lunes, 21 de julio de 2008

LA TIENDA

LA TIENDA

A los chicos de mi pueblo,
brutos como araos
pero tiernos como pámpanos


Capítulo 1
AN CA’L MAXI


El recado

Cuando Don José, el Maestro, pidió un voluntario para ir a comprar una bombilla de 40 enseguida levantó la mano. A Tristán le encantaba ir a la tienda.
C’al Maxi escondía un embrujo especial para cualquier chiquillo del pueblo. Era como adentrarte en una ciudad repleta de misterios. Abrías una de las dos puertas de cristales y sonaba una campanilla que te advertía, como en el teatro, del espectáculo que ibas a presenciar. Bajabas los dos escalones y te enfrentabas a un mostrador torneado en cuadros de madera que debieron ser amarillos en otro tiempo. Y sobre él múltiples variedades. En el centro, una lata grande de escabeche hacía las veces de sol a un montón de productos que giraban alrededor de aquél sistema solar al que nos sentíamos atraídos todos los vecinos. En ella se hincaba un tenedor de madera como una flecha caída del cielo. A la izquierda se apilaban, unos encima de otros, los botes abombados de caramelos: los de a perra chica, los de a diez céntimos, los morados en forma de gajo de naranja, los toffes, los sugus, los de miel, etc. Más arriba las bolas: las de anís, las de chicle “bazoka” y, las últimas, las bolas de jugar al gua. Del poste que dividía el mostrador salía un brazo fino de hierro con un platillo de oro viejo y una bombilla en su interior; parecía un atleta en pleno salto de longitud. A su lado un candil apagado esperaba que se fuera la luz para hacerse presente, cosa muy frecuente en las noches de invierno. A la derecha encontrabas una pila de fregadero de mármol jaspeado en color rosa. En ella el Maxi despachaba el vino. Y colgadas de unas escarpias las jarritas para medirlo, colocadas de mayor a menor: la jarra de litro, la de medio litro, el cuarto, el cuartillo, el centilitro, el decilitro y el mililitro. Del techo pendía un bacalao seco y lleno de sal como una cuchilla capaz de soltarse en cualquier momento y guillotinarle el cuello al Maxi. Una cortina de colores tapaba el arco de la puerta que comunicaba con la vivienda. Sobre él un reloj grande de pared con forma octogonal y en madera color cereza hacía las veces de Pantocrator medieval. Las horas estaban marcadas en números romanos. Sus manillas salían del centro y antes de llegar a las horas se abrían en un circulito. Y siempre marcaba la misma hora: las cinco.
Cuando Tristán se fijó en las manillas pensó para sus adentros: -Ese reloj debe ir adelantado, porque salimos de la escuela a las cinco y todavía estamos haciendo manualidades...
El poste dividía la tienda en dos. A la izquierda se encontraba la parte de confección: las telas enroscadas en unas tablitas planas y brillantes se apilaban mostrando sus dibujos floreados. Encontrabas tela para un traje, un vestido, una mantelería, un delantal... A continuación todo era un mar de cajitas, unas encima de otras, incrustadas en la pared. Deseosas todas de abrirse, esperaban la mano del mago que tirara de ellas para mostrar su secreto. Podían salir unos pañuelos de encaje, unas peinetas de carey, unas ballenas para corsé, unas hebillas de oro para el cinto, unos sujetadores de color celeste, etc. Al fondo, el mostrador hacía un ángulo recto. En esa parte las cajas se volvían más pequeñitas y llevaban escrito en su frontal lo que contenían: puntillas, cintas, dedales, agujas, bobinas, etc.
-¿Qué quieres, chiquillo? –le preguntó
-Me ha dicho el Señor Maestro que me dé una bombilla de cuarenta –contestó
-Espera un poco que las tengo en la trastienda. –Y el Maxi desapareció por la puerta arqueada que daba a lo oscuro. Aquella parte era la que más intrigante. Tenía la penumbra suficiente para ser un pasillo encantado. Como nunca daba la luz, por no gastar, le veías entre sombras poner una escalera, subirse, tirar de una caja, hurgar en ella y volverla a meter. Luego sacaba otra, la sujetaba con el pecho, miraba y la volvía a su sitio. Se bajaba y desaparecía con su escalera por el fondo. Más abajo las cajas eran de madera, largas y estrechas y se notaba que pesaban. A veces las abría y oías ruidos de casquillos, hormigueo de clavos y tachuelas, tintineo de anillas, amontonamiento de tuercas... De pronto surgió de entre la neblina con una caja en las manos. Cuando el Maxi salía por el arco parecía un rey mago, con su pelo blanco, su bigote grisáceo y su talante seguro, serio y parsimonioso. Posó la caja en el mostrador y con mucha lentitud la abrió. Había seis bombillas. Cogió un papel de estraza y escribió en una esquina: “Son treinta céntimos”. La envolvió y se la dio mientras le advertía:
-Ten cuidado, chico, de que no se te caiga. El precio lo llevas dentro.
Tristán apretó con sus manos el paquete, lo justo para que no se rompiera la bombilla ni se le perdiera el precio, le sonrió y se fue hacia la puerta mirando al reloj de la pared. Cuando estuvo a su altura se paró, fijó su mirada en las manillas y dijo en alta voz:
-Ese reloj va adelantado
Un señor, que estaba detrás sentado, contestó con rotundidad:
-Ese reloj ni va adelantado ni va atrasado. Sencillamente está parado. Sentenció El muchacho, asustado, dio media vuelta y le miró. ¡Era el Juanito, el albañil!

El fudre

Ya a la entrada de la escuela esa tarde el Chino y el Arturo, que pasaban por la tienda cuando venían a la escuela, trajeron la noticia:
-¡El Maxi está sacando las cubas de vino! ¡Pronto llegará el fudre!
Había que darse prisa en las tareas de casa y acudir an ca’l Maxi. La llegada del fudre era un acontecimiento que sucedía tres veces al año: en marzo, en julio y en octubre. Los preparativos duraban varios días, luego venía el maravilloso camión y a la semana siguiente empezaban a llegar los serranos a comprar vino. Había que vivir los tres momentos de principio a fin y con toda intensidad. Solo así podrías meter baza después en las conversaciones de la pandilla.

