marido y, casi sin hablar, dijeron: -Hacednos un sitio que venimos al encuentro- Nos arrejuntamos un poco y se colocaron entre el quicio de su puerta y el de la tía Florencia. La calle entera seguía embelesada pidiendo perdón al Nazareno por los pecados del pueblo. Los de los hábitos negros se iban acercando cuando apareció la tía Consuelo con sus hijos, la Chelo, el Antonio y la Pili. -¡Ay, qué susto, hija mía! -Suspiró mi madre- Podíais haber tosido o algo para que os hubiéramos oído. No que así… -Bueno, es que también venimos al encuentro. ¡Tanto encuentro, tanto encuentro! yo ya estaba medio perdido. Si nos veíamos todos los días cuando íbamos por las calles de un sitio a otro ¿Para qué necesitábamos encontrarnos? A mi me parecía que eso del encuentro tenía que ir por otro lado, porque si no... De pronto me di cuenta de que se nos echaba encima el grueso de la procesión, cuando asomaron por la parte de abajo la señora Atilana y el señor Melquíades con toda la prole detrás. Nuestro frente de encontradizos había crecido tanto que se prolongaba calle alante. Con algo de retraso también se unieron el Román y la Loreto y el Joaquinín. Todos bien pegaditos a la pared dejamos espacio a la gente que iba llegando. Mala leche, porque ahora nos habíamos encontrado tantos que yo no veía nada y además me estaba manchando de yeso y meaos de cabra mi ropa del domingo. Para colmo aparecieron el Anastasio y la Alicia. El padre se quedó atrás pero la chica… cuatro codazos y la primera. ¡Menuda! -¡Vaya mierda con el encuentro! –dije enfadado, elevando los talones para ver algo. Mi madre ¡qué más quería oír! Alargó su mano izquierda y me soltó el soplamocos que venía aguantando desde hacía rato. No pude ni quejarme pues las imágenes, el cura, los monaguillos, la gente… todo se me amontonaba. Los mozos descendieron al Cristo y a la Virgen y los colocaron de frente. -¡Mira, mira! ahora se encuentran la madre y el hijo- dijo mi madre exultante- La Virgen llora porque llevan a su hijo al Calvario y el hijo se siente reconfortado porque ve a su madre- añadió. De pronto el Sacerdote pronunció: -Mujer, ahí tienes a tu hijo” –Todos embelesados y mustios de tristeza compartíamos el dolor de la Virgen. Y volvió a decir: -Hijo, ahí tienes a tu madre -Un silencio espesó durante varios minutos la inflexión de las dos frases. En un instante el cruce de calles adquirió un halo de sacralidad. Con el paso de los segundos la gente se fue relajando y dejó de contemplar las imágenes. Centraban sus miradas entre ellos. Como si lo de menos fueran los pasos. Ahora los importantes eran ellos mismos que se decían: -“Hombre, gracias que nos hemos encontrado un año más. Que nos encontremos al año que viene”. ”Pues sí, ya ves, un invierno crudo, pero ya apunta la primavera, menos mal”. La verdad es que no se lo oí a nadie pero unos a otros se lo decían con los ojos. Se veía. Los vecinos estaban contentos de encontrarse. Desde ese momento “La Procesión del Encuentro” del Viernes Santo adquirió un completo sentido para mi. Nunca se me olvidará. Algunas noches de invierno mi madre me mandaba a casa de mi abuelo con tres croquetas en una tacita de porcelana desconchada por el borde. Para que cenara. La esquina imponía respeto. Bajaba la costanilla del tío Vicente paseando la mano temblorosa por la arenilla que soltaba la argamasa espolvoreada de la pared del tío Rafaelito a la vez que sujetaba mis pensamientos: -¡Mira que si me encuentro al crucificado al trasponer la esquina del Luciano o a la Virgen saliendo de la casa de la tía Dominga! Pero no me importaba. Durante todo el camino me acompañaba los rayos de claridad que salían por ventanas y puertas entrecerradas. Las bombillas sólo tenían 25 vatios pero hacían compañía. Tres pasos y me topaba con el resplandor de la posada de la tía Regina, otros tres y la luz de la