domingo, 17 de abril de 2011

LA PROCESION DEL ENCUENTRO

Capítulo I

Media mañana del Viernes Santo del año 1960. El reloj de la Villa a duras penas llegaba a la duodécima campanada. Hacía rato que la chavalería había pasado por tercera vez anunciando a lengüeta de carraca la procesión. Los del Mesón ese día no íbamos a la Iglesia. La esperábamos en la calle de la Soledad, en el cruce con la Travesía del Horno. De la mano de mi madre bajábamos los dos por la cuestilla del tío Vicente y nos apostábamos en la puerta del tío Rafaelito. ¡Sí, hombre! ¿No te acuerdas? El que tocaba la bandurria en las noches de ronda con el señor Antonio, el verraquero. Allí aguantábamos de pie. Yo no sabía qué sucedería, pero debía ser algo muy importante, porque a mi madre todo se le volvía: -¡Calla, niño! Que ya están a punto de aparecer- me soltaba un capón festivo y agachaba su morrillo curioso ojeando la calle arriba con anhelos de alguna aparición. Metido en mi pantalón corto y recién planchado, mantenía tiesos mis diez años para no mancharme con el yeso de la pared y los relejes amarillentos de las cabras en sus rascaos y otros vicios. No decía nada pero ella repetía con insistencia: -¡Que te calles de una vez, hombre! –y me arreaba otro coscorrón- No ves que dentro de un poco se van a encontrar- Yo seguía perplejo los capones sin sentido que llovían sobre mi cogote. Buscando su agrado la imitaba estirando la vista por la calle arriba de la Mari Rosa y la Julita, las chicas de la Anita, en busca de la última puerta, la de la tía Martina, que hacía chaflán allá arribotas, por cima de la avenida. Pero nada. ¿Quién se iría a encontrar y con qué? Como por ese lado no me dejaba doblé la gaita hacia la bocacalle del Agustín y me soltó un manotazo: -¡Por ahí no mires, coña! No ves que…- Y se enfurruñaba recolocándose el velo y dejándome más intrigado todavía. Nadie bajaba y nadie subía, pero mi madre estaba segura: allí se encontrarían. -Pues no sé quién se va a encontrar. Si no hay alma que baje ni suba por callejón alguno- pensaba para mis adentros. Pero, ¡ay amigo! lo decía mi madre y si ella lo afirmaba es que era verdad. Ahí estaba la parte áspera del secreto: que no había razón para el misterio pero como lo decía ella tenía que ser verdad. Y yo lo creía a pie juntillas. ¡Toma, no! Con lo larga que tenía la mano esa mañana. De pronto por la esquina de la Vitorina apareció un señor con sotana larga y negra y una camisola blanca y flotante que parecía rota por las mangas. Como si estuviera a medio terminar. -¡Andá, el sacristán! Eso es que están a punto de llegar- rezó por lo bajo mi progenitora. El señor Antonio se acopló debajo de dintel del garaje donde el Hergueta metía la tartana. Dejó caer su mano derecha y la agitaba disimuladamente como si abanicara el viento, invitando a algún furtivo a avanzar. Enseguida asomaron las puntas de las andas en brazos de dos buenos mozos. Un manto negro, en diagonal hacia el tejado del Abogado, fue cortando la silueta de la costanilla como si fuera la guillotina de la muerte segándole al aire la vida de la calleja. El del roquete flameante los paró radical. No me pude aguantar más y miré. -¡Ahí vá! ¡Si es la Virgen! Va hecha un triángulo de luto. Sólo se ve su cara de almendra arrugá -dije -¡Cállate, conchos! que ya asoman a lo lejos –y me amagó de nuevo- ¿No los ves por la esquina del tío Modesto? –dijo mi madre, suspendiendo el cachete en el aire. Efectivamente por la calle de la izquierda apuntaba una procesión que abría un par de chicuelos vestidos con sotana negra, camisón blanco de encajes y esclavina negra. Por sus andares uno debía ser el Clemente. El otro… ¡vete a saber! A lo mejor Alejandro, el mediano del molinero. Sus manos portaban dos barras de dorado amarillento con sendos velones en la punta, los ciriales. Más atrás la turba de hombres remolones y luego el impresionante madero de la cruz con el Cristo sujeto por los clavos. De entre la masa de mujeres, que cerraba la comitiva, brotaba una lánguida salmodia cantada con lento penar “Perdona a tu pueblo, Señor…” Algunos quinceañeros atrevidos terciaban el rabillo del ojo buscando entre las cabezas la complicidad de una mirada femenina, pero se topaban con el insistente“…perdónale, Señor” del Cura que les humillaba la crin hasta hundírsela entre los guijarros de la calle. Estábamos tan firmes los dos cuando de repente salieron de su casa las tres gracias del barrio: Carmina, Marilena y Mariluz. De puntillas, no sé por qué, -las chicas del Hergueta siempre andaban de puntillas como los gatos- y se pusieron al lado, mejor dicho delante de nosotros. Ya éramos cinco. La procesión seguía a su ritmo quedo por el horno del Juanito Corona. Al poco abrió la puerta la Matilde y su marido y, casi sin hablar, dijeron: -Hacednos un sitio que venimos al encuentro- Nos arrejuntamos un poco y se colocaron entre el quicio de su puerta y el de la tía Florencia. La calle entera seguía embelesada pidiendo perdón al Nazareno por los pecados del pueblo. Los de los hábitos negros se iban acercando cuando apareció la tía Consuelo con sus hijos, la Chelo, el Antonio y la Pili. -¡Ay, qué susto, hija mía! -Suspiró mi madre- Podíais haber tosido o algo para que os hubiéramos oído. No que así… -Bueno, es que también venimos al encuentro. ¡Tanto encuentro, tanto encuentro! yo ya estaba medio perdido. Si nos veíamos todos los días cuando íbamos por las calles de un sitio a otro ¿Para qué necesitábamos encontrarnos? A mi me parecía que eso del encuentro tenía que ir por otro lado, porque si no... De pronto me di cuenta de que se nos echaba encima el grueso de la procesión, cuando asomaron por la parte de abajo la señora Atilana y el señor Melquíades con toda la prole detrás. Nuestro frente de encontradizos había crecido tanto que se prolongaba calle alante. Con algo de retraso también se unieron el Román y la Loreto y el Joaquinín. Todos bien pegaditos a la pared dejamos espacio a la gente que iba llegando. Mala leche, porque ahora nos habíamos encontrado tantos que yo no veía nada y además me estaba manchando de yeso y meaos de cabra mi ropa del domingo. Para colmo aparecieron el Anastasio y la Alicia. El padre se quedó atrás pero la chica… cuatro codazos y la primera. ¡Menuda! -¡Vaya mierda con el encuentro! –dije enfadado, elevando los talones para ver algo. Mi madre ¡qué más quería oír! Alargó su mano izquierda y me soltó el soplamocos que venía aguantando desde hacía rato. No pude ni quejarme pues las imágenes, el cura, los monaguillos, la gente… todo se me amontonaba. Los mozos descendieron al Cristo y a la Virgen y los colocaron de frente. -¡Mira, mira! ahora se encuentran la madre y el hijo- dijo mi madre exultante- La Virgen llora porque llevan a su hijo al Calvario y el hijo se siente reconfortado porque ve a su madre- añadió. De pronto el Sacerdote pronunció: -Mujer, ahí tienes a tu hijo” –Todos embelesados y mustios de tristeza compartíamos el dolor de la Virgen. Y volvió a decir: -Hijo, ahí tienes a tu madre -Un silencio espesó durante varios minutos la inflexión de las dos frases. En un instante el cruce de calles adquirió un halo de sacralidad. Con el paso de los segundos la gente se fue relajando y dejó de contemplar las imágenes. Centraban sus miradas entre ellos. Como si lo de menos fueran los pasos. Ahora los importantes eran ellos mismos que se decían: -“Hombre, gracias que nos hemos encontrado un año más. Que nos encontremos al año que viene”. ”Pues sí, ya ves, un invierno crudo, pero ya apunta la primavera, menos mal”. La verdad es que no se lo oí a nadie pero unos a otros se lo decían con los ojos. Se veía. Los vecinos estaban contentos de encontrarse. Desde ese momento “La Procesión del Encuentro” del Viernes Santo adquirió un completo sentido para mi. Nunca se me olvidará. Algunas noches de invierno mi madre me mandaba a casa de mi abuelo con tres croquetas en una tacita de porcelana desconchada por el borde. Para que cenara. La esquina imponía respeto. Bajaba la costanilla del tío Vicente paseando la mano temblorosa por la arenilla que soltaba la argamasa espolvoreada de la pared del tío Rafaelito a la vez que sujetaba mis pensamientos: -¡Mira que si me encuentro al crucificado al trasponer la esquina del Luciano o a la Virgen saliendo de la casa de la tía Dominga! Pero no me importaba. Durante todo el camino me acompañaba los rayos de claridad que salían por ventanas y puertas entrecerradas. Las bombillas sólo tenían 25 vatios pero hacían compañía. Tres pasos y me topaba con el resplandor de la posada de la tía Regina, otros tres y la luz de la carnecería del Esteban, a la izquierda la cocina de Luchi, más allá la don Juan, el Cura, a continuación la del Juanito Puerta y ya lejos la de la señora Nati y la señora Aurora. Después la de la tienda del tío Primitivo y algún pequeño resquicio que se escapaba por debajo de la puerta de la Felisa. ¿Que qué Felisa? la mujer aquella con bigotes que echaba de comer al Tomás el Rabias después de esparcir las almortas a las cabras que escondía en aquel túnel de enfrente. Al final del trayecto, la del señor Felipe el pimentonero, que arqueaba toda la puerta, como si fuera la del Palacio de la Ópera. La verdad es que iba todo el camino acompañado. -Abuelo, ahí tienes las croquetas –le decía. -¿Y no te ha dado miedo venir con la noche tan oscura que hace? -¡Qué miedo me va a dar! La luz de las cocinas se escapa por las ventanas de las casas y se ve… ¡uf! –Me metía un torreznillo dentro de un trozo de pan y me contestaba: -Hijo, ahí tienes tu recompensa -Me volvía comiéndolo y curioseando el misterio nocturno de las casas por entre la luz de las ventanas. Me gustaba sentir que dentro se encontraban reunidas las familias. Capítulo II


También hoy es Viernes Santo, pero del año 2010. El sol mañanero no se veía acompañado de mucha gente por las calles. La gente descansaba de un largo invierno de trabajo. El reloj de la villa repetía las campanadas de las doce horas pero no impulsado por la lentitud de aquellas enormes pesas colgantes. Ahora lo hacía por una maquinaria moderna que lo civilizaba hasta el punto que dejaba de sonar de doce a ocho para el sueño. Sin embargo el sonido había perdido la vaga languidez de antaño, anunciadora del tiempo que transcurre irremisible en cada instante. Era ése un matiz reservado únicamente para los arbanconeros. En el pueblo el tiempo dura más porque la tranquilidad de la vida te invita a captar el paso de un momento a otro. Tu presente se vuelve universal. Lo vives con todos los seres de tu alrededor, en familia. -¿Habrá procesión del encuentro? Ya tenía que haber transcurrido la bandada de chavales con sus carracas. Y nada. ¡No puede ser! –me dije- La gente necesita encontrarse, si no es en la iglesia en el vermú, en la partida, el paseo, en… -Y me lancé a la cuesta de la tía Consuelo a ver con quién me encontraba. Ligero descendí por el empedrado constatando que la casa de la Matilde no existía. Dos contenedores verdes, como dos guardias civiles, custodiaban el recinto explanado desde hacía tiempo. -Fíjate, tantos años bajando por aquí y no me había dado cuenta de que habían tirado la casa. Porque uno toma conciencia real de la ausencia de una cosa cuando sobre la herida coloca su propio recuerdo y un día él mismo lo arranca de un tirón. Hace daño, pero conviene. Y así lo hice -Giré la mirada y tampoco estaba la casa de la tía Florencia, la de la Victorina se había convertido en un patio amurallado. El silencio de los andares puntillosos en la casa del Hergueta se había transformado en un tremendo guirigay de adolescentes. Me quedé parado en el cruce y extendí la mirada por la calle de la Soledad arriba. Por la puerta de la Anita asomaron dos perros feos de verdad. Es más, la última casa, la de la tía Martina, ya no estaba. Miré por la calle de la Satur y tampoco vi flores ni geranios en su puerta. Metí las manos en los bolsillos y justo en medio de la encrucijada, donde me encontraba, y empecé a imaginar aquella Procesión del Encuentro de hacía cincuenta años, cuando lo religioso se transformaba en natural, cuando los misterios se hacían realidad, cuando nos encontrábamos todos a cada momento, cuando nos sentábamos en los poyetes de las puertas a disfrutar de nuestras caras. -Cierto, las cosas no están donde estaban. O se han ido solas o alguien las ha cambiado de sitio. Bueno, tú aún sigues ahí. Dale gracias a la vida. Por lo menos te puedes encontrar contigo mismo… Absorto estaba en estos pensamientos cuando el pitido insistente de una moto me hizo saltar. Volví la mirada y me topé con una procesión de motos en ringlera la calle de la Soledad arriba. Bramaban como yenas hambrientas. Cada artefacto tenía cuatro ruedas y un tubo de escape que vomitaba chorros de humo negruzco. En el bar me enteré de que las llaman rompecaminos. -Pero, ¿qué hace usted ahí como un pasmarote en medio de la calle que casi le pillamos? –Una voz resquebrajó el aire. Los motoristas tenían cubierta la cabeza con una escafandra en la que se espejeaba el sol hiriéndome la vista. Yo no supe de donde salieron aquellas voces. Me acerqué a la calle del Luciano a ver si por allí… y me choqué con otras cuatro motos más sencillas. Éstas sólo tenían dos ruedas, pero rugían tan sedientas de polvo como las otras. -¡Apártese que tenemos prisa! –insistió amenazándome con un acelerón algún extraterrestre de aquellos. Sin pensarlo más reculé hacia el umbral de la peña Los Formidables y les indiqué el paso libre con la mano. Unas tras otras fueron cruzándose en cremallera y arrearon hacia la Soledad envenenando el aire sano de aquella mañana azul. Volví al centro de las calles y me quedé mirando el color de azufre que salía de sus culos a ráfagas insistentes. Y pensé: -¿Esta gente algún día se encontrará con alguien? Difícil. Van siempre tan rápido. A lo mejor en el infierno, porque esas motos tan tremendas seguro que te llevan hasta allí -Me arremangué la camisa al estilo pueblo y me subí al pan. -Allí, amigo mío, a las once siempre hay gente que te espera.