La limpieza de las cubas

El Maxi sacaba una por una las diez cubas que tenía y las llevaba a enjuagar con agua en el pilón de la fuente de los cuatro caños. Como estaban vacías las manejaba con facilidad. Pero no las podía rodar de frente porque la calle hacía cuesta abajo y podían coger excesiva velocidad. El truco estaba en moverlas inclinando más una cara que otra del cilindro de forma alternativa y parando cada cierto trecho. Tantas veces lo había hecho que ya era un auténtico especialista en mover cubas vacías. Se le notaba orgulloso de su trabajo. Los chicos nos dábamos cuenta y le formábamos un pasillo. En la cabecera se ponían los mayores. En un lado el Clemente, el Gabriel, el Roberto; en el Bernardo, el Miguel, el Adolfo.... Luego la siguiente generación: el Pirri, Jaime el chico del cartero, el Elías, el Lolo, el Adrián.... A continuación nos apretujábamos nosotros: Jose Luis el Chino, el Octavio, el Arturo, Antonio el del Quiterio, el Salva... Ya al final, asomando como podían la nariz se veía a José María, a Joaquín, a Carlos el del Chato, Benito, Jesús el de la Flora, el Pisto, el Paquillo, etc. Cuando el Clemente ordenaba todos le coreábamos a compás desde los lados y levantando los pies:
-Unaaa, dooos, treees, cuatrooo, cincooo, seisss yyy...¡ para Maxi!
Y el Maxi descansaba. La parada consistía en quedarse en la misma posición, pero sin parar de agitar la cuba. Nos miraba y movía la cabeza enfadado, pero claro, no podía soltar la cuba. Y de nuevo se oía en toda la plaza:
-Unaaa, dooos, treees, cuatrooo, cincooo, seisss yyy...¡ para Maxi! Y el Maxi nos medio sonreía. A la tercera vez lográbamos una conjunción perfecta de gritos, movimientos y balanceo de la cuba. Y ya se reía un poco más.
Normalmente sacaba tres cubas cada tarde a limpiar, aunque ahora ya era primavera y las tardes se alargaban. Dependía de las mujeres que vinieran a comprar. Los chavales íbamos viendo cómo se metía a fondo en la limpieza de sus cubas y esperábamos el momento propicio para entrar a la tienda, engañar a alguna de sus hijas y mangar algunos caramelos.
Todos queríamos entrar. Unos por robar caramelos, otros por ver a las hijas que eran muy guapas y la mayoría por las dos cosas. Pero aquello era demasiado serio y exigía unas normas que se debían cumplir a rajatabla. En el recreo de la mañana los mayores echaban a suertes, con el sistema de sacar la paja más larga, a qué dos les tocaría esa tarde entrar a la tienda y todos lo respetábamos. A Tristán no le tocó ningún día y lo pasó muy mal. Era de los que le importaban más las hijas que los caramelos. Pero tuvo que conformarse con lo que otros contaban: que habían robado 40 caramelos, que habían visto las piernas de las chicas y ¡qué se yo...! Y esa tarde tomó una decisión: -en cuanto venga el fudre entraré a la tienda aunque no saque la paja más larga.

¡Llegó el fudre!

La noticia corrió de pupitre en pupitre por toda la escuela:
-¡A las tres ha llegado el fudre a la curva del Navas! El conductor se está comiendo un bocadillo a la sombra del olmo y luego subirá a la plaza de los cuatro caños.
Tristán lo estuvo pensando durante las dos horas de clase: -hoy dejaré las tareas de casa para después. Primero iré a ver descargar el vino del fudre y, si veo al padre muy ocupado, entraré a la tienda a ver a las hijas- La que le gustaba era la mayor.
Cuando D. José dijo que era la hora de salir ya tenía la enciclopedia y el cuaderno guardados en la cartera. Y salió pitando. Todos querían llegar los primeros y cruzaron la plaza en un santiamén. Enfilaron por la calle del Mercurio y en cuatro zancadas se pusieron bajo los soportales del Romanitos donde se apostaba la cabina del camión. Un color rojo chillón y una trompeta encima de la puerta del conductor le daban aires de fiera indómita. El resto era un enorme cilindro tumbado que el Maxi llamaba cisterna. De la parte de atrás salía una manguera negra que atravesaba la plaza y subía por la calle del tío Benino hasta el cocedero donde descansaban las cubas ya limpias. El Maxi, sudoroso y con los guantes del vino, la recorría y, de vez en cuando, la pisaba para comprobar que el vino circulaba. A su lado siempre iba el José María haciéndose el importante. Tristán se dio cuenta de que todos estaban abstraídos con el vaciado del vino. Se hizo el despistado y se acercó a la tienda. En un arrebato apretó el picaporte de la puerta y entró. No vio a nadie detrás del mostrador. -Será el contraluz que no me deja ver- pensó y esperó unos segundos. ¡Qué desilusión! detrás del mostrador no había ninguna de las hijas. De pronto una voz ronca se oyó a su espalda:
-¿Qué quieres, chaval?
El muchacho volvió asustado la cabeza y vio sentados en un banquillo a cuatro hombres. La luz que clareaba por la ventana no le dejaba distinguir sus caras, pero enseguida los conoció: el Sr. Antonio, el Chariles, junto a la puerta, a su lado el tío Marianete, en el centro Juanito, el albañil y allá al fondo por la boina divisó al tío Marcelino, el de Monasterio. Cada uno tenía un chato de vino tinto en la mano.
-Te he preguntado que qué quieres – le dijo el del centro
Tristan se puso nervioso y se aturulló. Sin saber lo que decía, le contestó:
-Quería saber si... si.. si ya funciona el reloj de la pared –y lo señaló con el dedo.
-Ya te dije el otro día que ese reloj ni funciona ni funcionará. ¿Es que no lo entiendes? –le contestó una voz seca. Juanito, el albañil, era un señor de cara
amable y muy bien plantado. No era alto pero caminaba muy erguido. Lucía un bigote negro y muy poblado. Tenía la costumbre de moverlo hacia arriba por el lado izquierdo como para sorberse la moquita y a mi, cuando repetía ese gesto me imponía mucho respeto. En nuestra pandilla estaba su hijo, el Juanitín; ¡menos mal!
-¿Quieres alguna otra cosa? Es que el Maxi nos ha dejado al tanto de la tienda
-dijo el Sr. Antonio Chariles. Claro que quería otra cosa pero no se la iba a decir a él. Y volvió a insistir en el reloj para hacer tiempo:
-Y ¿por qué está parado ese reloj a las cinco?
Sin terminar la pregunta Juanito, el albañil, se levantó, se puso firme, sorbió dos veces seguidas su mostacho y dijo muy serio:
-Porque a esa hora le dieron capote. ¡Los muy desgraciaos!
El chiquillo no entendió lo que quería decir pero se dio cuenta que debía ser muy grave. El albañil le miró, captó su incomprensión y añadió:
-A las cinco de la mañana, el día 19 de mayo de 1937 se llevaron al Sr. Anastasio Monge y delante de las paredes del cementerio de Veguillas, allí le metieron tres tiros. A esa hora yo paré el reloj – Y se creó un silencio sepulcral.
Al instante se levantaron los otros tres hombres, agacharon sus cabezas en silencio, cogieron sus vasos y juntándolos en el aire dijeron a la vez: “¡Salud, camarada!” y se bebieron los chatos de vino. No habían terminado de beber cuando entró el Maxi quitándose los guantes y comentó:
-Bueno, ya tenemos vino para toda la serranía
-Sí, claro, y pa nosotros pa to´l verano –añadió el tío Marianete.
Tristán abrió la puerta y salió pensando: ¡Y a mi qué leches me importa el vino y la serranía! ¡Yo lo que quería era ver a la hija mayor!

¡Que vienen los serranos!