carnecería del Esteban, a la izquierda la cocina de Luchi, más allá la don Juan, el Cura, a continuación la del Juanito Puerta y ya lejos la de la señora Nati y la señora Aurora. Después la de la tienda del tío Primitivo y algún pequeño resquicio que se escapaba por debajo de la puerta de la Felisa. ¿Que qué Felisa? la mujer aquella con bigotes que echaba de comer al Tomás el Rabias después de esparcir las almortas a las cabras que escondía en aquel túnel de enfrente. Al final del trayecto, la del señor Felipe el pimentonero, que arqueaba toda la puerta, como si fuera la del Palacio de la Ópera. La verdad es que iba todo el camino acompañado. -Abuelo, ahí tienes las croquetas –le decía. -¿Y no te ha dado miedo venir con la noche tan oscura que hace? -¡Qué miedo me va a dar! La luz de las cocinas se escapa por las ventanas de las casas y se ve… ¡uf! –Me metía un torreznillo dentro de un trozo de pan y me contestaba: -Hijo, ahí tienes tu recompensa -Me volvía comiéndolo y curioseando el misterio nocturno de las casas por entre la luz de las ventanas. Me gustaba sentir que dentro se encontraban reunidas las familias. Capítulo II


También hoy es Viernes Santo, pero del año 2010. El sol mañanero no se veía acompañado de mucha gente por las calles. La gente descansaba de un largo invierno de trabajo. El reloj de la villa repetía las campanadas de las doce horas pero no impulsado por la lentitud de aquellas enormes pesas colgantes. Ahora lo hacía por una maquinaria moderna que lo civilizaba hasta el punto que dejaba de sonar de doce a ocho para el sueño. Sin embargo el sonido había perdido la vaga languidez de antaño, anunciadora del tiempo que transcurre irremisible en cada instante. Era ése un matiz reservado únicamente para los arbanconeros. En el pueblo el tiempo dura más porque la tranquilidad de la vida te invita a captar el paso de un momento a otro. Tu presente se vuelve universal. Lo vives con todos los seres de tu alrededor, en familia. -¿Habrá procesión del encuentro? Ya tenía que haber transcurrido la bandada de chavales con sus carracas. Y nada. ¡No puede ser! –me dije- La gente necesita encontrarse, si no es en la iglesia en el vermú, en la partida, el paseo, en… -Y me lancé a la cuesta de la tía Consuelo a ver con quién me encontraba. Ligero descendí por el empedrado constatando que la casa de la Matilde no existía. Dos contenedores verdes, como dos guardias civiles, custodiaban el recinto explanado desde hacía tiempo. -Fíjate, tantos años bajando por aquí y no me había dado cuenta de que habían tirado la casa. Porque uno toma conciencia real de la ausencia de una cosa cuando sobre la herida coloca su propio recuerdo y un día él mismo lo arranca de un tirón. Hace daño, pero conviene. Y así lo hice -Giré la mirada y tampoco estaba la casa de la tía Florencia, la de la Victorina se había convertido en un patio amurallado. El silencio de los andares puntillosos en la casa del Hergueta se había transformado en un tremendo guirigay de adolescentes. Me quedé parado en el cruce y extendí la mirada por la calle de la Soledad arriba. Por la puerta de la Anita asomaron dos perros feos de verdad. Es más, la última casa, la de la tía Martina, ya no estaba. Miré por la calle de la Satur y tampoco vi flores ni geranios en su puerta. Metí las manos en los bolsillos y justo en medio de la encrucijada, donde me encontraba, y empecé a imaginar aquella Procesión del Encuentro de hacía cincuenta años, cuando lo religioso se transformaba en natural, cuando los misterios se hacían realidad, cuando nos encontrábamos todos a cada momento, cuando nos sentábamos en los poyetes de las puertas a disfrutar de nuestras caras. -Cierto, las cosas no están donde estaban. O se han ido solas o alguien las ha cambiado de sitio. Bueno, tú aún sigues ahí. Dale gracias a la vida. Por lo menos te puedes