domingo, 17 de abril de 2011

LA PROCESION DEL ENCUENTRO

Capítulo I

Media mañana del Viernes Santo del año 1960. El reloj de la Villa a duras penas llegaba a la duodécima campanada. Hacía rato que la chavalería había pasado por tercera vez anunciando a lengüeta de carraca la procesión. Los del Mesón ese día no íbamos a la Iglesia. La esperábamos en la calle de la Soledad, en el cruce con la Travesía del Horno. De la mano de mi madre bajábamos los dos por la cuestilla del tío Vicente y nos apostábamos en la puerta del tío Rafaelito. ¡Sí, hombre! ¿No te acuerdas? El que tocaba la bandurria en las noches de ronda con el señor Antonio, el verraquero. Allí aguantábamos de pie. Yo no sabía qué sucedería, pero debía ser algo muy importante, porque a mi madre todo se le volvía: -¡Calla, niño! Que ya están a punto de aparecer- me soltaba un capón festivo y agachaba su morrillo curioso ojeando la calle arriba con anhelos de alguna aparición. Metido en mi pantalón corto y recién planchado, mantenía tiesos mis diez años para no mancharme con el yeso de la pared y los relejes amarillentos de las cabras en sus rascaos y otros vicios. No decía nada pero ella repetía con insistencia: -¡Que te calles de una vez, hombre! –y me arreaba otro coscorrón- No ves que dentro de un poco se van a encontrar- Yo seguía perplejo los capones sin sentido que llovían sobre mi cogote. Buscando su agrado la imitaba estirando la vista por la calle arriba de la Mari Rosa y la Julita, las chicas de la Anita, en busca de la última puerta, la de la tía Martina, que hacía chaflán allá arribotas, por cima de la avenida. Pero nada. ¿Quién se iría a encontrar y con qué? Como por ese lado no me dejaba doblé la gaita hacia la bocacalle del Agustín y me soltó un manotazo: -¡Por ahí no mires, coña! No ves que…- Y se enfurruñaba recolocándose el velo y dejándome más intrigado todavía. Nadie bajaba y nadie subía, pero mi madre estaba segura: allí se encontrarían. -Pues no sé quién se va a encontrar. Si no hay alma que baje ni suba por callejón alguno- pensaba para mis adentros. Pero, ¡ay amigo! lo decía mi madre y si ella lo afirmaba es que era verdad. Ahí estaba la parte áspera del secreto: que no había razón para el misterio pero como lo decía ella tenía que ser verdad. Y yo lo creía a pie juntillas. ¡Toma, no! Con lo larga que tenía la mano esa mañana. De pronto por la esquina de la Vitorina apareció un señor con sotana larga y negra y una camisola blanca y flotante que parecía rota por las mangas. Como si estuviera a medio terminar. -¡Andá, el sacristán! Eso es que están a punto de llegar- rezó por lo bajo mi progenitora. El señor Antonio se acopló debajo de dintel del garaje donde el Hergueta metía la tartana. Dejó caer su mano derecha y la agitaba disimuladamente como si abanicara el viento, invitando a algún furtivo a avanzar. Enseguida asomaron las puntas de las andas en brazos de dos buenos mozos. Un manto negro, en diagonal hacia el tejado del Abogado, fue cortando la silueta de la costanilla como si fuera la guillotina de la muerte segándole al aire la vida de la calleja. El del roquete flameante los paró radical. No me pude aguantar más y miré. -¡Ahí vá! ¡Si es la Virgen! Va hecha un triángulo de luto. Sólo se ve su cara de almendra arrugá -dije -¡Cállate, conchos! que ya asoman a lo lejos –y me amagó de nuevo- ¿No los ves por la esquina del tío Modesto? –dijo mi madre, suspendiendo el cachete en el aire. Efectivamente por la calle de la izquierda apuntaba una procesión que abría un par de chicuelos vestidos con sotana negra, camisón blanco de encajes y esclavina negra. Por sus andares uno debía ser el Clemente. El otro… ¡vete a saber! A lo mejor Alejandro, el mediano del molinero. Sus manos portaban dos barras de dorado amarillento con sendos velones en la punta, los ciriales. Más atrás la turba de hombres remolones y luego el impresionante madero de la cruz con el Cristo sujeto por los clavos. De entre la masa de mujeres, que cerraba la comitiva, brotaba una lánguida salmodia cantada con lento penar “Perdona a tu pueblo, Señor…” Algunos quinceañeros atrevidos terciaban el rabillo del ojo buscando entre las cabezas la complicidad de una mirada femenina, pero se topaban con el insistente“…perdónale, Señor” del Cura que les humillaba la crin hasta hundírsela entre los guijarros de la calle. Estábamos tan firmes los dos cuando de repente salieron de su casa las tres gracias del barrio: Carmina, Marilena y Mariluz. De puntillas, no sé por qué, -las chicas del Hergueta siempre andaban de puntillas como los gatos- y se pusieron al lado, mejor dicho delante de nosotros. Ya éramos cinco. La procesión seguía a su ritmo quedo por el horno del Juanito Corona. Al poco abrió la puerta la Matilde y su marido y, casi sin hablar, dijeron: -Hacednos un sitio que venimos al encuentro- Nos arrejuntamos un poco y se colocaron