Los serranos venían desde Santotís, La Ontarla, Las Cabezadas, La Mierla, Palancares, etc. Entraban por la calle del lavadero, separados pero seguidos. Primero hacían su aparición las mulas y los borricos con sus cargas de leña. Detrás se veía al amo, más cansino que la mula, dando voces incomprensibles a la bestia y tratando de arrearla con un bardasco. Ataban las caballerías en una fila de herraduras clavadas desde antaño en la pared de enfrente de la tienda y se metían a refrescar. En un día tenían que hacer todo: llegar, vender la carga de leña, comprar víveres, llenar los pellejos de vino para la temporada y marcharse. Los chiquillos íbamos a verlos después de la escuela. Si habían cargado ya los víveres y si estaban ya bebiendo los últimos vasos de vino para aguantar el camino hasta sus casas.
Cuando habíamos comprobado que llevaban bastantes vasos de vino en el cuerpo les cambiábamos las mulas de sitio: la que estaba atada en la primer herradura la llevábamos a la última, la segunda a la quinta, la tercera a la sexta, la cuarta a la séptima, etc. y luego nos íbamos a las eras del Manolo, el barbero, desde donde les veíamos pasar haciendo eses. Como las mulas no reconocían las voces de sus amos, ni los nombres por los que las llamaban, se quedaban paradas. Ellos, que iban un poco bebidos, sacaban los bardascos e intentaban pegarlas fuerte, pero no lograban debido a borrachera que arrastraban. La confusión se acrecentaba por momentos y aquello parecía el camino de Babel. La pandilla de chavales les aconsejábamos, entre risas, que se refrescaran en el lavadero y allí se metían a darse su único baño anual. La escena era digna de un cuadro de Sorolla. Salían chorreando agua y seguían el camino dando saltos para secarse y eran las mulas las que buscaban a sus amos para lamerles el agua que soltaban. Así se reconocían hombre y bestia. Se restregaban mutuamente y seguían el camino de la vida en cariñoso maridaje. Luego desde el lavadero les perdíamos de vista por entre las carrascas de la dehesa.
Esa tarde volvíamos envueltos en comentarios y risas y, de pronto, notamos que debía de haber un serrano en la tienda pues todavía quedaba una mula atada a una herradura.
Tristán se acercó a la puerta y vio que Marisol, la hija mayor, estaba sirviendo un chato de vino al serrano rezagado. ¡Qué más quería! Sin pensarlo abrió la puerta y entró.
-Me das un caramelo –dijo a la muchacha. -Pero no tengo la perra chica
El serrano, que acababa de llevarse el vaso a los labios, cortó rápidamente:
-A mi me quedan dos. ¿Si quieres una?
Tristán miró a Marisol, luego al Serrano y después a las dos monedas de cinco céntimos que había sacado del bolsillo y vio el mundo abierto
-Gracias –añadió. Y se la cogió
-Hay para dos caramelos. El otro te lo comes tú, niña, por ser tan guapa –le
dijo sonriendo a Marisol
-Muchas gracias, señor –contestó la chiquilla. El serrano miró al reloj y, dando
el último sorbo, dijo: -bueno, me voy que ya son las cinco y hasta que llegue...
-No se preocupe señor. Aquí siempre son las cinco –soltó el muchacho
-Pues ¡qué suerte tenéis! –añadió el señor -porque en Santotís después de las cinco dan las seis y luego las siete y ya nos vamos a dormir. Como no hay luz...
-Pues es muy fácil. Todo consiste en parar el reloj. ¿Lo ve Ud.? – y le señaló las
manillas detenidas de reloj de pared.
-¡Andá! Pues yo creía que el tiempo sólo se paraba cuando moría alguien importante, y luego se ponía otra vez en marcha él solo. De todas maneras se lo diré al alcalde –añadió, y se salió en busca de la mula.
Después de que le vieron pasar montado a caballo por delante del escaparate, Marisol le dijo a Tristán:
-Oye, ¿tú crees que en Santotís habrá alcalde? si no hay ni luz...

Capítulo 2
AN CÁ LA MARUJA
El cambio

Al fin del verano el Maxi se fue a Madrid. Y se llevó a sus tres hijas. Era el año 1965 y su mujer, la Ine, había fallecido en 1959. Los chicos siempre le recordábamos como un experto en el manejo de cubas vacías. Lo peor fue la ausencia de las tres chicas: la Marisol, la Mariuge y la Elo. Aquello supuso una crisis para la pandilla de chavales.
En ese otoño pasaron muchas cosas en el pueblo. Vino un maestro nuevo, Dn. Feliciano; murió Juanito, el albañil; el Andrés y la Ascensión se fueron a Francia con el Jesús, el de la Goya, y varias familias encontraron trabajo en Madrid. La tienda pasó a manos de la Maruja, que vino con su marido, el Luis, y sus dos hijas. Los chavales no salimos muy mal del todo: se fueron tres chicas y vinieron otras dos, tan guapas como sus primas. La expectación femenina seguía en pie. Además se las habíamos quitado a los de Cogolludo, donde vivían, y eso significaba un triunfo regional.
El Luis hizo muchos cambios en la tienda. Pintó de un amarillo limón el mostrador y también el poste divisorio. Quitó la lata de escabeche del mostrador y descolgó el bacalao que impregnaba de olor a sal toda la tienda. Arrancó el brazo que sostenía la bombilla y el candil que colgaba de él y puso luces blancas de neón por el techo y en el pasillo del misterio. Ahora los tiradores de las cajitas brillaban como si fueran de plata. Donde hacía la ele el mostrador, colocó un frigorífico para guardar el pescao congelado y los frascos de caramelos los puso detrás; eso fue lo único que nos disgustó a los chicos. Cuando Tristán volvió de sus estudios en Navidad se acercó a la tienda, entró y se quedó pasmado:
- ¡Ahí va! -dijo ¡Qué cambio! Después de pasear la vista por todas las estanterías se dio cuenta de que a la derecha del mostrador estaba la Maruja y su hija mayor, Mª Antonia, y a la izquierda Luis con su hija pequeña, Marili. Era la nueva Junta Directiva.
-¡Qué bonito os ha quedado! Me gusta mucho -y les saludó.
-Gracias –agradeció Maruja con una sonrisa. Enseguida levantó la vista y buscó la esfera del reloj. Sus manillas seguían marcando las cinco en punto y añadió:
-Pero el reloj... ¡sigue parado!
-Pues, ni me había dado cuenta –contestó el Luis
-Claro, como tú no eres del pueblo, no te fijas en las cosas importantes.
-Mi padre también sabe arreglar relojes y lo hará funcionar esta tarde mismo ¿a que sí papá? -dijo la pequeña un tanto enfadada y buscando la mirada
cómplice de su padre. El Luis la sonrió y le guiñó un ojo.
-Eso será si puede- dejó caer el muchacho y se fue.
La niña levantó la trampilla del mostrador y salió corriendo tras él. Desde la puerta de cristales le gritó: ¡mi padre lo puede todo y todooo!