encontrar contigo mismo… Absorto estaba en estos pensamientos cuando el pitido insistente de una moto me hizo saltar. Volví la mirada y me topé con una procesión de motos en ringlera la calle de la Soledad arriba. Bramaban como yenas hambrientas. Cada artefacto tenía cuatro ruedas y un tubo de escape que vomitaba chorros de humo negruzco. En el bar me enteré de que las llaman rompecaminos. -Pero, ¿qué hace usted ahí como un pasmarote en medio de la calle que casi le pillamos? –Una voz resquebrajó el aire. Los motoristas tenían cubierta la cabeza con una escafandra en la que se espejeaba el sol hiriéndome la vista. Yo no supe de donde salieron aquellas voces. Me acerqué a la calle del Luciano a ver si por allí… y me choqué con otras cuatro motos más sencillas. Éstas sólo tenían dos ruedas, pero rugían tan sedientas de polvo como las otras. -¡Apártese que tenemos prisa! –insistió amenazándome con un acelerón algún extraterrestre de aquellos. Sin pensarlo más reculé hacia el umbral de la peña Los Formidables y les indiqué el paso libre con la mano. Unas tras otras fueron cruzándose en cremallera y arrearon hacia la Soledad envenenando el aire sano de aquella mañana azul. Volví al centro de las calles y me quedé mirando el color de azufre que salía de sus culos a ráfagas insistentes. Y pensé: -¿Esta gente algún día se encontrará con alguien? Difícil. Van siempre tan rápido. A lo mejor en el infierno, porque esas motos tan tremendas seguro que te llevan hasta allí -Me arremangué la camisa al estilo pueblo y me subí al pan. -Allí, amigo mío, a las once siempre hay gente que te espera.



José Antonio Pinel Martínez Arbancón. Semana Santa de 2011

sábado, 26 de febrero de 2011

TRES ESTRELLAS DE NUESTRO TEATRO

Arbancón, 1 de febrero de 2011

ACTO PRIMERO
-¡Tú, hoy no puedes entrar!- le espetó. Y se puso en jarras bajo el marco del vestíbulo. Como si aquel bendito se le fuera a rebelar. Un hombre que destila chorretones de humildad, acumulados día a día durante más de ochenta años. Si es un haz de sentimientos sueltos. No hay más que verlo. Mari Carmen lo sabía pero insistió:
-¡Ya lo viste ayer! Hoy tienes que dejar el sitio para otros. Además, vendrán de Cogolludo, de Monasterio, de Espinosa de Henares y, a lo mejor hasta de Guadalajara y de Horche. Así que coge tu almohada, vete a casa y cenas tranquilamente. Yo llegaré cuando termine- Marcelino agachó la cabeza que no tenía levantada, pero la inclinó aún más. Apretó su almohada contra el pecho y se echó a andar coronando la rampa hacia la antigua casa del cura. Al poco hizo un intento de volver la vista pero se contuvo. Yo le vi. Andaba cabizbajo, a paso lento, hasta que llegó a la puerta de la Señora Nati. Allí sí, con mucha parsimonia torció el rostro y el rabillo del ojo se clavó en la boca del Horno antiguo, local hoy rebosante de luz y de chiquillos, donde todos los años se representaba el teatro en fiestas. Adelantó un pie y el cuerpo se le vino hacia atrás. Las piernas se le iban pero el corazón y la cabeza tiraban de ellas como si fueran los ramales de la mula torda.
-Esta hija mía, ¡qué buena es! pero ¡qué dura!
-¡Qué va, hombre! Castellana y con necesidad de agua, como la tierra que nos vio nacer –le contesté. En ese momento alguna perla se le debió escurrir mejilla abajo porque miró al suelo y durante un rato hurgó con la punta de la zapatilla entre las piedras. Cargado de lentitud colocó la almohada en el pedrusco de al lado y él se sentó en la ancha, la de caolín blanco, la que recibía las glorias de la Claudia todas las noches de agosto. No pude más y me acerqué de cuatro zancadas.
-¿Qué pasa, hombre? ¿Hoy no te ha reservado la silla la primera actriz? –le pregunté.
-¡Qué va! No me ha dejado ni entrar –Y me miró. Tras un silencio
cargado de dudas trastabilló unas palabras:
- Es que yo… yo… yo cojo tres ¿sabes?