José Antonio Pinel Martínez Arbancón. Semana Santa de 2011

sábado, 26 de febrero de 2011

TRES ESTRELLAS DE NUESTRO TEATRO

Arbancón, 1 de febrero de 2011

ACTO PRIMERO
-¡Tú, hoy no puedes entrar!- le espetó. Y se puso en jarras bajo el marco del vestíbulo. Como si aquel bendito se le fuera a rebelar. Un hombre que destila chorretones de humildad, acumulados día a día durante más de ochenta años. Si es un haz de sentimientos sueltos. No hay más que verlo. Mari Carmen lo sabía pero insistió:
-¡Ya lo viste ayer! Hoy tienes que dejar el sitio para otros. Además, vendrán de Cogolludo, de Monasterio, de Espinosa de Henares y, a lo mejor hasta de Guadalajara y de Horche. Así que coge tu almohada, vete a casa y cenas tranquilamente. Yo llegaré cuando termine- Marcelino agachó la cabeza que no tenía levantada, pero la inclinó aún más. Apretó su almohada contra el pecho y se echó a andar coronando la rampa hacia la antigua casa del cura. Al poco hizo un intento de volver la vista pero se contuvo. Yo le vi. Andaba cabizbajo, a paso lento, hasta que llegó a la puerta de la Señora Nati. Allí sí, con mucha parsimonia torció el rostro y el rabillo del ojo se clavó en la boca del Horno antiguo, local hoy rebosante de luz y de chiquillos, donde todos los años se representaba el teatro en fiestas. Adelantó un pie y el cuerpo se le vino hacia atrás. Las piernas se le iban pero el corazón y la cabeza tiraban de ellas como si fueran los ramales de la mula torda.
-Esta hija mía, ¡qué buena es! pero ¡qué dura!
-¡Qué va, hombre! Castellana y con necesidad de agua, como la tierra que nos vio nacer –le contesté. En ese momento alguna perla se le debió escurrir mejilla abajo porque miró al suelo y durante un rato hurgó con la punta de la zapatilla entre las piedras. Cargado de lentitud colocó la almohada en el pedrusco de al lado y él se sentó en la ancha, la de caolín blanco, la que recibía las glorias de la Claudia todas las noches de agosto. No pude más y me acerqué de cuatro zancadas.
-¿Qué pasa, hombre? ¿Hoy no te ha reservado la silla la primera actriz? –le pregunté.
-¡Qué va! No me ha dejado ni entrar –Y me miró. Tras un silencio
cargado de dudas trastabilló unas palabras:
- Es que yo… yo… yo cojo tres ¿sabes?
- ¿Que coges tres? ¡Anda la leche! Y ¿para qué quieres tantos
asientos? –le dije extrañado.
-Pues, mira. El de mi izquierda para Ángela, la nieta, el del centro
para mi y a mi derecha pongo la almohada.
-Y ¿por qué ocupas uno con la almohada?
-¡No me preguntes esas cosas, hombre! –Y me echó una sonrisa de las de pinche tunante.
- Bueno, a ti te lo puedo contar. Es que, mira, mi mujer la Flora siempre se sentaba a mi derecha. Desde que se la llevó Dios coloco su almohada en la silla y me imagino que está a mi lado. ¡Fíjate, recorro mi mano por la suavidad de la tela y me parece que la estoy acariciando! Cuando avanza la representación no lo puedo remediar y hasta lloro de lo a gusto que me encuentro. No paro de pensarlo: mi mujer a la derecha, mi nieta Ángela a la izquierda y enfrente mi hija, la Mari Carmen, moviéndose por las tablas. ¡Mis tres estrellas! ¿Qué más voy a pedir, si el cielo debe ser así? Es la escena más bonita de toda la obra. Luego, cuando me despierto en las noches de invierno las recuerdo a las tres y ya… la noche entera de un tirón. –En ese momento un vozarrón se perdió calle alante rebotando entre las paredes:
-¡Eh! ¡Señor Director! Que faltan cinco minutos y tienes que hablar antes de descorrer el telón- Era Mariano, un actor que suele ir de urgente. Volví con rapidez al teatro. En la puerta me encontré con los ojos de Paula, la estrella de la noche.
-¿Qué te decía mi padre? -Me preguntó, mientras arrugaba la nariz.
-Lo sabes mejor que yo –me la encaré- Tu padre dice poquitas cosas, pero todas cargadas de ternura. Tú le conoces bien- El rictus de sus labios relajó el encuentro, urgido por la hora ya cumplida de la actuación. El Director subió las escalerillas del camerino comunal, se dirigió hasta el escenario a tientas y se colocó entre dos ángeles oscuros que abrían el telón en forma de hornacina. A mi me lo parecieron. Luego resultaron ser las dos apuntadoras: Nani y Marimar. Se apagaron las luces de la sala. El silencio se extendió veloz entre todos los asistentes. Y los dos guardianes de la escena frenaron el recorrido del telón para no desvelar la sorpresa de los próximos segundos. El patio de butacas estaba lleno de caras, todas sonrientes. Algunas orgullosas de sus carreras de dientes alabastrinos. Cuando ya la oscuridad me fue resultando familiar y mis ojos se acostumbraron a ella decidí pausar mi pronunciación toda vez que iba trasladando la mirada por las filas de espectadores. La sala no estaba tan llena como me pareció al principio. Aquí un hueco, allá otro, a este lado, al otro y por el fondo se veían bastantes sitios vacíos. ¡No podía ser! El segundo día siempre era de llenazo. ¿Miguel Mihura resultaría demasiado complicado? ¡Qué sé yo! Seguía con mis felicitaciones a los actores y actrices por el esfuerzo que habían demostrado en preparar una obra de tal envergadura mientras estaban trabajando. Los ensayos a deshora, los enfados de maridos y esposas, las idas y venidas a Madrid en busca del vestuario que exigía el libreto… Me iba entreteniendo. De pronto me fijé:
-¡Coño! En segunda fila distinguí a Isa y a su lado su suegra, Teresa. La silla de su derecha también estaba vacía- y me sorprendí. Efectivamente, una almohada ribeteada con una cinta verde y cuatro borlitas en las esquinas se ajustaba a la perfección al cuenco anaranjado del asiento. Su mano derecha acariciaba cariñosa la lisura de la tela. Torcí la mirada hacia el lado de la pared y vi otro lugar desocupado en medio de la fila. Era la Paca, acompañada de su hija Adelina, la sevillana, que sujetaba un cojín amarillento sobre la silla contigua. Tres hileras más atrás estaba el Tomas junto a su hija, la Julita, y al lado otra silla vacía con una almohada bien mullida. Su mano se acercaba tímida en busca del sueño imposible, como si tuviera veinte años. Un chispazo me subió pecho arriba como una exhalación. Nunca supe por donde salió pues siempre se me olvida el pararrayos. Hice lo imposible por tranquilizarme. Estaba ante el público. Concentré la atención en las filas de la oscuridad y ya no pude más. La exclamación me brotó espontánea:
-¡Ahí va! Allí están la Ascensión y la María, juntitas y con una silla libre a cada lado – y me chillaron los oídos. Agucé todavía más la pupila y efectivamente: a la vera de cada una sobresalían los abultamientos de dos almohadillas de color celeste en sendas sillas vacías. Me entraron los nervios y me despedí:
-¡Que ustedes se diviertan!- Los aplausos, como de costumbre, sonaron estrepitosos. Uno de los ángeles negros corrió el telón y me preguntó:
-¿Está lleno, señor Director?
-¿Lleno? ¡A rebosar! –le contesté.


ACTO SEGUNDO
Estábamos de suerte. Ese año el 16 de octubre se celebraría en Arbancón El día de la Sierra y el señor Alcalde nos había pedido con antelación que representáramos de nuevo la obra. ¡Qué más quería la compañía que llevar a las tablas por tercera vez una pieza como Tres sombreros de copa! Nunca pasábamos de la segunda. Con el esfuerzo que costaba preparar una obra así. Desde horas tempranas el pueblo se vio inundado de visitantes. El colorido de jovencitas vestidas de alcarreñas, las botargas jacarandosas persiguiendo bandadas de chiquillos y varias rondallas de música te sorprendían gratamente por cualquier esquina. El olor de las rosquillas se arremolinaba por los rincones de las bocacalles. La compañía de teatro pensó que esa tarde tendría problemas por el escaso aforo del local. Con las justas llegábamos a doscientas localidades bien apretadas.
-¡Cuándo tendremos un teatro digno! -El eterno anhelo de tantas generaciones de actrices y actores como había engendrado nuestro pueblo.
En los Programas de los tablones callejeros, chincheteados en las escasas puertas aún viejas, se leía desde hacía una semana: Día 16 de Octubre, sábado, Representación Teatral de TRES SOMBREROS DE COPA. A las 18.00 horas. Pero esa tarde ya eran las dieciocho y media y el salón no superaba los dos cuartos de entrada. ¿Qué pasaba? ¿Creían que les íbamos a cobrar muy cara al entrada? ¿Acaso los foráneos no sabían que en el teatro de nuestro pueblo no se pagaba, que solo se colocaban unos cestillos en las manos de dos preciosidades de la Villa a la salida para que se depositara la voluntad, que cualquiera podía hurgar con los dedos haciendo algo de ruido entre las monedas y marcharse sin dejar dinero ni una pizca de voluntad? Miré a los asistentes, un poco nerviosos, y pensé:
-¡La gente que no va al teatro se pierde tantas cosas buenas de la vida! No sabe que allí de pronto te ríes a pierna suelta y al instante lloras a moco tendido, que estás tan relajado y en cosa minutos la intriga te anuda la garganta. Tampoco sabe que los actores te hacen gratis una fotografía de tus arrebatos y tus tristezas, de tus amores y tus fracasos. ¡Pobres! Si no saben eso ¿cómo van a saber lo maravilloso que es ir al teatro con una almohada bajo el brazo? ¡Nunca verán el amor invisible que regala el misterio de la oscuridad! ¡Ellos se lo pierden! –Ensimismado como estaba en su nube escénica un grito le sobrecogió de nuevo asentándole en la realidad del entarimado. Era Mariano, disfrazado otra vez de don rápido:
-Señor Director, algo hay que hacer. Actrices y actores llevamos todos atrezados más de una hora y la sala no se llena- Con paso decidido el director corrió a la plaza de la iglesia donde la gente escuchaba los grupos musicales de la zona.
-El teatro empezará en cinco minutos –Insistió con ímpetu por el micrófono- Si alguien desea presenciarlo que acuda enseguida. Luego la actuación no se podrá interrumpir- Algunos visitantes más gotearon durante unos minutos. Contados. Cuando llegaba a las puertas del teatro en la pared de al lado se recostaban varias personas con su almohada bajo el brazo. Los fui mirando uno a uno y ellos me devolvieron la súplica con sus ojos, uno tras otro.
-¡Que pasen todos!- y la sala casi se llenó.
Recorriendo estaban los dos ángeles el telón verde cuando salpicaron unas palabras más altas que otras buscando gresca en el lado derecho de la sala.
-¿Qué pasa señores del final? –pregunté a las tinieblas.
-Nada, que estos jóvenes ocupan su silla y quieren las de los lados libres para su comodidad –se oyó entre las sombras.
-No es verdad. Como sobran sillas en ésta pongo el mp3 de la música y en la otra el móvil, por si me llama –reclamó una voz prístina como el sol de medio día. El director hizo un esfuerzo por captar la escena con claridad y efectivamente, el joven circundaba una silla con su brazo derecho y hacía lo mismo con el izquierdo sobre otra. Al instante lo comprendí y me repetí:
-¡Pobre chaval! –A éste le ha dejado la novia y se viene al teatro a llorarlo. Ahora espera que otra nueva le llame por el móvil. Y se acopia una silla libre a cada lado ¡Cómo se nota la juventud! ¡A pares! Y allí se quedó con sus brazos de par en par, abrazando la esperanza y la desesperanza. El telón verde se descorrió de nuevo y la luz del milagro le iluminó la cara. No pasaba de los dieciocho.