Los tres rubís

Casi sin luz porque ya eran las cinco y esa tarde de invierno estaba muy cerrada el Luis
y su hija Marili se empeñaban en arreglar el reloj de pared. Lo habían descolgado y lo estaban destripando encima del mostrador. Dos destornilladores y unos alicates eran los únicos testigos de la bisección que le estaban practicando a su maquinaria en la mesa de operaciones de la tienda.
-Levanta más la linterna, hija, que no veo bien -le dijo el padre
-Es que las pilas están gastadas, papá –refunfuñó la hija
Luis iba dejando los tornillos en fila, de lejos a cerca, para saber después, a la hora de colocarlos, cuál tendría que ser el primero, el segundo, etc. De pronto el padre comentó extrañado:
-Pero..., y ¿esto qué es?
-¿El qué, papá, el qué...? – preguntó la niña
El padre cogió uno de los destornilladores grandes y empezó a apalancar con mucho cuidado hasta que una pieza saltó por los aires y terminó rodando por el suelo. Luis se agachó y, cuando la puso a la luz de la linterna, se quedó estupefacto. ¡Era el balín de una bala!
-¿Qué es, papá, dímelo –preguntó la chiquilla
-Nada, hija, es un rubí, de esos que ponen en los relojes para darles más valor. No ves que está escrito en la esfera “Swiss made. Tres rubís”
Tan metidos estaban en su tarea que habían olvidado dar las luces y la tarde había oscurecido la tienda. La única luz era la de la linterna. De pronto una voz seca salió a sus espaldas: “Como ese tiene que haber otros dos. Son las tres balas que atravesaron el corazón de tu abuelo Anastasio –dijo secamente mirando a la niña.
Luis se estremeció, volvió la mirada con rapidez y preguntó:
-¿Y tú quién eres para saber eso?
-Uno que conoce bien el pueblo y su historia y apreciaba a tu suegro. Me llamo Sebastián y trabajo en Francia. Algún día volveré porque aquí nací y aquí moriré -contestó.
El padre de Marili no pensó más y se puso a destornillar piezas y a sacar, con mucho cuidado, ruedas dentadas de las tripas del reloj. Efectivamente, una bala impedía el funcionamiento de la rueda que movía las manillas de las horas, otra la de los minutos y una tercera la del nombre de los meses. Con un trapo limpió los tres balines, los frotó repetidas veces, se los colocó en el cuenco de su mano y se los enseñó a su hija:
-Mira, Marili, estos son los tres rubís que tenía el reloj
-¡Que bonitos son y qué color más rosita tienen! –exclamó sonriendo
La noche se iba echando encima y el señor dijo: Me voy , que ya conocéis el misterio de la tienda. Hasta mañana -y se fue. El Luis se quedó recolocando por orden, una por una, todas las piezas del reloj. La niña se dio media vuelta, descorrió la cortina y entró a la casa por la puerta del arco. Cuando llegó a la cocina su madre, la Maruja, freía unos huevos para cenar. La tiró de la falda y le dijo:
-Mamá, ¿sabes? Mi papá es un sabio. Arregla relojes que tienen rubís en el corazón.
El recuerdo
Pasó la primavera y al final del verano, los días 8, 9 y 10 de septiembre se celebraban las fiestas del pueblo. La gente se ponía sus mejores galas y las jóvenes lucían sus joyas, si habían tenido la suerte de heredarlas de alguna abuela. Las dos niñas, María Antonia y Marili, paseaban orgullosas su vestido de fiesta. De su cuello colgaba una gargantilla dorada que brillaba como el oro cuando la enfocaba el sol. Al salir de misa Miguel Angel, atraído por el brillo, se acercó y les dijo:
-Huy,¡qué collar más hippy lleváis! Tiene la forma de una bala pequeñita.
-Nos lo ha hecho mi padre, que sabe hacer muchas cosas –dijo la mayor
-Di que no, que son rubís que llevaba mi abuelo en el corazón. Mi padre los ha encontrado en el reloj de la tienda –la corrigió la pequeña. El tío Anastasio, que
estaba al lado, añadió:
-Pero falta uno, porque todos sabemos que fueron tres
La hermana mayor contestó:
-Es que mi madre lo ha guardado para una hermanita que vamos a tener.
-¿Y cuando va a llegar tu hermanita, guapa?-preguntó el tío.
-Ha dicho mi madre que cuando el reloj de la tienda marque el mes de octubre.
La Maruja que, debido a su estado, andaba más despacio se acercó y dijo:
-Ya ves, esta Marili que es tan cabezota como su padre. Se han empeñado los dos en arreglar el reloj de la tienda y fíjate lo que han encontrado dentro.
El tío Anastasio, que era un sentimental, la echó una sonrisa y le dijo:
-Las perlas son para lucirlas, hija. Y si son del abuelo, ¿dónde mejor que en el cuello de las nietas?

José Antonio Pinel Martínez y
soy de Arbancón.
15 de junio de 2008

miércoles, 2 de julio de 2008

PREGON VII JORNADA MEDIEVAL 2008


PREGÓN

Romances de ciego los llaman,
dicen que no vemos ná
¡ya quisieran ver algunos
lo que yo tengo que tocar!
Aquí me han traído
las gentes del lugar
a decir cuatro verdades
en la fiesta medieval.
Soy un ciego que camina,
con su lazarillo a cantar,
lo que veo con mis manos
y con éste gran zagal.

Por la Puentecilla
el amor encontró mi niña
***
Cuando suene la campana
y el sonido del badajo
se extienda por sus calles
desde las eras de arriba
hasta las eras de abajo.
Arbanconeros de ayer,
arbanconeros de hoy,
arbanconeros de mañana,
reuníos bajo el olmo
que el alcalde os reclama.
Dejad vuestras labores,
que la fiesta medieval
espera vuestra presencia
y está a punto de estallar.

Si al Sotillo vas
violetas encontrarás,
si del Sotillo vienes
¡ay amor, cómo me dueles!
***
Renovaremos el título
de villa municipal
que el Rey Carlos de España
en el siglo XV vino a otorgar.
Visitad vuestra iglesia,
el Retablo admirad
y reconoced el agua
de vuestra pila bautismal.
Al techo no miréis
para no os asustar
de una herida que recorre
su columna vertebral.
Contemplad sus pinturas
y sus legajos ojead
donde están vuestras raíces
y vuestra primera meá.

La torre de mi pueblo
no la puedo olvidar,
porque la tengo amor
cariño y amistad.
La torre de mi pueblo
No la puedo olvidar.
***
A lo largo del día
visitad los artesanos
contemplad sus maravillas
y ¡coño! dejarles algo.
Visitarán vuestro pueblo
hombres de todo lugar
que vendrán a vuestra villa
a sus calles admirar.
Recibillos de buen agrado
y dejadles pasar,
sin olvidar la cortesía
invitarles a yantar.
Sacadles una cerveza
o un par de ellas, no más,
y si siguen insistiendo
invitadles a pagar.
Enseñadles los aperos
que usabais pa labrar
decidles cómo se emplean
por si los quieren usar.
Llevadles luego a la huerta
y ponedles a practicar
que sepan cómo se saca
la harina para hacer pan.
Que conozcan las fuentes,
las plazas y el lavadero
y que tengan mucho cuidado
con las pulgas en el pandero.
Subidles a la Salceda
bajadles a la Soledad,
llevadles a la Solana
y después hasta el Hogazal.
Que sepan que en Arbancón
hay puntos cardinales,
que orientan a los hombres de día
y de noche a los animales.

La Virgen de la Salceda
allá arribita te espera
***
Que estamos en la Ruta Dorada
a lo mejor no los sabías
yo te lo diré, amigo,
“Es el camino de las viñas”
Entra por Sancho Barba,
nombre de rey sin afeitar,
llega a San Agustín,
donde hubo un pueblo colonial,
trepa al Oyo-Trijueque
y sube a Valdelasanchas
pa llegar a la Raya
donde se extiende y descansa.
Allí se lo prestamos
a los de Romerosa
donde pa la Virgen del Rosario
íbamos a sacar novia.

Si tiras para las viñas
puentes, aliagas y ruinas
***
Arbanconeros de pro,
explicad a los visitantes
lo que es el “turismo rural”:
el yacusi lo tenemos
en la balsa de Carrallano
y los masajes se los da
cada uno con su mano.