- ¿Que coges tres? ¡Anda la leche! Y ¿para qué quieres tantos
asientos? –le dije extrañado.
-Pues, mira. El de mi izquierda para Ángela, la nieta, el del centro
para mi y a mi derecha pongo la almohada.
-Y ¿por qué ocupas uno con la almohada?
-¡No me preguntes esas cosas, hombre! –Y me echó una sonrisa de las de pinche tunante.
- Bueno, a ti te lo puedo contar. Es que, mira, mi mujer la Flora siempre se sentaba a mi derecha. Desde que se la llevó Dios coloco su almohada en la silla y me imagino que está a mi lado. ¡Fíjate, recorro mi mano por la suavidad de la tela y me parece que la estoy acariciando! Cuando avanza la representación no lo puedo remediar y hasta lloro de lo a gusto que me encuentro. No paro de pensarlo: mi mujer a la derecha, mi nieta Ángela a la izquierda y enfrente mi hija, la Mari Carmen, moviéndose por las tablas. ¡Mis tres estrellas! ¿Qué más voy a pedir, si el cielo debe ser así? Es la escena más bonita de toda la obra. Luego, cuando me despierto en las noches de invierno las recuerdo a las tres y ya… la noche entera de un tirón. –En ese momento un vozarrón se perdió calle alante rebotando entre las paredes:
-¡Eh! ¡Señor Director! Que faltan cinco minutos y tienes que hablar antes de descorrer el telón- Era Mariano, un actor que suele ir de urgente. Volví con rapidez al teatro. En la puerta me encontré con los ojos de Paula, la estrella de la noche.
-¿Qué te decía mi padre? -Me preguntó, mientras arrugaba la nariz.
-Lo sabes mejor que yo –me la encaré- Tu padre dice poquitas cosas, pero todas cargadas de ternura. Tú le conoces bien- El rictus de sus labios relajó el encuentro, urgido por la hora ya cumplida de la actuación. El Director subió las escalerillas del camerino comunal, se dirigió hasta el escenario a tientas y se colocó entre dos ángeles oscuros que abrían el telón en forma de hornacina. A mi me lo parecieron. Luego resultaron ser las dos apuntadoras: Nani y Marimar. Se apagaron las luces de la sala. El silencio se extendió veloz entre todos los asistentes. Y los dos guardianes de la escena frenaron el recorrido del telón para no desvelar la sorpresa de los próximos segundos. El patio de butacas estaba lleno de caras, todas sonrientes. Algunas orgullosas de sus carreras de dientes alabastrinos. Cuando ya la oscuridad me fue resultando familiar y mis ojos se acostumbraron a ella decidí pausar mi pronunciación toda vez que iba trasladando la mirada por las filas de espectadores. La sala no estaba tan llena como me pareció al principio. Aquí un hueco, allá otro, a este lado, al otro y por el fondo se veían bastantes sitios vacíos. ¡No podía ser! El segundo día siempre era de llenazo. ¿Miguel Mihura resultaría demasiado complicado? ¡Qué sé yo! Seguía con mis felicitaciones a los actores y actrices por el esfuerzo que habían demostrado en preparar una obra de tal envergadura mientras estaban trabajando. Los ensayos a deshora, los enfados de maridos y esposas, las idas y venidas a Madrid en busca del vestuario que exigía el libreto… Me iba entreteniendo. De pronto me fijé:
-¡Coño! En segunda fila distinguí a Isa y a su lado su suegra, Teresa. La silla de su derecha también estaba vacía- y me sorprendí. Efectivamente, una almohada ribeteada con una cinta verde y cuatro borlitas en las esquinas se ajustaba a la perfección al cuenco anaranjado del asiento. Su mano derecha acariciaba cariñosa la lisura de la tela. Torcí la mirada hacia el lado de la pared y vi otro lugar desocupado en medio de la fila. Era la Paca, acompañada de su hija Adelina, la sevillana, que sujetaba un cojín amarillento sobre la silla contigua. Tres hileras más atrás estaba el Tomas junto a su hija, la Julita, y al lado otra silla vacía con una almohada bien mullida. Su mano se acercaba tímida en busca del sueño imposible, como si tuviera veinte años. Un chispazo me subió pecho arriba como una exhalación. Nunca supe por donde salió pues siempre se me olvida el pararrayos. Hice lo imposible por tranquilizarme. Estaba ante el público. Concentré la atención en las filas de la oscuridad y ya no pude más. La exclamación me brotó espontánea:
-¡Ahí va! Allí están la Ascensión y la María, juntitas y con una silla libre a cada lado – y me chillaron los oídos. Agucé todavía más la pupila y efectivamente: a la vera de cada una sobresalían los abultamientos de dos almohadillas de color celeste en sendas sillas vacías. Me entraron los nervios y me despedí:
-¡Que ustedes se diviertan!- Los aplausos, como de costumbre, sonaron estrepitosos. Uno de los ángeles negros corrió el telón y me preguntó:
-¿Está lleno, señor Director?