ACTO TERCERO
El 2011 no podía empezar de mejor modo para nuestra compañía. El domingo 23 de enero estrenábamos en Madrid, en la Casa de Guadalajara. Nunca hubiéramos deseado lugar más selecto. La plaza de Santa Ana, el cogollito del arte dramático de la Villa y Corte. El Teatro Español delante, Calderón de la Barca vigilándonos de soslayo y la efigie de Federico García Lorca al final de la plaza deseándonos suerte con las manos abiertas. Seguro que algo nos oyeron. ¡Cuánto se reirían los Maestros de nosotros! Por fin el gélido día de encuentro entre arbanconeros abría las puertas del teatro. Y la sala se llenó en un santiamén.
-Señor Director, son las seis en punto- repitió una vez más el piquito de oro de don Rosario, harto ya de pasear sus canosas barbitas de rasputín por los pasillos del local. En segundos los dos mensajeros negros descendieron de los cielos y descorrieron el telón lo justo para la aparición. El Director acudió presto al milagro de la hornacina. Dio los pasos justos y se colocó al borde del acantilado.
-Señoras y señores ¡Buenas noches! –dijo y trazó una sonrisa amplia con sus labios. Un mar de ojos ansiosos se extendía hasta las profundidades de la sala. Sus cabezas se levantaban como repollos buscando el sol de amanecida. El discurso, ya aprendido de presentaciones anteriores, se repetía mecánicamente en boca del Director, permitiéndole combinar la dicción con la mirada. Y fue trasladando repetidamente la vista de un lado a otro, en un zigzag lento y obstinado, hasta que se topó con la negrura del fondo. En ese momento entró en juego la reflexión:
-¡Hay que ver! Ni un triste hueco en toda la platea. Estos de Madrid no entienden de emociones. ¡Con tantas prisas por llegar, entrar y coger un buen sitio, no saben lo importante que es la agradable caricia a una almohada para sentir la ausencia, estar feliz en la butaca y si es en una del rincón mejor!- Hundido en su fracaso retornó su mirada con desánimo recorriendo una tras otra las filas de espectadores y confirmando la derrota de aquella tarde teatral. Estaba claro, nuestro teatro era para personas sencillas del campo no para, administrativos, técnicos y empleados de la ciudad. Para gentes que celebran sus momentos felices con los vecinos, para gentes que posan el cojín en una silla liberada para el recuerdo, para gentes que aman con paciencia y con esperanza. ¿A qué coños habían venido a Madrid? Su escena estaba en el antiguo Horno del pueblo transformado en local teatral. Allí sí que había calor y compenetración entre público y actores.
La mirada del Director llegaba a las filas delanteras, cansada de buscar espacios vacíos o algún joven que acariciara el respaldo de un asiento libre. Terminaba el recorrido, pero nada. De pronto, justo a sus pies, se dio de bruces con el Marcelino. Estaba él solito con dos sillas a su derecha. Las únicas libres de toda la sala. Su nieta, Ángela, jugaba con una amiguita al otro lado del pasillo. El Director había terminado su discurso pero sus pensamientos aún nadaban entre los surcos del berzal. En este momento el Presidente de la Casa de Guadalajara, don José Ramón Pérez Acevedo se entretenía en el estrado con la entrega del carné de Socio Honorífico al alcalde, don Gonzalo Bravo. Un pensamiento corrió por su mente con la velocidad de una ráfaga estelar. Hizo un gesto de disculpa y abandonó el borde del precipicio desapareciendo entre las bambalinas. Cruzó el comedor, el bar de las disputas de media tarde, un pasillo, otro pasillo, dio la luz en un tercero y por fin agarró con firmeza el picaporte de la puerta.
-¡Joder! ¡Está cerrada! -saltó
Un tanto dudoso, miró al letrero de los cristales y lo confirmó PRESIDENCIA. Era allí. No se había equivocado. Al dejar unos trajes por la mañana había visto una almohada roja de terciopelo sobre el magnífico sillón en el escritorio.
-¿Y quién tendrá la llave? ¡El señor del bar, seguro!- No había tiempo que perder. Por entre las cortinas se filtraba la voz menguada de Gonzalo, hombre de palabras justas, que pronto daría fin a su discurso.
-¿Dónde puñetas estará la llave?- A los tres segundos pensó:
-A ver, tranquilízate. Mira en tus bolsillos que a lo mejor la tienes tú. Te la dejaron esta mañana ¿recuerdas? -Rascó en uno, rascó en otro y nada. Se quitó la chaqueta azul marino y la puso patas arriba. Efectivamente la llave se descolgó saltarina por el entarimado. Abrió rápido y en dos zancadas llegó al sillón. Extendió su mano derecha y… ¡ni rastro de almohada! El terciopelo no se veía por ningún lado.
-¡Que le den mucho al Marcelino, a sus cariñitos con la Flora y a sus tres estrellas! Esta noche no tienes almohada, amigo. Verás el teatro a palo seco– Salía refunfuñando de la Presidencia mientras oía a lo lejos de boca del alcalde:
-¡Que ustedes lo pasen bien!
Y apretó el paso. Cuando llegó a su posición en el proscenio desde donde daba la entrada a todos los actores, Don Rosario ya estaba enseñando la habitación del hotel a Dionisio, su cliente. Se tranquilizó. Cogió su libreto y buscó la línea exacta del diálogo. Al poco miró por una de tantas heridas que había sufrido el decorado con los traqueteos del camino. Adrián se mostraba más seguro que nunca y Mariano no se echaba atrás inventando frases similares a las del texto.
-Esto va- murmuró - Cada uno en su estilo, pero va- Cuando intentó una segunda mirada furtiva se quedó tan sorprendido que levantó la cabeza, como las gallinas cuando beben agua, para confirmar que era cierto lo que había visto. Al instante volvió a cuchichear por el agujerito. Y repitió varias veces.
-¿Jose, qué miras con tanta insistencia?- le preguntó Paula, la protagonista.
- Nada, un espectador que por fin se encuentra en la ciudad tan feliz como en el pueblo.
Mari Carmen buscó otra fisura del papel, curioseó la escena y se admiró al tiempo que sonreía. Allí estaban los dos, en primera fila. A la derecha el Presidente de la Casa de Guadalajara, jugueteando con una cadenita de la que pendía una llave. A la izquierda su padre, el Marcelino. Y en la silla del medio la almohada rosa de terciopelo esperando la caricia de una mano que no tardaría en llegar. Estoy seguro. El Director le dijo a Paula:
-Mari Carmen, creo que sí ha valido la pena representar en Madrid.
-¡Mucha mierda, dire! -le contestó. Y entró a escena como una bala.

Telón

José Antonio Pinel Martínez

viernes, 2 de enero de 2009

EL DOMINÓ DE MARRAS


EL DOMINÓ
DE
MARRAS

Dedicatoria
A los jugadores de dominó
de Arbancón



ÍNDICE
Capítulo I: En las Candelas de 1.960
Capítulo II: El bar de Serafín
Capítulo III: El pito doble y la blanca doble
Capítulo IV: La partida que nunca se jugó
Capítulo V: El dominó de marras
Capítulo VI: La sonrisa de Carlos Capítulo
VII: ¡Por fin!
Capítulo I
En las candelas de 1.960

Al muchacho le encantaba sentarse junto a su padre y verle jugar al dominó. Los golpes secos y repetidos de las fichas, estampadas contra el mármol, resonaban por todo el salón del señor Marcelo y en su estómago se producía un remolino de emoción irrefrenable. Los domingos, después de misa, llegaba al bar con el recado de su madre "Ve y dile a tu padre que el arroz estará en cinco minutos". Pero en cuanto le veía sentado frente a las siete fichas se le olvidaba todo. Arrastraba una silla y se colocaba a su lado. Juntaba las manos entre sus piernas y se disponía a vivir infinitas emociones. Aquellos cuatro hombres tan grandes, sentados alrededor de un velador tan pequeño y adornado con un cerquito de oro, le parecía que estaban celebrando un acto tan sagrado como el que acababa de oficiar el cura.
El salón del "tió Pelón" -como todos conocían al señor Marcelo- tenía dos espacios rectangulares: uno amplio y diáfano donde los jóvenes bailaban los domingos y se hacía teatro en las fiestas de invierno; allí se formaban los futuros matrimonios y se proyectaba la vida continua del pueblo. En el otro los hombres jugaban, bebían y fumaban; también se hablaba de los trabajos del campo y, a escondidas, de las peripecias y venganzas de la guerra. Tanto uno como otro constituían un abrevadero donde colmaban su sed las gentes sencillas de Arbancón.
La partida ejercía tal atracción que muchos de los asistentes se posaban a su alrededor con el vermú en la mano, formando una muralla de protección sacramental. Pero la emoción crecía cuando, a medio juego, su padre estrechaba en el cuenco de su mano izquierda las cuatro fichas que le faltaban por poner, se removía un poco en la silla y formaba un gancho con el dedo índice derecho para sacar la siguiente. El chiquillo hacía lo mismo: con mucho disimulo se recolocaba en su silla, apretaba sus piernas y con gran expectación se frotaba la manos. El señor Román, el contrincante de su padre que estaba a su izquierda, le cruzó una mirada seria de reojo y el muchacho se quedó clavado. El otro contrario, el señor Benito, el del abuelo Anselmo, cogió también sus fichas en la mano; pero ya daba igual, su padre había sido el primero en colocárselas en la palma de su mano y seguro que ganaría. Sólo faltaba una cosa: que también fuera el primero en hacer bailar sobre el mármol la última ficha. Si eso sucedía el chaval sabría que el juego estaba ganado. El turno iba pasando y los golpes se iban sucediendo con mayor seguridad sobre el velador. Su compañero, el señor Francisco, el cartero, dudó unos instantes y colocó una ficha con muchos puntos negros –luego supo que había sido el seis doble- Nadie lo notó, pero el chico sí se percató del signo de aprobación que había hecho su padre a la ficha de su compañero y un brote de alegría ascendió rápido por su garganta hasta las mejillas. Otro golpe recortado salió de la mano del Román, acompañado de un resoplido. Ahora le tocaba a su padre. Y se quedó dudando.
–Si no hay nada que pensar"-se dijo el crío- que coloque una y que haga girar la última.
Pero su padre puso el codo derecho en la mesa, apoyó su mentón en la horquilla de su mano y se quedó clavado mirando la espina dorsal que dibujaban las fichas en medio del mármol blanco.
Era tiempo para pensar, así que paseó la vista por los cuatro jugadores y después la extendió por el campo de batalla. Tan centrado había estado en el juego que no se había dado cuenta de que cada luchador tenía su escudero: junto al Benito estaba su hijo, el Beni, sentado a esparrancón contra la silla, pues ya de chico presentaba signos de grandullón; al lado del Francisco en una banqueta su chico mayor, el Jaime; a la derecha del Román, hundido en la silla y asomando su cabeza de la camisa como si fuera un champiñón se averiguaba al Joaquín; después estaba él junto a su padre, el señor Teodoro. Por un momento sintió que, en vez de festejar las Candelas de 1.960, lo que se celebraba era un torneo como el de Ben-Hur y los timbales de la prueba final estaban a punto de sonar. Notó que su padre abría lentamente la mano para sacar una ficha. Agachó la cabeza, cerró los ojos y apretó de nuevo sus piernas contra las manos. El padre le miró y le tranquilizó con una sonrisa de soslayo. Cogió una ficha y dando un golpe seco dijo:
-¡Cerrao! ¡coño!
Se dirigió a su hijo y le dio su última ficha:
-Anda, báilala tú- añadió. Tiró de la silla y se levantó a la vez que le decía:
-Vámonos, que hoy comemos en el callejón
En ese instante recordó que había venido a decirle que el arroz se estaba pasando. El crío intentó bailar la ficha haciéndola girar con el dedo índice y el pulgar, pero la ficha no le obedeció, se cayó al suelo saltando entre las patas de hierro forjado del velador. Se agachó y vio que el chico del Cartero recogía otra entre las patas de la silla. Cuando ya la tenía en su mano, le preguntó:
-¿Y ésta, qué ficha es, padre?
El señor Teodoro le contestó:
-¿Cuál va a ser, hijo? ¡El pito doble! Esa ficha trae suerte. El muchacho la contempló, cerró la mano y se la guardó en el bolsillo, mientras se decía para sus adentros "Yo no veo pito por ningún lado, pero si mi padre lo dice..." Cuando ya se iban, volvió la vista hacia la mesa y se dio cuenta que el Jaime, el chico del Francisco, también se guardaba otra.