En la Huerta el Caz
las ranas te cantarán
***
Si te molesta la botarga
en cualquier esquina o plaza
dale un par de euros
y verás cómo se larga.
Si te sigue molestando
invítala a cerveza,
que beba hasta doblarse
y duerma una buena siesta.

Y en llegando al Otero
agua, tomillo y romero.
***
Por la tarde acudiremos
a los cuentos y pitangas
para crear en los niños
ilusiones y parrandas.
Al final de la jornada
nos comeremos unas migas
pa to el que se acerque
y quiera compartirlas.
Y ya entrada la noche
comeremos y beberemos
y cuando salga la luna
a la cama nos iremos.

En las fiestas de Arbancón
bollos, vino y revolcón
***
Adiós Arbanconeros,
vecinos de este lugar,
que el vino os espabile
y también el buen yantar.

Si al Sotillo vas
violetas encontrarás,
si del Sotillo vienes
¡ay amor, cómo me dueles!

El ciego, José A. Pinel, y su lazarillo. Arbancón, 21 de junio de 2008

lunes, 26 de mayo de 2008

LAS PUERTAS DEL AMOR


LAS PUERTAS DEL AMOR

-Papá, ¡ya he encontrado la web de ese pueblo! En la pantalla aparece con un nombre muy sonoro, Arbancón. La Iglesia parece muy bonita y es de un tal San Benito. También se anuncia una Casa Rural, con el nombre de “Las puertas del amor” y el dueño es un señor que se llama Anibal – le voceó el niño desde su mesa de estudio.
-Anda, lee bien y déjate de tonterías. Y grita con más fuerza que casi no te entiendo- añadió el padre, que no le oía con el ruido de la máquina de afeitar.
-Aquí dice “LAS PUERTAS DEL AMOR” papá, y viene escrito con mayúsculas- le
contestó Javi, el hijo mayor.
-¡Que nombre más romántico! Seguro que es un nidito de amor para parejas de fin de semana. Allá escondido al pie del hayedo de la Tejera Negra. ¡Uyuyuy!, eso me da mala espina. No sé yo si ese sitio es apto para menores –contestó su padre.
Cuando Juanjo quiso terminar la frase, su hijo, que manejaba perfectamente el ordenador, ya había tecleado la dirección de correo y estaba chateando con el dueño. La verdad es que los nombres del pueblo y de la casa y el comentario de su padre habían sido más que suficientes para despertar su curiosidad. Quería saber más de ese pueblo tan extraño y de esa casa tan atrayente. Sus dedos se movían raudos por el teclado y, antes de que su padre saliera del baño y les dijera que no irían, él ya tenía mucha información.
-Papá, el Sr. Anibal, que es el dueño, escribe unas cosas muy divertidas. Me ha dicho que ”tarde no es, que prisa no corre y que tiempo tenemos”. Que no lo pensemos más y que vayamos. Que tiene habitaciones para tres, y que si no las pintará. Dice que en el pueblo hay muchos pájaros y que todos duermen en los olivos, que no nos hagamos problemas por la cama.
-¡Qué cachondo! Anda, anota el teléfono y en cuanto acabe de afeitarme le llamaré – le contestó.
Juanjo era un padre separado y tenía dos hijos. Javier, un chaval de doce años al que le dominaba el interés por conocer cualquier cosa que caía en sus manos y una niña más pequeña, Irene, que con ocho seguía el mismo camino. Los dos muchachos hacían buenas migas. Sus ojos inquietos curioseaban cualquier rincón y sus manos lo toqueteaban todo sin preguntar nada a nadie. El fin de semana que estaban con su padre hacían excursiones al campo o se iban a conocer algún pueblo cercano. Ir a sitios desconocidos, husmear en casas abandonadas, meterse por los corrales de gallinas, bañarse en los estanques de riego, esas cosas les encantaban. Enseguida hacían amigos del lugar que les servían de guías para sus peripecias. El padre se olvidaba de los problemas del trabajo, descansaba de sus hijos y, si encontraba compañeros, echaba la partida al mus en el bar. La oferta les venía como anillo al dedo: un pequeño pueblo próximo a Madrid, exótico y con guiños de simpatía ¿qué más querían? Ya estaba decidido. Los cuatro días del puente de mayo los pasarían en Arbancón.
Cuando el padre terminó su aseo personal cogió el teléfono y en dos minutos solucionó la estancia. Había reservado dos habitaciones para tres noches en la casa rural, “Las Puertas del Amor”. Los muchachos saltaron de contentos y enseguida miraron al reloj a ver cuantas horas faltaban para irse. Mañana, jueves, se pondrían en camino en cuanto cargaran el coche.


PRIMER DIA. Jueves, 1
-Javier, acompaña a tu hermana a subir las maletas a las habitaciones. Yo iré en cuanto firme estos papeles con el Sr. Anibal. –le dijo su padre mientras
escribía en un papel.
Los niños subieron a la primera planta de la casa. Las maletas pesaban y las iban arrastrando por los escalones. No estaban cansados pero pesaban demasiado. Aun así subían con cierta celeridad. Estaban inquietos por ver esas puertas del amor que se anunciaban en la fachada de la casa. Cuando llegaron arriba, no podían más, dejaron caer las maletas y se sentaron encima.
-Mira, Irene, alrededor de la casa hay árboles y flores. –comentó Javier
-¡Andá, fíjate!, ahí abajo se ve una piscina azul con agua y un poco más allá hay un campo de fútbol y un frontón.
Cuando vieron que su padre comenzaba a subir las escaleras los dos se levantaron y siguieron arrastrando las maletas hasta el pasillo.
-Son las habitaciones ocho y diez – escucharon.
Llegaron hasta la puerta pero esta vez no se sentaron. Se quedaron boquiabiertos por el brillo que emitían las puertas de sus habitaciones que estaban seguidas. No se parecían en nada a las de sus cuartos de Madrid. Acercaron sus nudillos para tocarlas y oír cómo sonaban, pero dieron tan despacito que no se oyó nada. Eran de madera maciza. La puerta entera estaba dividida por una cruz de arriba abajo y de izquierda a derecha en la que resaltaban incrustados unos clavos de cabeza muy grande, redonda y abombada que parecían apropiados para lectura braille de ciegos. En cada cuarterón se advertían tres tablas verticales, marcadas también por clavos del mismo estilo pero de cabeza más pequeña. Todas ellas eran consistentes y mostraban un trazado de sus tablas distinto pero parecido. De la suya colgaba un llamador que, rápidamente picó la curiosidad de los muchachos. Miraron a las demás: cada una tenía el suyo y todos eran distintos. En la primera había un lagarto con la cabeza erguida que miraba al visitante. El de la segunda era un puño con sus dedos hacia abajo y bien definidos. Nada más verlos Javier alzó la mano para probar su sonido y su padre se la sujetó indicándole con el dedo índice en sus labios que guardara silencio pues había más gente hospedada. Aunque el pasillo era largo y se hacía un tanto oscuro, la luz que llegaba de la ventana del fondo las hacía brillar como si estuvieran recién salidas del taller. Realmente de donde salían destellos de luz era de los llamadores. En la puerta siguiente se averiguaba el ala de un murciélago y de la última, aunque no se distinguía bien por la escasa claridad, colgaba una calavera con el hueco de los ojos para meter los dedos y llamar. Cuando su padre introdujo la llave en la cerradura Javier se percató de que era muy grande, negra y estaba un poco oxidada; además debía de estar hueca porque tenía que entrar en un agujero con la forma de un interrogante y un clavo en medio. Después de encajarla, la hizo girar y la llave chirrió en las mismas entrañas de la puerta. Juanjo la empujó y la puerta siguió quejándose a la vez que trazaba el abanico de su abertura natural.
Los niños entraron veloces en la habitación, se asomaron a las ventanas y Javier preguntó a su padre:
-¿Papá, podemos irnos ya?
El padre les contestó:
-Colocad vuestras cosas en el armario, os laváis y luego os podéis marchar.
Los muchachos hicieron caso a su padre y en unos minutos estaban firmes delante de él.
-¿Nos podemos salir?-le repitieron. El padre dio un beso a cada uno y les contestó, levantando el dedo índice amenazante:
-A las dos en punto os quiero aquí para comer.
Y bajaron las escaleras recorriendo la barandilla con su mano izquierda. Eran inquietos pero también precavidos, y sobre todo estaban contentos de estar en un pueblo desconocido que les prometía tantas aventuras.