-¿Lleno? ¡A rebosar! –le contesté.


ACTO SEGUNDO
Estábamos de suerte. Ese año el 16 de octubre se celebraría en Arbancón El día de la Sierra y el señor Alcalde nos había pedido con antelación que representáramos de nuevo la obra. ¡Qué más quería la compañía que llevar a las tablas por tercera vez una pieza como Tres sombreros de copa! Nunca pasábamos de la segunda. Con el esfuerzo que costaba preparar una obra así. Desde horas tempranas el pueblo se vio inundado de visitantes. El colorido de jovencitas vestidas de alcarreñas, las botargas jacarandosas persiguiendo bandadas de chiquillos y varias rondallas de música te sorprendían gratamente por cualquier esquina. El olor de las rosquillas se arremolinaba por los rincones de las bocacalles. La compañía de teatro pensó que esa tarde tendría problemas por el escaso aforo del local. Con las justas llegábamos a doscientas localidades bien apretadas.
-¡Cuándo tendremos un teatro digno! -El eterno anhelo de tantas generaciones de actrices y actores como había engendrado nuestro pueblo.
En los Programas de los tablones callejeros, chincheteados en las escasas puertas aún viejas, se leía desde hacía una semana: Día 16 de Octubre, sábado, Representación Teatral de TRES SOMBREROS DE COPA. A las 18.00 horas. Pero esa tarde ya eran las dieciocho y media y el salón no superaba los dos cuartos de entrada. ¿Qué pasaba? ¿Creían que les íbamos a cobrar muy cara al entrada? ¿Acaso los foráneos no sabían que en el teatro de nuestro pueblo no se pagaba, que solo se colocaban unos cestillos en las manos de dos preciosidades de la Villa a la salida para que se depositara la voluntad, que cualquiera podía hurgar con los dedos haciendo algo de ruido entre las monedas y marcharse sin dejar dinero ni una pizca de voluntad? Miré a los asistentes, un poco nerviosos, y pensé:
-¡La gente que no va al teatro se pierde tantas cosas buenas de la vida! No sabe que allí de pronto te ríes a pierna suelta y al instante lloras a moco tendido, que estás tan relajado y en cosa minutos la intriga te anuda la garganta. Tampoco sabe que los actores te hacen gratis una fotografía de tus arrebatos y tus tristezas, de tus amores y tus fracasos. ¡Pobres! Si no saben eso ¿cómo van a saber lo maravilloso que es ir al teatro con una almohada bajo el brazo? ¡Nunca verán el amor invisible que regala el misterio de la oscuridad! ¡Ellos se lo pierden! –Ensimismado como estaba en su nube escénica un grito le sobrecogió de nuevo asentándole en la realidad del entarimado. Era Mariano, disfrazado otra vez de don rápido:
-Señor Director, algo hay que hacer. Actrices y actores llevamos todos atrezados más de una hora y la sala no se llena- Con paso decidido el director corrió a la plaza de la iglesia donde la gente escuchaba los grupos musicales de la zona.