Capítulo II
El bar de Serafín

Había que comer deprisa. Si llegabas después de las cuatro ya no jugabas. Tomabas café y te tocaba ejercer de mirón. Y ese oficio te producía una enorme sensación de desperdigado por el bar. ¡Allí se iba a jugar! aunque ahora en verano a veces se formaban dos partidas y convenía esperar. El bar del Serafín era grande pues allá por los años sesenta los hombres del pueblo, yendo de hacenderas, lo construyeron para ser las casas de los tres maestros, pero la educación y la cultura y, sobre todo la miseria del país, dieron paso al sentido común y la inteligencia cedió gustosa el lugar a los placeres del cuerpo. El juego permitía desarrollar las virtudes creativas de cada persona y aportaba un rato de placer y de esparcimiento a la vez que borraba algunas de las rayas negras de la vida como el tedio, la soledad, la tristeza e, incluso, la viudez.
Cultura, virtud y diversión iban de la mano en este bar, conducidas además por un maestro manco, como es Serafín, que prefirió los amaneceres líricos de su pueblo a los atardeceres sinuosos de copas en la ciudad. Algunos le miraban con mirada torva, proyectando en sus ojos una sensación de fracaso, y él les devolvía pura dignidad humana:
-¿Qué whisky preferís?- les decía- tengo DYC, JB, Chivas…
Y dejaba caer un toque de humor, ondeando por el aire la manga suelta de su medio brazo, mientras añadía:
-Ahora mismo os lo sirvo
Pero el bar de este solterón a las cuatro y media de la tarde de un verano de principios del siglo XXI se convertía en un respiradero de amor vecinal. Sorbías despacio el café de tu taza y, de pronto, un sobresalto proveniente de una de las mesas del fondo:
-¡Órdago!- se oía.
Otra voz ronca se precipitaba:
-¡A que te quiero!
A unos instantes preñados de silencio los seguía un comentario tímido de otro compañero:
-Pero… ¿cómo le vas a querer con eso?
Y notabas que la duda pululaba en el ambiente, suspensa entre las nubes de humo, hasta que un tercero confirmaba:
-Sí, hombre sí, ¡quiérele!
La indecisión se mantenía en vilo. Y, tras unos instantes, el primero daba un puñetazo en la mesa y confirmaba con seguridad:
-Mira… ¡que sí! ¡ que te quiero!
y tiraba sus cartas sobre el tapete verde, como tributo de su declaración de amor. Los comentarios sobre la jugada se atropellaban unos sobre otros mientras parte de los mirones que andaban sueltos por el bar basculaban por inercia hacia el rincón de la partida de mus, como atraídos por un imán.
En la primera mesa de la entrada, seguía constante el golpeteo de las fichas negras de dominó sobre la formica blanca -invento de los años setenta- de las mesas. Cuatro hombres jugando y otros tantos mirones, anclados en los palcos de las esquinas que les supervisaban las jugadas. Junto a la ventana se apostaba Mariano en actitud de patrón del dominó; de espaldas a la entrada Emilio, el de Humanes, que siempre llegaba el primero y siempre cogía el mejor sitio; pierna sobre pierna y un tanto ladeado se colocaba el otro Emilio, el de la Macu, fumando un farias. Era éste un hombre sencillo, picarón y de mirada torneada. En el dominó le gustaba rodearse de una aureola como si fuera empresario del juego. De su boca salían continuas nubes de incienso cubano que no sabías si pretendían atontar al contrincante o hacer publicidad de Fidel Castro. A su espalda siempre se arremolinaba un puñado de aprendices. Cerraba el cuarteto Felipe, que colocaba sus manos alrededor de las fichas, como acaparándolas. Las quería proteger pero lo que conseguía era exponer sus uñas ribeteadas de negro, que más que manejar fichas lo que pedían a gritos era un azadón y marchar a la huerta a quitar el agua a cualquiera que regara más abajo. La partida presentaba aires de internacionalidad: allí competían pueblos y comarcas, esto es, Espinosa y Algete contra Humanes y Arbancón. El nativo era Felipe Vacas. Algunos se reían de él pero lo llevaba con gusto porque sabía que, en el fondo, todos deseaban que ganara. Al fin y al cabo, estaba defendiendo el pabellón de la Villa. Al principio ponía las fichas muy alegremente pero, según avanzaba, los lapsos de tiempo se hacían más largos y a Emilio, su compañero, se le veía soplar con mayor insistencia. Al tercer resoplido trataba de disimular sus nervios, miraba por la ventana y soltaba cualquier perogrullada incongruente:
-A lo mejor llueve mañana- cuando lucía un sol espléndido.
Dos mesas más allá se jugaba al tute. Luis, el Gafas, daba las cartas a Eustasio, a Raúl el de la Julia y a Moncho, el distribuidor del gasoil, que ahora le dio por venir de Espinosa a jugar a Arbancón. Con el tiempo se supo que a lo que realmente venía era a decirnos que había vendido la gasolinera, que tenía mucho dinero y que no sabía qué hacer con él. El Gafas debía de ganar con frecuencia pues siempre estaba dando las cartas. Cuando repartía te miraba, pero como sabías que no te veía, tú seguías a lo tuyo. A veces terminaba de dar y te seguía mirando, como si te dijera:
-¡No te veo, pero adivino lo que llevas, jodío!
En el centro del salón otros dos cercos de jugadores de mus se devoraban a miradas, buscando de refilón las señas del contrario. Y allá, pegados a la otra ventana, se reunían los amantes de la palabra. Formaban una tertulia un poco destartalada: la mayoría de los días no tenían ni mesa, pero resultaba acogedora. Los más fieles eran el Juan de la tía Nieves, un hombre pacífico y con mucha retranca para revirar el discurso con suavidad cuando se adentraba por caminos oscuros, Santiago el Cordobés un chico amable pero de dicción enrevesada y Carlos, el del Chato, que hablaba de todo con ligereza, y cuando menos lo esperabas, te soltaba un ¡me-caguen…! que te hacía temblar el cuerpo y el alma. El parlamento era muy liberal y resultaba acogedor para los mirones. Siempre había dos temas recurrentes: en invierno "las olivas" y en verano "el regadío" cuyo sistema de turnos había sido superado últimamente por el de aspersión. De las dos cosas tenías que entender, si no allí no pintabas nada.
A las cinco de la tarde todo el bar bullía como una locomotora: el alboroto momentáneo daba paso al silencio tranquilo, la carcajada rompiente alternaba con la riña espontánea del compañero, el golpe de las fichas se sucedía con una cadencia de perfecto tempo musical y las miradas del Gafas iban y venían sin despertar sospecha. El suelo estaba sembrado de copas consumidas y tazas de café vacías. Todo el mundo hacía el amor con el juego o decía al contrario que le quería, y el bar se convertía en un placentero diván de hombres en una siesta común, donde la única cama era un tapete verde de cuarenta por cuarenta sobre la mesa. Entonces, Serafín recostaba su muñón en el mostrador y se fumaba un Ducados sonriendo placenteramente al espectáculo y despreocupado de que se le viera su coro de dientes bastante ennegrecidos. Nadie lo decía pero todos se identificaban con él: era el cigarro universalmente conocido como "el de después". La escena tocaba sus últimos flecos cuando un exabrupto "¡me-caguen-el-copón…de la baraja!", al que le seguía otro"Carlos, ¡no bebas más, coño!", que salía de algún rincón, rompían la paz de la tarde de sábado-sabadete. A partir de ese momento cada partida descendía amablemente hacia su final, diluida en su propia dinámica creativa.

Capítulo III
El pito doble y la blanca doble

A las 5.30 horas de la tarde llegaron los de la-siesta-en-casa, Joaquín y Raúl.
-Ya somos tres. Si viniera otro…, aún echábamos una partida, que la tarde es larga- pensó el mirón de turno.
-¡Ahora baja el Beni!, que acaba de llegar de Madrid- dijo
Joaquín y se fue directo a la barra a pedir un café. Miró a Raúl y ejerció de primo más mayor:
-Así que vete preparando el otro dominó
Raúl, que ya tenía su copa de Ponche servida en el mostrador, se metió en el entarimado del bar y alcanzó la caja del segundo juego, con algunas fichas desdentadas por las esquinas. Se dirigió a la mesa del centro del bar, corrió la tapa de la caja y dejó caer las fichas sobre la formica. Las contempló unos instantes, cogió una y, sin más, se la guardó en su bolsillo izquierdo. Del derecho sacó otra y la mezcló con las demás. Después de ponerlas todas bocabajo, las acarició como si fueran sus hijas y se fue al mostrador diciendo:
-Por mí, cuando queráis- y se bebió un traguito de ponche.
Jose, que le había seguido toda la operación, se acercó a la parva de fichas extendidas, levantó la que había dejado Raúl y se quedó mudo: "¡era la blanca pito!" la misma que tenía él manoseando en su bolsillo y que estaba dispuesto a cambiar como también solía hacer con cualquier excusa antes de empezar el juego, porque su padre le dijo que traía suerte. Y se quedó muy pensativo. Ni por un momento se le ocurrió pensar que su compañero hacía trampa, como tampoco lo pensaba cuando él la cambiaba: las fichas eran iguales y simplemente sacaba una y metía otra. Había jugado muchas veces con Raúl pero nunca le había visto cambiar una ficha y menos esa. Se acercó a la barra y dijo:
-Yo quiero una copa de coñac, pero que sea doble. ¡Uno no gana pa sustos!
En ese momento llegó el Beni, saludó a todos y miró a Serafín:
-A mí, ponme un Cacique con coca-cola, que hoy Joaquín y el menda les vamos a dar un repaso a esta pareja de espabilaos que siempre quieren ir juntos.
Cada uno cogió su copa y se dirigieron a la mesa del centro. La mayoría de las partidas habían terminado y se sentaron a sus anchas. No levantaron ficha pues las parejas se daban por supuestas: Joaquín y el Beni contra Raúl y Jose. Cada jugador escogió siete y elevó su muralla protectora hasta que el seis doble abrió el juego. El ruido seguido de las fichas golpeadas contra la mesa se repetía constante como el único lenguaje del salón. Uno ponía la tres-cinco y el otro la tapaba con el cinco-dos; el siguiente volvía a tapar con el dos-cuatro. De vez en cuando el silencio generaba brechas de inseguridad. En esos instantes, los luchadores extendían su mirada contemplativa por la arena y renovaban su estrategia, cambiando de posición algunas fichas de su cerco particular con la intención de descontrolar al enemigo. Había que abrir puertas a la mano. Eso era lo fundamental.
La jugada tendía a su fin. Joaquín hizo un medio gesto de contrariedad y colocó la seis-blanca en una punta. A Raúl se le presentó la ocasión ideal para cerrar con su preciada blanca pito. En cuanto se percató de que ganaba el juego, tiró de la ficha y lo hizo con tal rapidez que se le cayó. La ficha fue saltando antojadiza hasta los pies del contrario. El Beni intentó acercarla con el zapato y la pisó. Al pulsar el boliche negro del centro la ficha se abrió en dos mitades y el Beni se quedó mudo. De una de ellas salían dos lengüetas que se debían de encajar en la otra mitad, casando perfectamente.
-¡Coño! -dijo- ¡esta ficha está embrujada!
A Raúl, que estaba a su lado, le saltaban los ojos de las órbitas. Se agachó y cogió las dos partes de la ficha. Cuando las puso sobre la mesa susurró asombrado:
-¡Ahí va, la hostia!- y se puso rojo como un tomate. A su primo Joaquín se le salía por momentos el cuello de la camisa.
-¡Si no lo veo no lo creo!- añadió
Los cuatro jugadores se levantaron y la contemplaron cada uno desde su lado del cuadrilátero. De forma instintiva Jose se llevó la mano al bolsillo derecho donde siempre guardaba la ficha de la suerte que le dio su padre hace cuarenta años. A tientas apretó con el dedo pulgar el botón del centro y... ¡también se le abrió en dos! Antes de que se separara del todo apretó en los extremos y la ficha se volvió a cerrar. Sin darle tiempo de comentar sus sensaciones dentro del bolsillo, Raúl que estaba lívido, dijo:
-¡Mirad, mirad chicos! ¡en una de las lengüetas se ve algo
escrito!- Los cuatro agacharon sus cabezas hasta toparse unas con otras justo encima de la miniatura de la ficha. El Beni, que tenía una vista de lince, leyó: "¡Que tengas suerte mañana en la batalla! El Ebro, 24 de julio de 1.938". Los cuatro se miraron y el asombro petrificó sus caras. Joaquín, que se mantenía más tranquilo, la dio la vuelta y en la otra lengüeta se notaba un dibujo. Era la silueta de una persona: una cara con su gorra de militar.
-Se parece a tu padre, Jose- dijo Raúl riéndose. A su compañero de partida no le hizo ninguna gracia, pero inmediatamente dio la vuelta a la media ficha y se sobrecogió cuando vio que era el pito. Y pensó para sus adentros –"¡pues claro que puede ser mi padre!"- Rápidamente se metió la mano al bolsillo y sacó la ficha que guardaba en él: ¡era otra blanca pito! Y la dejó sobre la mesa con mucho cuidado.
-¡Sois unos tramposos! ¡No juego más con vosotros! vociferó el Beni y se levantó de la silla haciendo ademán de marcharse.
-¡Mentira! ¡Ni Raúl ni yo somos tramposos!¡También vosotros estabais presentes en la partida de aquel año en el salón del tío Pelón y visteis cómo nos las regalaron nuestros padres! –le gritó con
rabia Jose, mientras apretaba en el botón del centro de la ficha que generosamente se abría en dos. Los cuatro, más sorprendidos si cabe que antes, volvieron a agachar sus cabezas juntándolas a escasos centímetros sobre la ficha. Y leyeron al unísono: "¡Que tengas suerte mañana en la batalla! El Ebro, 24 de julio de 1.938"
Joaquín dio la vuelta a la media ficha y en la otra lengüeta también se veía un rostro militar y dejó caer:
-¡Pues éste sí que es mi tío Francisco! ¡Tu padre, Raúl! Efectivamente, raspó con la uña por debajo de la silueta y allí estaba escrito"Artillería", el cuerpo en el que había servido su tío. Jose cogió la parte que tenía el pito, donde estaba la cara de su padre, y la unió con el pito de su otra mitad. Encajaban perfectamente.
-¡Coño! ¡El pito doble de la suerte, al que se refirió mi padre! exclamó en voz alta. Raúl hizo la misma operación y añadió:
-¡Arrea! ¡ésta es la blanca doble que mi padre le regaló a mi hermano Jaime en aquellas Candelas de 1.960!