entre el quicio de su puerta y el de la tía Florencia. La calle entera seguía embelesada pidiendo perdón al Nazareno por los pecados del pueblo. Los de los hábitos negros se iban acercando cuando apareció la tía Consuelo con sus hijos, la Chelo, el Antonio y la Pili. -¡Ay, qué susto, hija mía! -Suspiró mi madre- Podíais haber tosido o algo para que os hubiéramos oído. No que así… -Bueno, es que también venimos al encuentro. ¡Tanto encuentro, tanto encuentro! yo ya estaba medio perdido. Si nos veíamos todos los días cuando íbamos por las calles de un sitio a otro ¿Para qué necesitábamos encontrarnos? A mi me parecía que eso del encuentro tenía que ir por otro lado, porque si no... De pronto me di cuenta de que se nos echaba encima el grueso de la procesión, cuando asomaron por la parte de abajo la señora Atilana y el señor Melquíades con toda la prole detrás. Nuestro frente de encontradizos había crecido tanto que se prolongaba calle alante. Con algo de retraso también se unieron el Román y la Loreto y el Joaquinín. Todos bien pegaditos a la pared dejamos espacio a la gente que iba llegando. Mala leche, porque ahora nos habíamos encontrado tantos que yo no veía nada y además me estaba manchando de yeso y meaos de cabra mi ropa del domingo. Para colmo aparecieron el Anastasio y la Alicia. El padre se quedó atrás pero la chica… cuatro codazos y la primera. ¡Menuda! -¡Vaya mierda con el encuentro! –dije enfadado, elevando los talones para ver algo. Mi madre ¡qué más quería oír! Alargó su mano izquierda y me soltó el soplamocos que venía aguantando desde hacía rato. No pude ni quejarme pues las imágenes, el cura, los monaguillos, la gente… todo se me amontonaba. Los mozos descendieron al Cristo y a la Virgen y los colocaron de frente. -¡Mira, mira! ahora se encuentran la madre y el hijo- dijo mi madre exultante- La Virgen llora porque llevan a su hijo al Calvario y el hijo se siente reconfortado porque ve a su madre- añadió. De pronto el Sacerdote pronunció: -Mujer, ahí tienes a tu hijo” –Todos embelesados y mustios de tristeza compartíamos el dolor de la Virgen. Y volvió a decir: -Hijo, ahí tienes a tu madre -Un silencio espesó durante varios minutos la inflexión de las dos frases. En un instante el cruce de calles adquirió un halo de sacralidad. Con el paso de los segundos la gente se fue relajando y dejó de contemplar las imágenes. Centraban sus miradas entre ellos. Como si lo de menos fueran los pasos. Ahora los importantes eran ellos mismos que se decían: -“Hombre, gracias que nos hemos encontrado un año más. Que nos encontremos al año que viene”. ”Pues sí, ya ves, un invierno crudo, pero ya apunta la primavera, menos mal”. La verdad es que no se lo oí a nadie pero unos a otros se lo decían con los ojos. Se veía. Los vecinos estaban contentos de encontrarse. Desde ese momento “La Procesión del Encuentro” del Viernes Santo adquirió un completo sentido para mi. Nunca se me olvidará. Algunas noches de invierno mi madre me mandaba a casa de mi abuelo con tres croquetas en una tacita de porcelana desconchada por el borde. Para que cenara. La esquina imponía respeto. Bajaba la costanilla del tío Vicente paseando la mano temblorosa por la arenilla que soltaba la argamasa espolvoreada de la pared del tío Rafaelito a la vez que sujetaba mis pensamientos: -¡Mira que si me encuentro al crucificado al trasponer la esquina del Luciano o a la Virgen saliendo de la casa de la tía Dominga! Pero no me importaba. Durante todo el camino me acompañaba los rayos de claridad que salían por ventanas y puertas entrecerradas. Las bombillas sólo tenían 25 vatios pero hacían compañía. Tres pasos y me topaba con el resplandor de la posada de la tía Regina, otros tres y la luz de la carnecería del Esteban, a la izquierda la cocina de Luchi, más allá la don Juan, el Cura, a continuación la del Juanito Puerta y ya lejos la de la señora Nati y la señora Aurora. Después la de la tienda del tío Primitivo y algún pequeño resquicio que se escapaba por debajo de la puerta de la Felisa. ¿Que qué Felisa? la mujer aquella con bigotes que echaba de comer al Tomás el Rabias después de esparcir las almortas a las cabras que escondía en aquel túnel de enfrente. Al final del trayecto, la del señor Felipe el pimentonero, que arqueaba toda la puerta, como si fuera la del Palacio de la Ópera. La verdad es que iba todo el camino acompañado. -Abuelo, ahí tienes las croquetas –le decía. -¿Y no te ha dado miedo venir con la noche tan oscura que hace? -¡Qué miedo me va a dar! La luz de las cocinas se escapa por las ventanas de las casas y se ve… ¡uf! –Me metía un torreznillo dentro de un trozo de pan y me contestaba: -Hijo, ahí tienes tu recompensa -Me volvía comiéndolo y curioseando el misterio nocturno de las casas por entre la luz de las ventanas. Me gustaba sentir que dentro se encontraban reunidas las familias. Capítulo II