SEGUNDO DÍA, Viernes 2
El primer día de estancia había sido fiesta. Los chicos conocieron algunos sitios del pueblo: la fuente de los cuatro caños, la iglesia, el lavadero, el Cuclillo, la ermita de la Soledad y otros muchos. Por la tarde ya habían hecho dos amigos: Diego, de doce años, y Ángela, una niña de la edad de Irene. Quedaron para el día siguiente y salir a ver cosas. El día 2 de mayo era día de trabajo y la gente del pueblo estaba en sus quehaceres, los agricultores en el campo y los obreros en sus obras.
A las doce de la mañana los cuatro chavales se acercaron a una obra próxima al arroyo, atraídos por el ruido de una máquina que estaba derribando una casa antigua para levantarla de nuevo. Era la vieja casa del Requeté. Este Sr. se había dedicado en la década de los cincuenta a vender fruta que traía de Madrid y a comprar los huevos que le vendían las mujeres que tenían más de seis gallinas. El comercio lo realizaba con el único camión que entraba al pueblo los martes y jueves, la Roal. ¡El Requeté! Nadie conocía ese nombre. Mi madre decía que se llamaba así porque vendía la fruta re-que-te cara. En el lavadero se comentaba que pertenecía a unos misioneros que venían de un país muy católico que se llamaba Navarra. Más tarde algunos supimos que los requetés tenían hasta una bandera con una cruz de flechas en aspa. Lo cierto es que un día cerró la puerta de su casa y desapareció del pueblo sin despedirse de nadie. ¿Sería por lo de la fruta cara o por lo de la bandera o que acabara su misión...? Nunca se supo.
Cuando ya se cansaron de tragar el polvo que levantaba la pala del tractor, los niños se acercaron a un señor que contemplaba el espectáculo desde el poyo de la casa de enfrente, la de su cuñada Justa, y se sentaron a su lado. Desde allí veían toda la escena, no les llegaba el polvo y les daba el sol. Se encontraban a gusto. Al poco rato se acercó otro señor más mayor. Venía despacio, muy sonriente y traía las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Con el aire la chaqueta se le abombaba a los lados y parecía impulsado por dos motores laterales. Se levantaron y el señor se acomodó bien ancho en su sitio.
-¡Cóño, Leandro, qué raro verte a ti sentao y sin hacer na! –le dijo
-¡Miá!, ya ves, Jesús. Aquí estoy a ver si me llevo la puerta’l Requeté, que la quié mi Elena pa ponerla en su casa -le contestó
-Anda coño y ¿qué tiene de especial esa puerta tan vieja pa una casa nueva?
-Ya ves, antojos de la chica. Como fue la puerta donde yo rondé a su madre.... Acuérdate, ahí los dos recostados, hablábamos todas las noches, nos dimos algunos besos y nos.... En seguida le cortó Jesús sin perder su extensa sonrisa
-No sigas, no sigas, hombre. Si desde la ventana de mi cocina os veíamos too. Apagábamos la luz pa que no lo notarais. Y desde dentro veíamos cómo pelabais la pava –añadió
-No veríais mucho, porque la Frutuosa salía sin parar a vaciar agua a la calle pa que no hiciéramos ná.
Los cuatro muchachos escuchaban atentos todo lo que se decían aquellos dos hombres mayores. Pero especialmente Irene y Javier estaban embebidos en la conversación. ¿Tendría algo que ver lo que decían de la puerta del Requeté con las que había en la casa rural del Sr. Anibal? -pensaba para sus adentros Javier
-Pues mira, ya casi te la ha arrancado el Rafa con la máquina –dijo el de la eterna sonrisa.
-Voy a ver, no sea que me la destroce. Tenía un llamador antiguo y no quisiera que se rompiera. Además debajo escribí con la navaja “Antonia te quiero” y lo firmé. Estaría bien que eso no lo borrara, ¿verdá?
Cuando llegó, la puerta ya estaba en el suelo en medio de una nube de polvo. Había caído bien y la corona de laurel que tenía de llamador se había salvado. Leandro esperó un poco a que se fuera el polvo, sacó un pañuelo de su bolsillo y restregó varias veces en la madera justo debajo del llamador. Efectivamente se leía: Antonia te quiero, Leandro. Javier y su hermana miraron al Sr. que seguía en cuclillas contemplando aquella frase. Por su sonrisa, comprendieron que había rescatado un valioso tesoro para su hija.