Capítulo IV
La partida que nunca se jugó

Las piezas del puzzle iban casando. De momento los dos tenían las fichas con las que sus padres ganaron la célebre partida de marras. La razón de sus triunfos comunes se empezaba a vislumbrar. Pero quedaban aún muchas preguntas sin respuesta: ¿por qué esas fichas traían buena suerte? ¿por qué estuvieron tan seguros sus padres de que con ellas ganarían? y ¿por qué ellos se las mezclaron antes de la batalla del Ebro? Ninguno de los dos se aclaraba cuando se formulaban estos interrogantes. La duda, el misterio y la distancia de los hechos en el tiempo les creaban un cierto grado de ansiedad. Por otra parte ¿a quién podrían preguntarlo si la mayoría de los coetáneos de sus padres habían fallecido? Cuando se juntaban a tomar unas cañas en el bar ponían sus fichas encima del mostrador, las contemplaban con nostalgia y las hacían girar con sus dedos como si les fueran a dar las soluciones cuando se pararan. Se bebían las cañas, se repetían mutuamente"tenemos que descubrir este misterio como sea" y se iban a casa con el mismo nudo en la garganta.
Aquel verano de 2.008 llegaba a su horizonte y no se divisaban soluciones. En la semana de las fiestas se celebró, entre otros, el tradicional concurso de dominó y Raúl y Jose participaron conscientes de que podían ganar. Habían llegado a la final y tenían enfrente a Carlos, el de la Marisa, y a Tomás el de la Vitorina. La partida se jugaba en la mesa del fondo del Chiringuito de verano, buscando el frescor de la piscina. Carlos vestía su eterno pantalón azul de obrero en paro y se acompañaba de un puro de los que guardaba de las bodas. Tomás era un hombre que chorreaba bondad y cuando te decía "muévelas tú, que a mi me tirita el pulso", en silencio dabas gracias al cielo por tener un vecino así. Las fichas ya estaban extendidas sobre la mesa y los dos amigos hicieron el cambio como de costumbre en un descuido de sus contrincantes. Nada más cogerlas, el Tomás empezó a manosear con cierta insistencia una de las siete. Algo extraño tenía para él aquel pito-doble: la miró repetidamente, la intentó doblar con los dedos, con disimulo se la llevó a la nariz para olerla y, por último, la hizo sonar en el borde de la mesa.
-¡Venga! sal, si tienes el seis doble y déjate de manoseos- le pinchó Raúl. Tomás le sostuvo la mirada y dejó escapar una sonrisa sarcástica:
-¡Yo también tengo otra igual que ésta! ¿qué os creíais?- se metió la mano al bolsillo del pantalón y sacó el seis-pito.
- Y como éstas debe haber muchas repartidas por el pueblo- añadió.
-¿Qué has dicho?
-Pues eso, que tiene que haber más de veinte fichas de éstas por ahí- recalcó. Ninguno de los tres daba crédito a lo que oía.
-Cuéntanos eso de que hay muchas fichas repartidas por ahí- insistió Raúl. El Tomás les miró complaciente, puso
cara de misterio y les hizo ademán de que se acercaran para hablar bajito:
-En el pueblo siempre hubo mucha afición al dominó. Cuando empezó la guerra de 1.936 el alcalde, el Sr. Anastasio Monge, cortó una rama del olmo de la Iglesia, la hizo trozos y se la llevó al maestro, D. Santiago, para que los chicos hiciéramos por las tardes las veintiocho fichas de un dominó. El trabajo nos duró varios meses de escuela. Luego a cada hombre que se iba a la guerra, a uno u otro bando, el alcalde le regalaba una ficha, le decía que se acordara de su pueblo y le deseaba suerte antes de partir. Los que devolvían la ficha después de la guerra habían tenido buena suerte y los que no estaba claro la que habían corrido.
Los tres escuchaban atónitos el relato de la historia real que el pueblo vivió en aquellos años. Carlos, que tenía el puro apagado hacía rato, saltó inmediatamente:
-Y ¿cuántas fichas del dominó se lograron reunir después de finalizada la guerra?
-Se llegó a recomponer casi todo el dominó. Me suena que sólo faltaron cuatro: el cinco-doble, el cuatro-doble, el tres-doble y el dos-doble- le respondió.
-Entonces... si aquí hay tres y faltaron cuatro... en algún sitio del pueblo tienen que estar las otras veintiuna- razonó mientras
terminaba de contar con sus dedos. Raúl estaba tan absorto en lo que oía que parecía ido. De pronto le avasalló:
-¿Y cómo es que mi padre y el Sr. Teodoro tenían una ficha compartida? El Tomás miró a los dos jugadores, se colocó
la mano izquierda en su boca haciendo embudo para que sus palabras no salieran de allí y siguió narrando agachado y casi en silencio:
-Todos sabíamos que los dos estuvieron en el Ebro. A los pocos días nos enteramos de que a tu padre le había explotado el cañón que manejaba. Más tarde se dijo que algunos trozos de metralla le fueron a la pierna y por eso se quedó cojo y que una esquirla le alcanzó en el pecho a la altura del bolsillo de la camisa, justamente donde guardaba la ficha de dominó. En el pueblo se corrió que si no hubiera sido por la ficha le hubiera atravesado el corazón. Por eso esa ficha traía buena suerte y ellos, que habían estado juntos, la guardaban como un tesoro. Después solían jugar de pareja y casi siempre ganaban.
Las fichas seguían en pie y parapetadas sobre la formica de la mesa del chiringuito. La partida estaba aún sin empezar. En ese momento pasó el encargado de los trofeos de la fiesta y preguntó:
-Bueno, ¿quién ha ganado? Es para sumaros los puntos.
El Tomás le miró y sonriendo le dijo:
-¿Qué cosas preguntas, coño? ¿Pues, quién va a ganar? ¡La vida es la que gana siempre! Así que dale los puntos a éstos que son más jóvenes.
De pronto Jose, que estaba medio ausente por tantas cosas que daban vueltas en su cabeza, le volvió a susurrar en voz baja:
- Oye, ¿y quiénes fueron los que no devolvieron su ficha?
-¡Ay, Jose!- le respondió- Eso lo tenéis que averiguar vosotros. A mi generación le tocó hacer la guerra; a la vuestra os toca hacer justicia y escribir la historia.
-Si es así, no le des los puntos a nadie, chaval. Que la partida quede nula y ya la jugaremos algún día- dijo emocionado al del
cuadernillo. Al oír aquello, al muchacho que apuntaba se le cayó el bolígrafo y se agachó a cogerlo. Cuando se levantó los cuatro habían desaparecido.
Capítulo V
El dominó de marras
Pocas tardes largas le quedaban al verano. Había que darse prisa si querían aclarar el embrollo antes de marcharse. Además, la fiesta estaba en puertas y el pueblo se volvía loco durante cuatro días y cuatro noches seguidas. Por si era poco también la fiesta religiosa le afectaba a Carlos, pues su sobrina, Rosa Mari, era la Mayordoma de la Virgen ese año. Pero él, que se pasaba el día haciéndose útil de un sitio en otro, siempre iba rumiando sobre el paradero de las fichas de aquél histórico dominó. ¿Dónde estarían? ¿en qué casas y en qué baúles se esconderían? y las cuatro que desaparecieron entonces ¿podrían dar con ellas ahora? Sumido estaba en estas preguntas mientras desayunaba, cuando sonó el timbre de su puerta. El sonido repentino le hizo saltar y el bollo que tenía entre sus manos desapareció en el fondo del tazón en medio de un charco de café.
-Esta Marisa, cada año hace los bollos más finos- pensó y se dirigió a la puerta. Era el Tomás. El sol que le daba de espaldas no dejaba ver su cara, pero a su edad le bastaba con ver la silueta para identificar a la persona que había dentro. Como buen fisonomista conocía a todos los vecinos por cualquier detalle: las espaldas, los andares, los remolinos del pelo, la voz, la cerveza que dejaban en los vasos del bar, etc.
-¿Qué quieres? –le preguntó
-Si me escuchaste bien, os dije que el que volvía del frente traía su ficha. Es muy posible que todas estén juntas y guardadas en algún sitio del pueblo. El problema lo tendréis con las cuatro de los desaparecidos- le soltó.
-Mira, déjame en paz que me estás jodiendo los pocos días que tengo de vacaciones. ¡A mí qué leches me importa ese maldito dominó!-
refunfuñó. Tomás sabía que no era verdad lo que decía y que andaba todo el día con la mosca tras la oreja. Si Carlos era buen fisonomista de comportamientos él ya lo era hasta de los pensamientos. Los años enseñaban mucho. Mientras cerraba lentamente la puerta dejó caer:
-Si necesitas algo, ahí estoy con la Vitorina, que está pachuchilla-
Se sentó frente al tazón y dio fin a los tres bollos que quedaban en el plato. Se pasaba la servilleta por la boca cuando entró su sobrina y le propuso:
-Tío, a ver si luego a las doce me ayudas a cambiar el manto de la Virgen
-¡Tío..., tío..., tío....! ¿no sabéis pronunciar otro nombre?
Remarcó en un tono de enfado aparente.
-Es que tiene puesto el manto ese tan antiguo. Es el más bonito pero la queda corto, y se lo tenemos que cambiar para el día de la fiesta-
Rosa Mari era una chica esbelta y muy alegre, del corte de su padre. Adornaba su cara con unos bucles graciosos que parecían esconder perlas entre los rizos a la espera de que algún duende se los rebuscara. Conocía bien a su tío y sabía que con una sonrisa era incapaz de negarla un favor y menos si de la Patrona se trataba.
La Virgen de la Salceda era rica en vestidos y mantos pues desde antaño los feligreses pudientes se los iban regalando. Pero éste tan antiguo era una auténtica joya. Un estampado de rosas rojas se distribuía por el amplio manto de seda de color blanco marfil como si fuera el huerto del Edén. Todo el perímetro estaba bordado en oro, secuenciando una serigrafía de ochos dorados que reflejaban el sol en los ojos de los feligreses cuando lo lucía en la procesión. El manto se remataba en un dosel de encaje de filamentos en oro viejo. El pueblo entero, orgulloso, acudía a la procesión para admirar la belleza de su patrona, la Virgen de la Salceda. Pero el manto ocultaba un pequeño problema: le estaba algo corto por su parte delantera. Y tenía su porqué. Sólo unos pocos conocían el secreto: el manto perteneció a la Virgen de Las Candelas, la patrona de invierno del pueblo, pero su imagen desapareció en la guerra -hay quien dice que la quemaron en la Zarzabala- y la de La Salceda heredó los vestidos de su hermana Candelaria.
A las doce menos cinco ya estaban los dos ante la peana donde la colocaban para la novena. La bajaron a las andas para trabajar a gusto. Con mucho cuidado la sobrina le sacaba los alfileres que prendían el manto al pelo de la imagen. Su tío lo sujetaba por el borde de atrás para que no se arrastrara y, con delicado esmero, iba recogiendo todo el bordado que colgaba. De pronto notó algunos pequeños bultitos por dentro de la costura y se extrañó.
-Espera espera, Rosa, que aquí se han metido algunas piedrecillas sueltas- dijo. Carlos recorrió de nuevo con sus dedos todo el borde
del manto a la vez que su cara se iba poniendo blanca por instantes.
-¿Te pasa algo, tío?-preguntó la muchacha.
-Nada, hija. Con la Virgen al lado ¿qué me va a pasar?- respondió, tratando de mostrar seguridad. Sus manos seguían palpando el borde del manto. De pronto levantó la cabeza:
-Oye, ¿a ti que te parece que es esto?- La joven se acercó detrás de la imagen, asió el manto que sujetaba su tío y empezó a palpar a lo largo del borde inferior.
-Parecen pequeños trocitos de madera, separados- dijo
-Tócalos en el centro- le sugirió. Rosa hizo caso a su tío y en seguida notó que tenían un pomito saliente en su mitad. Muy sorprendida añadió:
-¡Parecen fichas de dominó!
-¡Como que son fichas de dominó! ¡y seguro que hay veintiuna!- dijo
Carlos, mordiéndose la lengua. En la Iglesia sólo estaban ellos... y la Virgen, claro. Un silencio fresco se extendió a lo largo de las tres naves del templo o, al menos, ellos así lo notaron en sus cuerpos. Carlos no pudo más y prendió un cigarro. Rosa seguía palpando los bultitos ocultos en la costura y los contaba metiendo con delicadeza sus dedos entre los hilos del oro viejo.
-¡Hay veinte, tío!- dijo en voz alta y clara
-Pues vuelve a contar y hazlo despacio. ¡Tiene que haber veintiuna!-
aseguró Carlos. Rosa volvió a palpar una por una todas las fichas y confirmó:
-Yo sólo cuento veinte- A los pocos segundos insistió: -Pero, y por qué tiene que haber las que tú dices?
-¡Bueno, bueno!, dejemos ahora lo del número. Aturdido, dio una
calada al cigarrillo y echó el humo con fuerza hacia arriba para que llegara hasta la bóveda.
-Y ¿quién las habrá metido aquí?- comentó la sobrina
-No sé quién habrá sido, pero seguro que ahí es donde mejor están- dejó caer.
-Podíamos descoser una punta y sacar alguna- sugirió Rosa.
La muchacha, que no vio negativa en su tío, sacó una tijera del bolsillo y en un santiamén tenía en su mano el seis-pito.
-¡Qué bonita es y qué poco pesa!- dijo exultante.
-Pero no sacaremos más, que son las fichas de la Virgen- exigió Carlos con firmeza a la vez que pensaba para sus adentros: "¿ésta de quién puñetas sería?". Con disimulo la dio la vuelta y sobre lo negro se leía Pablo Bartolomé. Y añadió nervioso:
-¡Venga venga!, métela y cósela, que estos son los secretos de alcoba de la Virgen- y Rosa la guardó en su sitio. Carlos dio la
última calada a su cigarro y su pensamiento voló rápidamente a las dos fichas que guardaban Raúl y Jose y la que les había mostrado Tomás y volvió a sumar: "Ya tenemos veintitrés, sólo nos faltan cinco. Pero si éste dice que sólo faltaron cuatro, que se supone que son los que murieron... ¿dónde coños está la otra?" se oyó por toda la iglesia. Su sobrina le preguntó sobresaltada:
-¿Decías algo, tío?
-No, hija. Sólo repito lo que tantas veces decía tu padre: "el manto antiguo de la Virgen vale en oro lo que pesa en historia"
Capítulo VI
La sonrisa de Carlos
Había que ser rápido y agudo en las pesquisas. Iría por partes: primero buscaría las cuatro fichas a que se refirió Tomás: el cinco-doble, el cuatro-doble, el tres-doble y el dos-doble. Después se dedicaría a la que faltaba. Pero... ¿cuál sería? y ¿quién le podría facilitar alguna información?
-Ya está –pensó- El Germán, que sabe muchas cosas del pueblo, me ayudará- y se encaminó hacia su casa. Carlos le relató los pasos de
su investigación y en cuanto aquél captó la intriga del asunto saltó cómo una flecha:
-¡Pero leches! Es de cajón: los que no volvieron estarán escritos en la lápida de los caídos por Dios y por España, que había en el portalillo de la iglesia
-Y ¿dónde está esa lápida? –se aceleró en preguntar
-Creo que se perdió en alguna obra
Desde la cocina, al fondo del pasillo, salió la voz de su mujer:
-Yo sé dónde está, pero hay muchos trastos encima y ahora no se ve. Mañana podemos ir a buscarla- Era ella, Antonia.
Esa noche desfilaron repetidas veces las veintiocho fichas del dominó por el techo de su habitación; las vio en sueños y en la realidad, en blanco y negro y en colores, subían y bajaban por las paredes... Al día siguiente, en cuanto el reloj de la Villa dio las nueve Carlos enfiló la calle abajo. Al pasar por la fuente de los cuatro caños se encontró con el cura.
-¡Hombre, D. Luis!, ¡qué bien me vienes! ¿Tú sabes que
significa la palabra "domino"?- le soltó a bocajarro
-A estas horas quieres que te dé una clase de latín?- replicó
-De latín o de chino, es igual. Pero dime qué significa
-"Domino" es una palabra latina. Es el caso ablativo de la segunda declinación dominus-i… - empezó a explicar Luis.
-A mi déjame de hostias de declinaciones y dime qué significa "domino"-le cortó radical
-O estás muy nervioso o has dormido mal para soltar tacos tan de mañana. Y añadió: domino significa "con el Señor".
-Con eso me basta- dijo y, después de darle las gracias, salió pitando. Cuando llegó a la iglesia Antonia ya estaba esperándole con la llave en la mano. Nada más entrar en el templo el amarillo espejeado del retablo atrajo su mirada y un manto de silencio les iba envolviendo según avanzaban sus pasos por la alfombra central.
-Es aquí, en el chiscón de la escalera de la torre- murmuró casi por lo bajo. Carlos la siguió no sin volver la mirada de vez en cuando. Después de levantar muchos trastos viejos, se oyó:
-¡Ésta es! Ayúdame que pesa mucho.
Entre los dos la sacaron al pasillo y Antonia pasó un trapo por encima de la lápida para quitarla el polvo. Efectivamente, allí se veían unos cuantos nombres escritos.
-Los dos primeros son los nombres de los curas- dijo ella. A continuación se leían cuatro nombres: Leoncio Bravo Jadraque, Luis Monge Segoviano, Santiago Heras Pinel, Lucas Monge Izquierdo. Carlos pasó la manga de su camisa apretando sobre las letras y se dio cuenta de que las inscripciones estaban en bajorrelieve y escritas en blanco. Ambos sintieron un cierto temblor que les trasportó a las frías noches de invierno alrededor de la lumbre, escuchando historias de la guerra civil en una cocina repleta de sombras por las paredes.
-¡Pero aquí no está lo que yo busco! – y su cara trazó una mueca de contrariedad: -habrá que seguir buscando- añadió. Entre los dos la dejaron recostada en la pared. Él hizo intención de salir de aquél cuchitril de humedad mientras que Antonia intentaba darla la vuelta para limpiarla por detrás.
-¡Uf! fíjate, por este lado tiene hasta manchas negras
-¿Qué has dicho?- y volvió rápidamente a la lápida. Cogió un trapo del suelo y, sin pensarlo, lo empapó en la pila del agua bendita y empezó a restregar en las manchas negras. Efectivamente, a cada restregón las manchas se distinguían mejor. El agua bendita devolvía a su vista y con gran nitidez la forma de cuatro rectángulos pequeñitos incrustados en la piedra. Antonia, que era de pocas palabras y muchas obras, enseguida trajo un cubo de agua con jabón y Carlos insistía con sus friegas en devolver a aquellas fichas la simetría de sus puntos. Sacaron la lápida al medio del pasillo central y allí estaban: el dos-doble, el tres-doble, el cuatro-doble y el cinco-doble en línea con los nombres de la otra cara.
-¡Por fin!– gritó Carlos, levantando los brazos hacia el techo de la bóveda central en acción de gracias.
-Por fin, ¿qué? – preguntó pausadamente Antonia
-¡Que ya tenemos casi todo el dominó de marras! ¡Sólo nos falta una ficha!- resaltó cargado de entusiasmo
-La ficha que te falta no la encontrarás. Es imposible dar con ella- dejo caer Antonia con voz seca y muy seria.
Carlos se quedó parado ante el misterio que ocultaba su cara
-¿Y por qué dices eso, chica?
-Porque me he pasado toda la vida contemplando y admirando el retablo y todavía no la he visto- le respondió
-¿Y tú cómo sabes que está en el retablo?
-Nadie en el pueblo sabrá nunca tantas cosas de él como sabía mi padre. Me dejó dicho que en algún sitio de la joya de nuestra villa estaba escondido el seis-doble, la ficha del dominó que uno del pueblo escondió aquí.
Antonia cogió del brazo a Carlos y le acercó a un banco como si fuera su hijo:
-Ven conmigo, muchacho- Los dos se sentaron en uno de los bancos de la nave central. Ella se adelantó al pie de la escalera del presbiterio y prendió las luces. De pronto todo el frente de la Iglesia se iluminó y se transformó en oro. Volvió a su asiento y los dos se maravillaron de lo que contemplaban sus ojos. El retablo entero cobró vida: Santiago cortaba cabezas de moros como si estuviera segando trigo, Dios recriminaba a voces a San Pablo por qué le perseguía, los evangelistas escribían en sus libros sin parar y sin mojar en los tinteros, los ángeles cantaban en gregoriano a la Virgen que era coronada por la Trinidad... Los dos quedaron absortos en su contemplación durante unos minutos. Antonia, para no distraerlo, le susurró al oído:
-Cuando lo encuentres me lo dices. Aquí tienes la llave y no la pierdas. Te dejo con el Señor- y se levantó para irse.
En cuanto oyó la frase "con el Señor" Carlos volvió la cabeza y pensó mientras ella trasponía los últimos bancos: ¿sabrá ésta latín o me estará sugiriendo una pista secreta? Hizo una mueca de duda, acomodó sus nalgas en el banco y se hundió de nuevo en su éxtasis sagrado. En cada recorrido por el conjunto su mirada se volvía más aguda y trataba de escudriñar los detalles de la obra tan maravillosa que le inundaba los cinco sentidos. Sus ojos se iban achinando poco a poco con el fin de ser más certero en su búsqueda. Nada más llegar a casa, Antonia le comentó a su marido:
-La lápida la hemos encontrado. Pero, claro, le falta un nombre y una ficha. Ahí se ha quedado, muy serio y recorriendo con una mirada incisiva todo el retablo, de arriba abajo y de izquierda a derecha. ¡Qué se yo!
A las dos horas, llamó a su puerta para devolver la llave. Germán asegura que venía muy sonriente pero traspuesto y sus ojos mantenían el trazo oriental que hasta hoy se le dibuja en la cara cuando se ríe. En los días siguientes bajaba al bar por las tardes y le preguntaban si quería jugar al dominó. Se reía primero y luego contestaba:
-Bueno, pero yo voy "con el Señor". Todos estaban desconcertados con aquella frase, pero nadie se atrevía a preguntarle si sabía o no dónde estaba el seis doble. Y por ahí anda riéndose como los chinitos de las olimpiadas de aquél verano.
Capítulo VII
¡Por fin!