También hoy es Viernes Santo, pero del año 2010. El sol mañanero no se veía acompañado de mucha gente por las calles. La gente descansaba de un largo invierno de trabajo. El reloj de la villa repetía las campanadas de las doce horas pero no impulsado por la lentitud de aquellas enormes pesas colgantes. Ahora lo hacía por una maquinaria moderna que lo civilizaba hasta el punto que dejaba de sonar de doce a ocho para el sueño. Sin embargo el sonido había perdido la vaga languidez de antaño, anunciadora del tiempo que transcurre irremisible en cada instante. Era ése un matiz reservado únicamente para los arbanconeros. En el pueblo el tiempo dura más porque la tranquilidad de la vida te invita a captar el paso de un momento a otro. Tu presente se vuelve universal. Lo vives con todos los seres de tu alrededor, en familia. -¿Habrá procesión del encuentro? Ya tenía que haber transcurrido la bandada de chavales con sus carracas. Y nada. ¡No puede ser! –me dije- La gente necesita encontrarse, si no es en la iglesia en el vermú, en la partida, el paseo, en… -Y me lancé a la cuesta de la tía Consuelo a ver con quién me encontraba. Ligero descendí por el empedrado constatando que la casa de la Matilde no existía. Dos contenedores verdes, como dos guardias civiles, custodiaban el recinto explanado desde hacía tiempo. -Fíjate, tantos años bajando por aquí y no me había dado cuenta de que habían tirado la casa. Porque uno toma conciencia real de la ausencia de una cosa cuando sobre la herida coloca su propio recuerdo y un día él mismo lo arranca de un tirón. Hace daño, pero conviene. Y así lo hice -Giré la mirada y tampoco estaba la casa de la tía Florencia, la de la Victorina se había convertido en un patio amurallado. El silencio de los andares puntillosos en la casa del Hergueta se había transformado en un tremendo guirigay de adolescentes. Me quedé parado en el cruce y extendí la mirada por la calle de la Soledad arriba. Por la puerta de la Anita asomaron dos perros feos de verdad. Es más, la última casa, la de la tía Martina, ya no estaba. Miré por la calle de la Satur y tampoco vi flores ni geranios en su puerta. Metí las manos en los bolsillos y justo en medio de la encrucijada, donde me encontraba, y empecé a imaginar aquella Procesión del Encuentro de hacía cincuenta años, cuando lo religioso se transformaba en natural, cuando los misterios se hacían realidad, cuando nos encontrábamos todos a cada momento, cuando nos sentábamos en los poyetes de las puertas a disfrutar de nuestras caras. -Cierto, las cosas no están donde estaban. O se han ido solas o alguien las ha cambiado de sitio. Bueno, tú aún sigues ahí. Dale gracias a la vida. Por lo menos te puedes encontrar contigo mismo… Absorto estaba en estos pensamientos cuando el pitido insistente de una moto me hizo saltar. Volví la mirada y me topé con una procesión de motos en ringlera la calle de la Soledad arriba. Bramaban como yenas hambrientas. Cada artefacto tenía cuatro ruedas y un tubo de escape que vomitaba chorros de humo negruzco. En el bar me enteré de que las llaman rompecaminos. -Pero, ¿qué hace usted ahí como un pasmarote en medio de la calle que casi le pillamos? –Una voz resquebrajó el aire. Los motoristas tenían cubierta la cabeza con una escafandra en la que se espejeaba el sol hiriéndome la vista. Yo no supe de donde salieron aquellas voces. Me acerqué a la calle del Luciano a ver si por allí… y me choqué con otras cuatro motos más sencillas. Éstas sólo tenían dos ruedas, pero rugían tan sedientas de polvo como las otras. -¡Apártese que tenemos prisa! –insistió amenazándome con un acelerón algún extraterrestre de aquellos. Sin pensarlo más reculé hacia el umbral de la peña Los Formidables y les indiqué el paso libre con la mano. Unas tras otras fueron cruzándose en cremallera y arrearon hacia la Soledad envenenando el aire sano de aquella mañana azul. Volví al centro de las calles y me quedé mirando el color de azufre que salía de sus culos a ráfagas insistentes. Y pensé: -¿Esta gente algún día se encontrará con alguien? Difícil. Van siempre tan rápido. A lo mejor en el infierno, porque esas motos tan tremendas seguro que te llevan hasta allí -Me arremangué la camisa al estilo pueblo y me subí al pan. -Allí, amigo mío, a las once siempre hay gente que te espera.



José Antonio Pinel Martínez Arbancón. Semana Santa de 2011