-El teatro empezará en cinco minutos –Insistió con ímpetu por el micrófono- Si alguien desea presenciarlo que acuda enseguida. Luego la actuación no se podrá interrumpir- Algunos visitantes más gotearon durante unos minutos. Contados. Cuando llegaba a las puertas del teatro en la pared de al lado se recostaban varias personas con su almohada bajo el brazo. Los fui mirando uno a uno y ellos me devolvieron la súplica con sus ojos, uno tras otro.
-¡Que pasen todos!- y la sala casi se llenó.
Recorriendo estaban los dos ángeles el telón verde cuando salpicaron unas palabras más altas que otras buscando gresca en el lado derecho de la sala.
-¿Qué pasa señores del final? –pregunté a las tinieblas.
-Nada, que estos jóvenes ocupan su silla y quieren las de los lados libres para su comodidad –se oyó entre las sombras.
-No es verdad. Como sobran sillas en ésta pongo el mp3 de la música y en la otra el móvil, por si me llama –reclamó una voz prístina como el sol de medio día. El director hizo un esfuerzo por captar la escena con claridad y efectivamente, el joven circundaba una silla con su brazo derecho y hacía lo mismo con el izquierdo sobre otra. Al instante lo comprendí y me repetí:
-¡Pobre chaval! –A éste le ha dejado la novia y se viene al teatro a llorarlo. Ahora espera que otra nueva le llame por el móvil. Y se acopia una silla libre a cada lado ¡Cómo se nota la juventud! ¡A pares! Y allí se quedó con sus brazos de par en par, abrazando la esperanza y la desesperanza. El telón verde se descorrió de nuevo y la luz del milagro le iluminó la cara. No pasaba de los dieciocho.


ACTO TERCERO
El 2011 no podía empezar de mejor modo para nuestra compañía. El domingo 23 de enero estrenábamos en Madrid, en la Casa de Guadalajara. Nunca hubiéramos deseado lugar más selecto. La plaza de Santa Ana, el cogollito del arte dramático de la Villa y Corte. El Teatro Español delante, Calderón de la Barca vigilándonos de soslayo y la efigie de Federico García Lorca al final de la plaza deseándonos suerte con las manos abiertas. Seguro que algo nos oyeron. ¡Cuánto se reirían los Maestros de nosotros! Por fin el gélido día de encuentro entre arbanconeros abría las puertas del teatro. Y la sala se llenó en un santiamén.
-Señor Director, son las seis en punto- repitió una vez más el piquito de oro de don Rosario, harto ya de pasear sus canosas barbitas de rasputín por los pasillos del local. En segundos los dos mensajeros negros descendieron de los cielos y descorrieron el telón lo justo para la aparición. El Director acudió presto al milagro de la hornacina. Dio los pasos justos y se colocó al borde del acantilado.
-Señoras y señores ¡Buenas noches! –dijo y trazó una sonrisa amplia con sus labios. Un mar de ojos ansiosos se extendía hasta las profundidades de la sala. Sus cabezas se levantaban como repollos buscando el sol de amanecida. El discurso, ya aprendido de presentaciones anteriores, se repetía mecánicamente en boca del Director, permitiéndole combinar la dicción con la mirada. Y fue trasladando repetidamente la vista de un lado a otro, en un zigzag lento y obstinado, hasta que se topó con la negrura del fondo. En ese momento entró en juego la reflexión:
-¡Hay que ver! Ni un triste hueco en toda la platea. Estos de Madrid no entienden de emociones. ¡Con tantas prisas por llegar, entrar y coger un buen sitio, no saben lo importante que es la agradable caricia a una almohada para sentir la ausencia, estar feliz en la butaca y si es en una del rincón mejor!- Hundido en su fracaso retornó su mirada con desánimo recorriendo una tras otra las filas de espectadores y confirmando la derrota de aquella tarde teatral. Estaba claro, nuestro teatro era para personas sencillas del campo no para, administrativos, técnicos y empleados de la ciudad. Para gentes que celebran sus momentos felices con los vecinos, para gentes que posan el cojín en una silla liberada para el recuerdo, para gentes que aman con paciencia y con esperanza. ¿A qué coños habían venido a Madrid? Su escena estaba en el antiguo Horno del pueblo transformado en local teatral. Allí sí que había calor y compenetración entre público y actores.