Pasaron los días de la fiesta y también el Cristo. El pueblo iba adquiriendo cordura, paz y lentitud en su transcurrir diario. La gente incluso andaba más despacio y hablaba sin acelerarse por terminar las frases. En "el pan" todo el mundo apuraba la calderilla sobrante para las últimas barras. Era el domingo del final del verano y esta misma tarde desaparecerían todos los madrileños, hasta los más rezagados. Ya hacía rato que sonaron las cuatro en el reloj de la Villa y José llegaba al chiringuito a echar su última partida de dominó. Descendía por las escaleras y escuchó el repetido sonido de las fichas cuando se van colocando con armonía sobre la mesa. Por un momento se recreó en lo que oía: ¡Nunca olvidaré los dos sonidos que más me gustan de mi pueblo: el de las campanas tocando a fiesta y el de las fichas de dominó! Y siguió bajando. Cuando llegó al último escalón ya sabía que esa tarde no jugaría. ¡Qué importa!, "un día pare a otro" decía la Concha, la del Manquillo –pensó. Se dirigió al mostrador, pidió un café y se sentó con los de la charleta. Los tertulianos estaban remolones esa tarde y allí no hablaba nadie. Unos fumaban, otros manoseaban su copa, alguno leía el periódico y los abstemios extendían su mirada ausente hacia los chopos de la Vega. ¡Un verano más que se iba!
De pronto Juan Alonso sacó de su bolsillo un envoltorio pequeño del tamaño de una caja de cerillas y, sin decir nada, se lo plantó delante de sus narices:
-¿Y esto qué es?-le preguntó
-Ábrelo y lo verás. Os he oído hablar estos días del dominó de la guerra y... –le contestó
-A lo mejor es una bomba de la Eta. ¡Me caguen el...! ¡No lo abras!
dejó caer Carlos, el del Chato, que siempre apostillaba con un comentario medio terrorista. Debajo de un recorte de La Nueva Alcarria, el periódico de la provincia, había un antiguo papel de estraza muy bien doblado y recogido con dos gomas marrones en forma de cruz. Antes de desenvolverlo tanteó con mucho cuidado el paquetito y se dio cuenta de que podía ser una ficha de dominó. Miró a Juan y le devolvió una sonrisa.
-Es la que le pertenecía a mi padre ¿sabes? Pero, como estaba de pastor con las ovejas del Sr. Leandro, ese día le pilló por el monte no pudo ir a recogerla. Yo, que iba a la escuela, se la pedí a D. Santiago el maestro y se la guardé. Cuando lo encerraron en la cárcel del pueblo le dio el tiempo justo para meterse la mano al bolsillo de la chaqueta y tirármela. Y le oí decir: "Guárdala tú, hijo. ¡que no se te pierda!".
De todos los tertulianos, Juan era el único que nunca bebía. Pero en ese momento levantó la mano y le dijo al del bar:
-¡Ángel!, anda, tráeme un poco de eso que beben éstos que me faltan tres cosas que decirles y no se si voy a poder.
La tertulia se rehizo instantánea: los que miraban a la Vega volvieron sus sillas al momento, los que estaban de pie se sentaron y todos se arrimaron a la mesa. Juan dio un sorbito corto al vaso y dijo:
-¡Miá! Si no hay mucho que decir. Yo me quedé con la ficha esperando que volviera a casa para dársela antes de que se fuera a la guerra, como todos. Pero a mi padre lo metieron en la casa del Gallego y de allí no salió vivo. Por el pueblo se dijo que se había ahorcao. Pero... ¡fíjate tú!, un hombre tan amante del campo, de los animales, de los días de sol, de lluvia y de viento, de la vida... ¿cómo se va a suicidar? –digo yo. ¡Se pasaron con él! ¡eso sí! y luego levantaron ese bulo. Mi madre sufrió mucho. ¡Todos sufrimos mucho! Os podéis imaginar. En mi casa nunca más se habló de él porque decían que había que olvidar, pero... ¡joder! era mi padre, ¿sabes? Y eso nunca se olvida.
Juan se paró de hablar, sus ojos enrojecieron unos instantes y levantó el vaso para humedecer sus labios. Las miradas de los que formaban el corro estaban clavadas en la mesa. La tertulia se puso de luto de forma espontánea. Todos eran conscientes del silencio elocuente que se anudaba en sus gargantas. Y Juan volvió a beber su tercer sorbo.
-Después de la guerra dijeron de llevar las fichas a la Iglesia para regalárselas a la Virgen o meterlas en la lápida de los caídos. Pero mi padre ni había ido a la guerra, ni era caído, ni creía en esas cosas. Siempre en el campo, ¡pues tú me dirás!, en lo que creía era en la vida, en la naturaleza y en las cosas sencillas. Pero yo, por no ser menos, fui a la iglesia con ella un día que el Sacristán la tenía abierta. Creo que me vio entrar, pero la ficha no se la di para que la metiera con las otras. Miré por todos los lados y decidí guardarla en el morral que lleva San Isidro y allí ha estado hasta hace un rato. Bien visto, era el santo que más tenía que ver con él. Uno pastor y el otro labrador... ¿no os parece?
Juan buscó el gesto de aprobación y se paró de hablar. El silencio seguía pesando como tormenta de verano en los que cerraban el corro. Jose terminó de desdoblar el papel, sacó la ficha y, con un golpe seco, la plantificó en medio de la mesa. Y dijo con ganas: "¡El seis-doble! ¡Ahora sí que está completo el dominó!".
Nada más oír el grito del seis-doble los cuatro que estaban al fondo jugando su partida se levantaron y acudieron rápidos. Benito, el de la Germana, que era el más escéptico llegó el último prendiendo un cigarro como solía hacer cuando ganaba. Alargó la mano entre las cabezas de los demás, dio la vuelta a la ficha y se vio algo escrito. Se la acercó y leyó los garabatos de la firma "Francisco Halonso"
-Tu padre sabría mucho de ovejas pero de ortografía.... –soltó ladeando la cabeza. Juan le salió al paso con decisión:
-¡Mi padre no era analfabeto!. En el monte aprendió mucho más que tú y que yo en la escuela. Has de saber que mi padre escribía su apellido con hache porque decía que esa letra era como una sillita donde podían descansar las demás. ¿O es que tú no sabes que lo que se escribe queda escrito para siempre?... y ¡las letras también se cansan, chaval!.