SEGUNDA NOCHE
Durante toda la tarde la mente de Javier había sido un remolino de pensamientos. Mil preguntas se le iban y otras tantas se le venían. A muchas las encontró respuesta, pero la mayoría no la tenían. Si aquella puerta, que había visto derribar, estaba escrita todas las de las habitaciones de la casa rural también lo estarían, pensaba. Y ¿qué diría en ellas? y ¿cómo y cuándo podría comprobarlo? Necesitaba un cuchillo para raspar, un cepillo para limpiar y una linterna. Y no tenía de nada. Sólo contaba con su hermana para que le alumbrara. Por fin tomó una decisión: el cuchillo lo sacaría del comedor y usaría su cepillo de dientes. Esa noche, cuando todos durmieran, se levantarían y, con mucho cuidado, rasparían las puertas. ¡Ah!, y tenían que sacar la linterna de la guantera del coche. Lo haría sin que su padre se diera cuenta.
El reloj de la villa daba las doce y parecía que no iba a terminar nunca. Irene sacó su cabeza rubia de entre las sábanas y le dijo bajito a su hermano:
-¿Nos levantamos, Javi?
-Todavía no, que aún se oye ruido en el bar de Serafín. Esperaremos hasta la una –le contestó. Ni el uno ni la otra se podían dormir. Cuando el reloj volvió a sonar dio la media. Pero Irene le dijo a su hermano:
-Vamos ya, que ha dado la una.
Javier sabía, igual que su hermana, que era la media y no la una la que había sonado, pero no escuchó hablar y se dio cuenta de que los dos estaban tan nerviosos que el miedo podía aparecer y sería peor. Se levantaron a tientas, cogieron las cosas que habían dejado preparadas en la mesilla y de puntillas salieron al pasillo a descubrir el misterio de las puertas.
Empezarían por la suya. A un gesto de Javier la niña enfocó la interna justo debajo del llamador. La cabeza del lagarto adquirió un tono vivo verdoso y los ojos chispearon con la luz titubeante de la linterna. El muchacho decidido sacó el cuchillo y empezó a raspar con su mano derecha justo debajo. Con el cepillo limpiaba de vez en cuando el polvo que salía.
-¿Se ve algo, Javi? –le decía Irene con voz queda
-Todavía nada, pero tengo que raspar más -contestó muy bajito
El joven rastreaba su cuchillo con cuidado para no hacer ruido. De pronto se oyó:
-¡Ya lo tengo, ya lo tengo!; ¡Ahivá lo que pone!; ¡mira, mira! Dice “Marcelo y Emilia, para siempre”
-A ver a ver –dijo Irene. Su hermano la levantó por la cintura para que lo viera. Y añadió:
-Es verdad. Y esto que hay aquí ¿qué es?
Javier se dio cuenta de que al lado había dibujados dos corazones superpuestos dentro de un círculo.
-Pues ¡qué va a ser! El escudo de la pareja –le contestó
-Y qué quiere decir –refunfuñó la niña
-Pues que se juraron amor eterno y lo sellaron con un dibujo –le dijo
Irene no entendió la respuesta pero decidió que no eran horas para solucionar cosas difíciles. Mañana se lo explicaría su hermano que para eso era mayor. Enseguida se colocaron frente a la puerta de al lado a seguir la investigación. Era la de su padre y había que hacerlo con mucho cuidado. Sin mirar a su hermano, la niña enfocó la linterna justo debajo del puño que tenía por llamador y su hermano inició el raspado dos centímetros más abajo. Al momento surgió de nuevo el milagro de las letras. Esta vez había más cosas escritas. Con mucho cuidado limpió hasta la última letra y se separó para ver lo que ponía: “Casino del Pueblo”. Más abajo se leía Dionisio y María ¡Viva la República!” y al lado se notaban las cuatro rayas de una bandera que debió tener tres colores. Emocionados por lo que habían descubierto los dos hermanos se dieron un abrazo. Eran ya las dos de la mañana y quedaban otras tantas puertas por descubrir. Sin perder más tiempo se pasaron a la siguiente. ¿Qué habrá debajo de las alas del murciélago?, se preguntaban. Y se pusieron manos a la obra. Irene centró el haz de luz en el llamador y las alas del murciélago extendieron su sombra por toda la pared.
-Enfoca bien –le susurró Javier un tanto enfadado
-No soy yo, son las alas las que se alargan – le contestó Irene
En ese instante se oyó un ruido en la habitación y los muchachos se pegaron rápidamente a los lados de la puerta. La linterna quedó encendida en mitad del pasillo y se balanceaba de un lado a otro. La sombra del murciélago se estiraba a lo largo del techo y bajaba lentamente de pared a pared. Irene empezó a sentir miedo y su hermano lo notó. Puso su mano en sus labios para que guardara silencio y así lo mantuvo hasta que desaparecieron los ruidos.
A una señal de Javi reanudaron la tarea y pronto empezaron a surgir uno tras otro los nombres de una nueva pareja. Esta vez se leía: “Romanitos, el pequeñito, y Juana, la grande ¡A por los diez!” y al lado había dibujada la trompetilla de alguacil.
Estaban abstraídos en la lectura cuando se oyó un ruido seco. Siguieron unos pasos y la puerta de la habitación próxima al baño se abrió. Los dos niños se escondieron en el mismo dintel de la puerta del murciélago y allí aguantaron sin respirar hasta que el individuo volvió a su cuarto. Sin pensarlo más cogieron sus trastos y se metieron en su dormitorio. El miedo les había invadido. Faltaba sólo una puerta y ¡era la de la calavera!. Mañana la investigarían. Y se fueron a dormir.


TERCER DÍA, Sábado 3
Si no hubiera sido por la luz del sol, que se filtraba entre los visillos de la habitación, los dos niños habrían dormido hasta el mediodía. Pero a las once ya estaban desayunados y listos para continuar su aventura. Su padre había ido a Cogolludo a comprar el periódico. Antes de que volviera, salieron rápidamente en busca de sus amigos. Nada más verlos les preguntaron si sabían dónde estaba hoy la máquina tiracasas. Todos se encogieron de hombros. Decidieron subir a las eras de arriba. Desde allí por el ruido o por el polvo localizarían el lugar donde estaba hoy derribando alguna casa vieja. Recorrieron la vista por todo el paisaje del pueblo. Sólo se respiraba paz y tranquilidad. De pronto una señora de negro rompió el silencio llamando a sus gallinas a la vez que esparcía cebada por el suelo que sacaba del delantal que llevaba recogido.
-¡Titas!,¡titas!,¡titas! – se la oía
Era la Vitoria que vivía en Trascasa. Nunca abandonaba la sonrisa esta mujer ni tampoco la ironía. Los chicos se acercaron a preguntarla:
-Buenos días, Vitoria –dijo Ángela, la niña del pueblo
-Buenos días –contestó. ¿Qué quieren estos dos angelitos de la mañana? -Les preguntó sonriendo
-¿Sabe Ud. dónde está la máquina que rompe las casas viejas?-añadió Irene
-¡Ay, hijas! Hoy es sábado y ya no trabaja nadie. Si fuera antes... no parábamos ni los domingos. Ya veis, total, pa media ocena de gallinas –se lamentó
Los cuatro se miraron, agacharon la cabeza y se bajaron por la calle la Soledad, la de la Alicia, después de darle las gracias a la señora. Cuando llegaron a la ren de Frade notaron un olor fuerte a producto químico. Curiosearon entre las rejas de un jardín y vieron a un señor que limpiaba una puerta recostada en la pared. Era de las que ellos conocían bien. Javier se acercó y le pareció más bonita incluso que la del Requeté. Sobresalían doce cuarterones en relieve y las cabezas redondas de cinco clavos que parecían medios mundos, uno en cada esquina y otro en el centro. Abajo, a la derecha se balanceaba una trampilla que cumpliría en su día las funciones de gatera; ¿cuántos gatos habrían entrado y salido por ella? Y, claro, también tenía su llamador: era una espiga rebosante de granos de trigo inclinada hacia el lado por donde se abría.
-¿Oiga Señor, esta puerta es suya? -Le preguntó Javier
- Ahora sí, muchacho, pero antes fue de mi abuelo Eduardo que la tenía en el cocedero del vino y mucho antes del bisabuelo, el Vicentillo. Y cuando mi hija Mari se haga su casa será suya. ¡Fíjate de cuántos es! –le contestó el hombre.
-¿Y Ud. hablaba y se besaba con su mujer por las noches, cuando eran novios, recostados en ella y agarrados a la espiga del llamador? –insistió
-¿Y tú cómo sabes tantas cosas si no eres del pueblo? –le volvió a preguntar
-No, yo no las sé; el que las debe saber es Ud. A mi me gusta imaginarlas –le respondió el chaval muy seguro.
-Pues mira donde está escrito: Eduardo y Nieves. Y una flecha atravesaba un corazón un poco torcido. Ya verás; según vayamos quitando capas de pintura aparecerán más nombres -completó.
El señor movía su brocha decapando la pintura gris por las ranuras de los cuarterones. Enseguida apareció debajo otra capa de pintura. Esta era verde. Con mucha suavidad pasó la brocha varias veces junto al llamador y surgieron en letra redondilla otros dos nombres: Eduardo y Juliana. 1.898, ¡Qué linda es Cuba!. Los muchachos quedaron atónitos de lo que vieron.
-Veis, estos son mis abuelos, porque también se querían hace dos siglos, sabes? Y cuando volvió de la guerra de Cuba aquí se dieron el primer beso, supongo yo-añadió el señor. Javier, que era el mayor, no daba crédito a lo que veía. Sus
pensamientos volaban hacia un pasado totalmente en blanco para él.
-O sea que, si sigue Ud. raspando, encontrará nuevas capas de pintura y se descubrirán otros nombres más antiguos aún? ¡Qué maravilla! -comentó Javi.
-Pues posiblemente. Si aguantáis un rato lo veremos –le sugirió.
Los muchachos se morían de ganas por llegar a la última capa de pintura. Le pidieron unas brochas y se pusieron a decapar la pintura verde que envolvía ahora la puerta. En unos minutos toda ella brillaba con el producto químico que ahuecaría la última capa.
-Ahora, con mucho cuidado pasáis el trapo y aparecerá otra pintura- les dijo. Y efectivamente de nuevo se obró el milagro del tiempo. Un poco más abajo apareció como última capa el color natural de la madera y, aunque mal, se podía leer: Inés y Vicentillo. Para siempre. Y al lado 1.850
-¡Mis bisabuelos! –gritó sorprendido el Señor de los pinceles
-¡No me lo puedo creer! Y ¡qué letra más redondita! –El chico pensativo añadió- Entonces, si juntáramos todas las puertas del pueblo se formaría el libro de la historia de amor de Arbancón
-Pues claro, muchacho. En el pueblo hay pocos libros, porque las hojas de su vida están escritas en las puertas, en las calles, en los poyos, en las eras y en todos los sitios. Por eso la gente está siempre por la calle. Para leer su historia – le respondió
Javier se le quedó mirando, metió las manos en los bolsillos y se fue muy pensativo. Sus amigos le siguieron jugueteando por la calle. Antes de trasponer la esquina del Mariano, el chaval se volvió hacia el señor que ya estaba recogiendo los pinceles y le preguntó:
-¿Cómo se llama eso con lo que quita la pintura?
-“Decapante”-le contestó- y es muy tóxico. Lo guardo ahí en el garaje- y le indicó el sitio con la brocha. Javier fijó su mirada con mucha atención en el lugar que le indicaba y observó el modo de abrir la puerta. Se volvió, dio una patada a una piedra y dirigiéndose a su pandilla gritó:
-¡Maricón el último!- y los cuatro salieron corriendo la cuesta arriba.