La mirada del Director llegaba a las filas delanteras, cansada de buscar espacios vacíos o algún joven que acariciara el respaldo de un asiento libre. Terminaba el recorrido, pero nada. De pronto, justo a sus pies, se dio de bruces con el Marcelino. Estaba él solito con dos sillas a su derecha. Las únicas libres de toda la sala. Su nieta, Ángela, jugaba con una amiguita al otro lado del pasillo. El Director había terminado su discurso pero sus pensamientos aún nadaban entre los surcos del berzal. En este momento el Presidente de la Casa de Guadalajara, don José Ramón Pérez Acevedo se entretenía en el estrado con la entrega del carné de Socio Honorífico al alcalde, don Gonzalo Bravo. Un pensamiento corrió por su mente con la velocidad de una ráfaga estelar. Hizo un gesto de disculpa y abandonó el borde del precipicio desapareciendo entre las bambalinas. Cruzó el comedor, el bar de las disputas de media tarde, un pasillo, otro pasillo, dio la luz en un tercero y por fin agarró con firmeza el picaporte de la puerta.
-¡Joder! ¡Está cerrada! -saltó
Un tanto dudoso, miró al letrero de los cristales y lo confirmó PRESIDENCIA. Era allí. No se había equivocado. Al dejar unos trajes por la mañana había visto una almohada roja de terciopelo sobre el magnífico sillón en el escritorio.
-¿Y quién tendrá la llave? ¡El señor del bar, seguro!- No había tiempo que perder. Por entre las cortinas se filtraba la voz menguada de Gonzalo, hombre de palabras justas, que pronto daría fin a su discurso.
-¿Dónde puñetas estará la llave?- A los tres segundos pensó:
-A ver, tranquilízate. Mira en tus bolsillos que a lo mejor la tienes tú. Te la dejaron esta mañana ¿recuerdas? -Rascó en uno, rascó en otro y nada. Se quitó la chaqueta azul marino y la puso patas arriba. Efectivamente la llave se descolgó saltarina por el entarimado. Abrió rápido y en dos zancadas llegó al sillón. Extendió su mano derecha y… ¡ni rastro de almohada! El terciopelo no se veía por ningún lado.
-¡Que le den mucho al Marcelino, a sus cariñitos con la Flora y a sus tres estrellas! Esta noche no tienes almohada, amigo. Verás el teatro a palo seco– Salía refunfuñando de la Presidencia mientras oía a lo lejos de boca del alcalde:
-¡Que ustedes lo pasen bien!
Y apretó el paso. Cuando llegó a su posición en el proscenio desde donde daba la entrada a todos los actores, Don Rosario ya estaba enseñando la habitación del hotel a Dionisio, su cliente. Se tranquilizó. Cogió su libreto y buscó la línea exacta del diálogo. Al poco miró por una de tantas heridas que había sufrido el decorado con los traqueteos del camino. Adrián se mostraba más seguro que nunca y Mariano no se echaba atrás inventando frases similares a las del texto.
-Esto va- murmuró - Cada uno en su estilo, pero va- Cuando intentó una segunda mirada furtiva se quedó tan sorprendido que levantó la cabeza, como las gallinas cuando beben agua, para confirmar que era cierto lo que había visto. Al instante volvió a cuchichear por el agujerito. Y repitió varias veces.
-¿Jose, qué miras con tanta insistencia?- le preguntó Paula, la protagonista.
- Nada, un espectador que por fin se encuentra en la ciudad tan feliz como en el pueblo.
Mari Carmen buscó otra fisura del papel, curioseó la escena y se admiró al tiempo que sonreía. Allí estaban los dos, en primera fila. A la derecha el Presidente de la Casa de Guadalajara, jugueteando con una cadenita de la que pendía una llave. A la izquierda su padre, el Marcelino. Y en la silla del medio la almohada rosa de terciopelo esperando la caricia de una mano que no tardaría en llegar. Estoy seguro. El Director le dijo a Paula:
-Mari Carmen, creo que sí ha valido la pena representar en Madrid.
-¡Mucha mierda, dire! -le contestó. Y entró a escena como una bala.

Telón

José Antonio Pinel Martínez