lunes, 21 de julio de 2008

LA TIENDA

LA TIENDA

A los chicos de mi pueblo,
brutos como araos
pero tiernos como pámpanos


Capítulo 1
AN CA’L MAXI


El recado

Cuando Don José, el Maestro, pidió un voluntario para ir a comprar una bombilla de 40 enseguida levantó la mano. A Tristán le encantaba ir a la tienda.
C’al Maxi escondía un embrujo especial para cualquier chiquillo del pueblo. Era como adentrarte en una ciudad repleta de misterios. Abrías una de las dos puertas de cristales y sonaba una campanilla que te advertía, como en el teatro, del espectáculo que ibas a presenciar. Bajabas los dos escalones y te enfrentabas a un mostrador torneado en cuadros de madera que debieron ser amarillos en otro tiempo. Y sobre él múltiples variedades. En el centro, una lata grande de escabeche hacía las veces de sol a un montón de productos que giraban alrededor de aquél sistema solar al que nos sentíamos atraídos todos los vecinos. En ella se hincaba un tenedor de madera como una flecha caída del cielo. A la izquierda se apilaban, unos encima de otros, los botes abombados de caramelos: los de a perra chica, los de a diez céntimos, los morados en forma de gajo de naranja, los toffes, los sugus, los de miel, etc. Más arriba las bolas: las de anís, las de chicle “bazoka” y, las últimas, las bolas de jugar al gua. Del poste que dividía el mostrador salía un brazo fino de hierro con un platillo de oro viejo y una bombilla en su interior; parecía un atleta en pleno salto de longitud. A su lado un candil apagado esperaba que se fuera la luz para hacerse presente, cosa muy frecuente en las noches de invierno. A la derecha encontrabas una pila de fregadero de mármol jaspeado en color rosa. En ella el Maxi despachaba el vino. Y colgadas de unas escarpias las jarritas para medirlo, colocadas de mayor a menor: la jarra de litro, la de medio litro, el cuarto, el cuartillo, el centilitro, el decilitro y el mililitro. Del techo pendía un bacalao seco y lleno de sal como una cuchilla capaz de soltarse en cualquier momento y guillotinarle el cuello al Maxi. Una cortina de colores tapaba el arco de la puerta que comunicaba con la vivienda. Sobre él un reloj grande de pared con forma octogonal y en madera color cereza hacía las veces de Pantocrator medieval. Las horas estaban marcadas en números romanos. Sus manillas salían del centro y antes de llegar a las horas se abrían en un circulito. Y siempre marcaba la misma hora: las cinco.
Cuando Tristán se fijó en las manillas pensó para sus adentros: -Ese reloj debe ir adelantado, porque salimos de la escuela a las cinco y todavía estamos haciendo manualidades...
El poste dividía la tienda en dos. A la izquierda se encontraba la parte de confección: las telas enroscadas en unas tablitas planas y brillantes se apilaban mostrando sus dibujos floreados. Encontrabas tela para un traje, un vestido, una mantelería, un delantal... A continuación todo era un mar de cajitas, unas encima de otras, incrustadas en la pared. Deseosas todas de abrirse, esperaban la mano del mago que tirara de ellas para mostrar su secreto. Podían salir unos pañuelos de encaje, unas peinetas de carey, unas ballenas para corsé, unas hebillas de oro para el cinto, unos sujetadores de color celeste, etc. Al fondo, el mostrador hacía un ángulo recto. En esa parte las cajas se volvían más pequeñitas y llevaban escrito en su frontal lo que contenían: puntillas, cintas, dedales, agujas, bobinas, etc.
-¿Qué quieres, chiquillo? –le preguntó
-Me ha dicho el Señor Maestro que me dé una bombilla de cuarenta –contestó
-Espera un poco que las tengo en la trastienda. –Y el Maxi desapareció por la puerta arqueada que daba a lo oscuro. Aquella parte era la que más intrigante. Tenía la penumbra suficiente para ser un pasillo encantado. Como nunca daba la luz, por no gastar, le veías entre sombras poner una escalera, subirse, tirar de una caja, hurgar en ella y volverla a meter. Luego sacaba otra, la sujetaba con el pecho, miraba y la volvía a su sitio. Se bajaba y desaparecía con su escalera por el fondo. Más abajo las cajas eran de madera, largas y estrechas y se notaba que pesaban. A veces las abría y oías ruidos de casquillos, hormigueo de clavos y tachuelas, tintineo de anillas, amontonamiento de tuercas... De pronto surgió de entre la neblina con una caja en las manos. Cuando el Maxi salía por el arco parecía un rey mago, con su pelo blanco, su bigote grisáceo y su talante seguro, serio y parsimonioso. Posó la caja en el mostrador y con mucha lentitud la abrió. Había seis bombillas. Cogió un papel de estraza y escribió en una esquina: “Son treinta céntimos”. La envolvió y se la dio mientras le advertía:
-Ten cuidado, chico, de que no se te caiga. El precio lo llevas dentro.
Tristán apretó con sus manos el paquete, lo justo para que no se rompiera la bombilla ni se le perdiera el precio, le sonrió y se fue hacia la puerta mirando al reloj de la pared. Cuando estuvo a su altura se paró, fijó su mirada en las manillas y dijo en alta voz:
-Ese reloj va adelantado
Un señor, que estaba detrás sentado, contestó con rotundidad:
-Ese reloj ni va adelantado ni va atrasado. Sencillamente está parado. Sentenció El muchacho, asustado, dio media vuelta y le miró. ¡Era el Juanito, el albañil!

El fudre

Ya a la entrada de la escuela esa tarde el Chino y el Arturo, que pasaban por la tienda cuando venían a la escuela, trajeron la noticia:
-¡El Maxi está sacando las cubas de vino! ¡Pronto llegará el fudre!
Había que darse prisa en las tareas de casa y acudir an ca’l Maxi. La llegada del fudre era un acontecimiento que sucedía tres veces al año: en marzo, en julio y en octubre. Los preparativos duraban varios días, luego venía el maravilloso camión y a la semana siguiente empezaban a llegar los serranos a comprar vino. Había que vivir los tres momentos de principio a fin y con toda intensidad. Solo así podrías meter baza después en las conversaciones de la pandilla.

La limpieza de las cubas

El Maxi sacaba una por una las diez cubas que tenía y las llevaba a enjuagar con agua en el pilón de la fuente de los cuatro caños. Como estaban vacías las manejaba con facilidad. Pero no las podía rodar de frente porque la calle hacía cuesta abajo y podían coger excesiva velocidad. El truco estaba en moverlas inclinando más una cara que otra del cilindro de forma alternativa y parando cada cierto trecho. Tantas veces lo había hecho que ya era un auténtico especialista en mover cubas vacías. Se le notaba orgulloso de su trabajo. Los chicos nos dábamos cuenta y le formábamos un pasillo. En la cabecera se ponían los mayores. En un lado el Clemente, el Gabriel, el Roberto; en el Bernardo, el Miguel, el Adolfo.... Luego la siguiente generación: el Pirri, Jaime el chico del cartero, el Elías, el Lolo, el Adrián.... A continuación nos apretujábamos nosotros: Jose Luis el Chino, el Octavio, el Arturo, Antonio el del Quiterio, el Salva... Ya al final, asomando como podían la nariz se veía a José María, a Joaquín, a Carlos el del Chato, Benito, Jesús el de la Flora, el Pisto, el Paquillo, etc. Cuando el Clemente ordenaba todos le coreábamos a compás desde los lados y levantando los pies:
-Unaaa, dooos, treees, cuatrooo, cincooo, seisss yyy...¡ para Maxi!
Y el Maxi descansaba. La parada consistía en quedarse en la misma posición, pero sin parar de agitar la cuba. Nos miraba y movía la cabeza enfadado, pero claro, no podía soltar la cuba. Y de nuevo se oía en toda la plaza:
-Unaaa, dooos, treees, cuatrooo, cincooo, seisss yyy...¡ para Maxi! Y el Maxi nos medio sonreía. A la tercera vez lográbamos una conjunción perfecta de gritos, movimientos y balanceo de la cuba. Y ya se reía un poco más.
Normalmente sacaba tres cubas cada tarde a limpiar, aunque ahora ya era primavera y las tardes se alargaban. Dependía de las mujeres que vinieran a comprar. Los chavales íbamos viendo cómo se metía a fondo en la limpieza de sus cubas y esperábamos el momento propicio para entrar a la tienda, engañar a alguna de sus hijas y mangar algunos caramelos.
Todos queríamos entrar. Unos por robar caramelos, otros por ver a las hijas que eran muy guapas y la mayoría por las dos cosas. Pero aquello era demasiado serio y exigía unas normas que se debían cumplir a rajatabla. En el recreo de la mañana los mayores echaban a suertes, con el sistema de sacar la paja más larga, a qué dos les tocaría esa tarde entrar a la tienda y todos lo respetábamos. A Tristán no le tocó ningún día y lo pasó muy mal. Era de los que le importaban más las hijas que los caramelos. Pero tuvo que conformarse con lo que otros contaban: que habían robado 40 caramelos, que habían visto las piernas de las chicas y ¡qué se yo...! Y esa tarde tomó una decisión: -en cuanto venga el fudre entraré a la tienda aunque no saque la paja más larga.

¡Llegó el fudre!

La noticia corrió de pupitre en pupitre por toda la escuela:
-¡A las tres ha llegado el fudre a la curva del Navas! El conductor se está comiendo un bocadillo a la sombra del olmo y luego subirá a la plaza de los cuatro caños.
Tristán lo estuvo pensando durante las dos horas de clase: -hoy dejaré las tareas de casa para después. Primero iré a ver descargar el vino del fudre y, si veo al padre muy ocupado, entraré a la tienda a ver a las hijas- La que le gustaba era la mayor.
Cuando D. José dijo que era la hora de salir ya tenía la enciclopedia y el cuaderno guardados en la cartera. Y salió pitando. Todos querían llegar los primeros y cruzaron la plaza en un santiamén. Enfilaron por la calle del Mercurio y en cuatro zancadas se pusieron bajo los soportales del Romanitos donde se apostaba la cabina del camión. Un color rojo chillón y una trompeta encima de la puerta del conductor le daban aires de fiera indómita. El resto era un enorme cilindro tumbado que el Maxi llamaba cisterna. De la parte de atrás salía una manguera negra que atravesaba la plaza y subía por la calle del tío Benino hasta el cocedero donde descansaban las cubas ya limpias. El Maxi, sudoroso y con los guantes del vino, la recorría y, de vez en cuando, la pisaba para comprobar que el vino circulaba. A su lado siempre iba el José María haciéndose el importante. Tristán se dio cuenta de que todos estaban abstraídos con el vaciado del vino. Se hizo el despistado y se acercó a la tienda. En un arrebato apretó el picaporte de la puerta y entró. No vio a nadie detrás del mostrador. -Será el contraluz que no me deja ver- pensó y esperó unos segundos. ¡Qué desilusión! detrás del mostrador no había ninguna de las hijas. De pronto una voz ronca se oyó a su espalda:
-¿Qué quieres, chaval?
El muchacho volvió asustado la cabeza y vio sentados en un banquillo a cuatro hombres. La luz que clareaba por la ventana no le dejaba distinguir sus caras, pero enseguida los conoció: el Sr. Antonio, el Chariles, junto a la puerta, a su lado el tío Marianete, en el centro Juanito, el albañil y allá al fondo por la boina divisó al tío Marcelino, el de Monasterio. Cada uno tenía un chato de vino tinto en la mano.
-Te he preguntado que qué quieres – le dijo el del centro
Tristan se puso nervioso y se aturulló. Sin saber lo que decía, le contestó:
-Quería saber si... si.. si ya funciona el reloj de la pared –y lo señaló con el dedo.
-Ya te dije el otro día que ese reloj ni funciona ni funcionará. ¿Es que no lo entiendes? –le contestó una voz seca. Juanito, el albañil, era un señor de cara
amable y muy bien plantado. No era alto pero caminaba muy erguido. Lucía un bigote negro y muy poblado. Tenía la costumbre de moverlo hacia arriba por el lado izquierdo como para sorberse la moquita y a mi, cuando repetía ese gesto me imponía mucho respeto. En nuestra pandilla estaba su hijo, el Juanitín; ¡menos mal!
-¿Quieres alguna otra cosa? Es que el Maxi nos ha dejado al tanto de la tienda
-dijo el Sr. Antonio Chariles. Claro que quería otra cosa pero no se la iba a decir a él. Y volvió a insistir en el reloj para hacer tiempo:
-Y ¿por qué está parado ese reloj a las cinco?
Sin terminar la pregunta Juanito, el albañil, se levantó, se puso firme, sorbió dos veces seguidas su mostacho y dijo muy serio:
-Porque a esa hora le dieron capote. ¡Los muy desgraciaos!
El chiquillo no entendió lo que quería decir pero se dio cuenta que debía ser muy grave. El albañil le miró, captó su incomprensión y añadió:
-A las cinco de la mañana, el día 19 de mayo de 1937 se llevaron al Sr. Anastasio Monge y delante de las paredes del cementerio de Veguillas, allí le metieron tres tiros. A esa hora yo paré el reloj – Y se creó un silencio sepulcral.
Al instante se levantaron los otros tres hombres, agacharon sus cabezas en silencio, cogieron sus vasos y juntándolos en el aire dijeron a la vez: “¡Salud, camarada!” y se bebieron los chatos de vino. No habían terminado de beber cuando entró el Maxi quitándose los guantes y comentó:
-Bueno, ya tenemos vino para toda la serranía
-Sí, claro, y pa nosotros pa to´l verano –añadió el tío Marianete.
Tristán abrió la puerta y salió pensando: ¡Y a mi qué leches me importa el vino y la serranía! ¡Yo lo que quería era ver a la hija mayor!

¡Que vienen los serranos!

Los serranos venían desde Santotís, La Ontarla, Las Cabezadas, La Mierla, Palancares, etc. Entraban por la calle del lavadero, separados pero seguidos. Primero hacían su aparición las mulas y los borricos con sus cargas de leña. Detrás se veía al amo, más cansino que la mula, dando voces incomprensibles a la bestia y tratando de arrearla con un bardasco. Ataban las caballerías en una fila de herraduras clavadas desde antaño en la pared de enfrente de la tienda y se metían a refrescar. En un día tenían que hacer todo: llegar, vender la carga de leña, comprar víveres, llenar los pellejos de vino para la temporada y marcharse. Los chiquillos íbamos a verlos después de la escuela. Si habían cargado ya los víveres y si estaban ya bebiendo los últimos vasos de vino para aguantar el camino hasta sus casas.
Cuando habíamos comprobado que llevaban bastantes vasos de vino en el cuerpo les cambiábamos las mulas de sitio: la que estaba atada en la primer herradura la llevábamos a la última, la segunda a la quinta, la tercera a la sexta, la cuarta a la séptima, etc. y luego nos íbamos a las eras del Manolo, el barbero, desde donde les veíamos pasar haciendo eses. Como las mulas no reconocían las voces de sus amos, ni los nombres por los que las llamaban, se quedaban paradas. Ellos, que iban un poco bebidos, sacaban los bardascos e intentaban pegarlas fuerte, pero no lograban debido a borrachera que arrastraban. La confusión se acrecentaba por momentos y aquello parecía el camino de Babel. La pandilla de chavales les aconsejábamos, entre risas, que se refrescaran en el lavadero y allí se metían a darse su único baño anual. La escena era digna de un cuadro de Sorolla. Salían chorreando agua y seguían el camino dando saltos para secarse y eran las mulas las que buscaban a sus amos para lamerles el agua que soltaban. Así se reconocían hombre y bestia. Se restregaban mutuamente y seguían el camino de la vida en cariñoso maridaje. Luego desde el lavadero les perdíamos de vista por entre las carrascas de la dehesa.
Esa tarde volvíamos envueltos en comentarios y risas y, de pronto, notamos que debía de haber un serrano en la tienda pues todavía quedaba una mula atada a una herradura.
Tristán se acercó a la puerta y vio que Marisol, la hija mayor, estaba sirviendo un chato de vino al serrano rezagado. ¡Qué más quería! Sin pensarlo abrió la puerta y entró.
-Me das un caramelo –dijo a la muchacha. -Pero no tengo la perra chica
El serrano, que acababa de llevarse el vaso a los labios, cortó rápidamente:
-A mi me quedan dos. ¿Si quieres una?
Tristán miró a Marisol, luego al Serrano y después a las dos monedas de cinco céntimos que había sacado del bolsillo y vio el mundo abierto
-Gracias –añadió. Y se la cogió
-Hay para dos caramelos. El otro te lo comes tú, niña, por ser tan guapa –le
dijo sonriendo a Marisol
-Muchas gracias, señor –contestó la chiquilla. El serrano miró al reloj y, dando
el último sorbo, dijo: -bueno, me voy que ya son las cinco y hasta que llegue...
-No se preocupe señor. Aquí siempre son las cinco –soltó el muchacho
-Pues ¡qué suerte tenéis! –añadió el señor -porque en Santotís después de las cinco dan las seis y luego las siete y ya nos vamos a dormir. Como no hay luz...
-Pues es muy fácil. Todo consiste en parar el reloj. ¿Lo ve Ud.? – y le señaló las
manillas detenidas de reloj de pared.
-¡Andá! Pues yo creía que el tiempo sólo se paraba cuando moría alguien importante, y luego se ponía otra vez en marcha él solo. De todas maneras se lo diré al alcalde –añadió, y se salió en busca de la mula.
Después de que le vieron pasar montado a caballo por delante del escaparate, Marisol le dijo a Tristán:
-Oye, ¿tú crees que en Santotís habrá alcalde? si no hay ni luz...

Capítulo 2
AN CÁ LA MARUJA
El cambio

Al fin del verano el Maxi se fue a Madrid. Y se llevó a sus tres hijas. Era el año 1965 y su mujer, la Ine, había fallecido en 1959. Los chicos siempre le recordábamos como un experto en el manejo de cubas vacías. Lo peor fue la ausencia de las tres chicas: la Marisol, la Mariuge y la Elo. Aquello supuso una crisis para la pandilla de chavales.
En ese otoño pasaron muchas cosas en el pueblo. Vino un maestro nuevo, Dn. Feliciano; murió Juanito, el albañil; el Andrés y la Ascensión se fueron a Francia con el Jesús, el de la Goya, y varias familias encontraron trabajo en Madrid. La tienda pasó a manos de la Maruja, que vino con su marido, el Luis, y sus dos hijas. Los chavales no salimos muy mal del todo: se fueron tres chicas y vinieron otras dos, tan guapas como sus primas. La expectación femenina seguía en pie. Además se las habíamos quitado a los de Cogolludo, donde vivían, y eso significaba un triunfo regional.
El Luis hizo muchos cambios en la tienda. Pintó de un amarillo limón el mostrador y también el poste divisorio. Quitó la lata de escabeche del mostrador y descolgó el bacalao que impregnaba de olor a sal toda la tienda. Arrancó el brazo que sostenía la bombilla y el candil que colgaba de él y puso luces blancas de neón por el techo y en el pasillo del misterio. Ahora los tiradores de las cajitas brillaban como si fueran de plata. Donde hacía la ele el mostrador, colocó un frigorífico para guardar el pescao congelado y los frascos de caramelos los puso detrás; eso fue lo único que nos disgustó a los chicos. Cuando Tristán volvió de sus estudios en Navidad se acercó a la tienda, entró y se quedó pasmado:
- ¡Ahí va! -dijo ¡Qué cambio! Después de pasear la vista por todas las estanterías se dio cuenta de que a la derecha del mostrador estaba la Maruja y su hija mayor, Mª Antonia, y a la izquierda Luis con su hija pequeña, Marili. Era la nueva Junta Directiva.
-¡Qué bonito os ha quedado! Me gusta mucho -y les saludó.
-Gracias –agradeció Maruja con una sonrisa. Enseguida levantó la vista y buscó la esfera del reloj. Sus manillas seguían marcando las cinco en punto y añadió:
-Pero el reloj... ¡sigue parado!
-Pues, ni me había dado cuenta –contestó el Luis
-Claro, como tú no eres del pueblo, no te fijas en las cosas importantes.
-Mi padre también sabe arreglar relojes y lo hará funcionar esta tarde mismo ¿a que sí papá? -dijo la pequeña un tanto enfadada y buscando la mirada
cómplice de su padre. El Luis la sonrió y le guiñó un ojo.
-Eso será si puede- dejó caer el muchacho y se fue.
La niña levantó la trampilla del mostrador y salió corriendo tras él. Desde la puerta de cristales le gritó: ¡mi padre lo puede todo y todooo!

Los tres rubís

Casi sin luz porque ya eran las cinco y esa tarde de invierno estaba muy cerrada el Luis
y su hija Marili se empeñaban en arreglar el reloj de pared. Lo habían descolgado y lo estaban destripando encima del mostrador. Dos destornilladores y unos alicates eran los únicos testigos de la bisección que le estaban practicando a su maquinaria en la mesa de operaciones de la tienda.
-Levanta más la linterna, hija, que no veo bien -le dijo el padre
-Es que las pilas están gastadas, papá –refunfuñó la hija
Luis iba dejando los tornillos en fila, de lejos a cerca, para saber después, a la hora de colocarlos, cuál tendría que ser el primero, el segundo, etc. De pronto el padre comentó extrañado:
-Pero..., y ¿esto qué es?
-¿El qué, papá, el qué...? – preguntó la niña
El padre cogió uno de los destornilladores grandes y empezó a apalancar con mucho cuidado hasta que una pieza saltó por los aires y terminó rodando por el suelo. Luis se agachó y, cuando la puso a la luz de la linterna, se quedó estupefacto. ¡Era el balín de una bala!
-¿Qué es, papá, dímelo –preguntó la chiquilla
-Nada, hija, es un rubí, de esos que ponen en los relojes para darles más valor. No ves que está escrito en la esfera “Swiss made. Tres rubís”
Tan metidos estaban en su tarea que habían olvidado dar las luces y la tarde había oscurecido la tienda. La única luz era la de la linterna. De pronto una voz seca salió a sus espaldas: “Como ese tiene que haber otros dos. Son las tres balas que atravesaron el corazón de tu abuelo Anastasio –dijo secamente mirando a la niña.
Luis se estremeció, volvió la mirada con rapidez y preguntó:
-¿Y tú quién eres para saber eso?
-Uno que conoce bien el pueblo y su historia y apreciaba a tu suegro. Me llamo Sebastián y trabajo en Francia. Algún día volveré porque aquí nací y aquí moriré -contestó.
El padre de Marili no pensó más y se puso a destornillar piezas y a sacar, con mucho cuidado, ruedas dentadas de las tripas del reloj. Efectivamente, una bala impedía el funcionamiento de la rueda que movía las manillas de las horas, otra la de los minutos y una tercera la del nombre de los meses. Con un trapo limpió los tres balines, los frotó repetidas veces, se los colocó en el cuenco de su mano y se los enseñó a su hija:
-Mira, Marili, estos son los tres rubís que tenía el reloj
-¡Que bonitos son y qué color más rosita tienen! –exclamó sonriendo
La noche se iba echando encima y el señor dijo: Me voy , que ya conocéis el misterio de la tienda. Hasta mañana -y se fue. El Luis se quedó recolocando por orden, una por una, todas las piezas del reloj. La niña se dio media vuelta, descorrió la cortina y entró a la casa por la puerta del arco. Cuando llegó a la cocina su madre, la Maruja, freía unos huevos para cenar. La tiró de la falda y le dijo:
-Mamá, ¿sabes? Mi papá es un sabio. Arregla relojes que tienen rubís en el corazón.
El recuerdo
Pasó la primavera y al final del verano, los días 8, 9 y 10 de septiembre se celebraban las fiestas del pueblo. La gente se ponía sus mejores galas y las jóvenes lucían sus joyas, si habían tenido la suerte de heredarlas de alguna abuela. Las dos niñas, María Antonia y Marili, paseaban orgullosas su vestido de fiesta. De su cuello colgaba una gargantilla dorada que brillaba como el oro cuando la enfocaba el sol. Al salir de misa Miguel Angel, atraído por el brillo, se acercó y les dijo:
-Huy,¡qué collar más hippy lleváis! Tiene la forma de una bala pequeñita.
-Nos lo ha hecho mi padre, que sabe hacer muchas cosas –dijo la mayor
-Di que no, que son rubís que llevaba mi abuelo en el corazón. Mi padre los ha encontrado en el reloj de la tienda –la corrigió la pequeña. El tío Anastasio, que
estaba al lado, añadió:
-Pero falta uno, porque todos sabemos que fueron tres
La hermana mayor contestó:
-Es que mi madre lo ha guardado para una hermanita que vamos a tener.
-¿Y cuando va a llegar tu hermanita, guapa?-preguntó el tío.
-Ha dicho mi madre que cuando el reloj de la tienda marque el mes de octubre.
La Maruja que, debido a su estado, andaba más despacio se acercó y dijo:
-Ya ves, esta Marili que es tan cabezota como su padre. Se han empeñado los dos en arreglar el reloj de la tienda y fíjate lo que han encontrado dentro.
El tío Anastasio, que era un sentimental, la echó una sonrisa y le dijo:
-Las perlas son para lucirlas, hija. Y si son del abuelo, ¿dónde mejor que en el cuello de las nietas?

José Antonio Pinel Martínez y
soy de Arbancón.
15 de junio de 2008