TERCER NOCHE
Tenía que conseguir el decapante como fuera para esa noche. Sólo le faltaba por descubrir la puerta de la calavera y sus secretos ocultos.
Cuando anocheció Javier se acercó al garaje de Eduardo. Pasó por delante dos veces y vio la puerta abierta. No se veía a nadie. A la tercera vez se decidió y entró. Fue derecho al estante donde guardaba el bote. Levantó la mano para cogerlo y de pronto se prendió la luz. El chico se volvió asustado y allí estaba el señor de la mañana.
-No te asustes, Javi. Te estaba esperando. Sabía que ibas a venir a buscar el decapante- le dijo sonriendo
-Y ¿cómo lo sabías?-le preguntó
-Porque he sido maestro muchos años y sé leer en los ojos de los niños. Toma, aquí tienes lo que buscabas. ¡Que descubras muchos misterios! – y le dio el
bote y una brocha.
-Muchas gracias, Don Eduardo -añadió y se metió el bote debajo del jersey y la brocha en el bolsillo.
Como todas las noches el reloj de la villa se volvía perezoso cuando daba las doce. Le costaba llegar a la última campanada. En cuanto sonó saltaron como muelles de la cama. Decididos y descalzos se adentraron en la oscuridad del pasillo. La calavera casi no se veía. Solo dos puntitos de luz se escondían en los huecos de sus ojos. Con agilidad aplicaron el decapante. Mientras esperaban su efecto Javi se dio cuenta de que era la mitad de una puerta, porque subían unas líneas en bajorrelieve que finalizaban haciendo medio arco. Irene desdobló la servilleta que sacó del comedor y se la alcanzó a su hermano. Esperó un poco más y la fue restregando de lado a lado de la puerta. Unas letras muy grandes iban apareciendo. Insistió unas pasadas más con la servilleta y cuando ya se veían enteras los dos se recostaron en la pared de enfrente para poder leer. Ponía en mayúsculas CAMPO SANTO
-Eso ¿qué es?-preguntó bajito Irene
-No lo sé -le contestó su hermano
-Pues sigue dando pintura de esa a ver si lo descubrimos- le pidió la niña. Y su
hermano siguió aplicando con la brocha las últimas gotas del decapante. Pasados unos minutos Irene se puso de puntillas y pasó la servilleta de nuevo por las tablas. Una serie de nombres con una cruz y un año iban apareciendo unos debajo de otros:
Inés Segoviano + 1.959
Cristeta Navas + 1.966
Martina Soria + 1.972
Fructuosa Heras + 1.975
Teodoro Pinel + 1.995
Petra Martínez + 1.996
El último casi no se veía. Los muchachos se quedaron mudos. No sabían qué decir. Al punto Javier reaccionó:
-A ver si va a ser la puerta de un cementerio, porque esa cruz que tienen todos... y se quedó pensativo. Irene, que era muy lista, volvió sin hacer ruido a la habitación, trajo un papel y un bolígrafo y, uno por uno, apuntó todos los nombres y sus fechas. Miró a su hermano y ambos comprendieron que ya no podían ver más y regresaron a sus camas. La niña colocó el papel doblado con los nombres bajo la almohada.
-¿De quién serán estos nombres?-pensaba. Mañana lo descubriré –y se durmió.

ÚLTIMO DÍA
Juanjo les exigió que estuvieran puntuales a la una. Se irían pronto para evitar la caravana. Sin decir nada Irene bajó las escaleras con su papel doblado en la mano. Javier intentó seguirla pero su padre le exigió que se quedara para hacer las maletas. La niña subió por la calle de La Soledad, la misma que habían bajado el día anterior. Iba muy decidida. Sólo enseñaría su papel a la señora que la comparó con un ángel. Cuando llegó a Trascasa llamó fuerte:
-¡Señora Vitoria! ¡Señora Vitoria!
En unos segundos la tenía delante con el mismo vestido negro y la misma sonrisa.
-¿Qué quieres, angelito?
La muchacha se sentía volar entre las nubes cuando la escuchaba decir angelito. Extendió su mano con el papel y se lo dio. La señora lo abrió y con dificultad leyó los nombres, las cruces y los años.
-Está escrito en la última puerta del pasillo de la Casa rural. Encima pone CAMPO SANTO. Lo hemos descubierto mi hermano y yo - le dijo
-Hijita, en este pueblo hay muchos campos, pero sólo hay uno que es santo –le explicó
-¿Y ese campo tiene puerta?-insistió
-Si, claro. Es la última puerta que se pasa en la vida. Cuando entras ya te quedas allí para siempre.
-Entonces ese Campo Santo ahora estará abierto, porque el señor Anibal ha puesto su puerta en la última habitación del pasillo de su casa rural –añadió
- Es que este Anibal la habrá quitado por si alguien quiere salir, para que no tropiece -le dijo un tanto irónica. Irene la miró pensativa y contestó:
-Claro, después de tanto tiempo, a lo mejor alguien se cansa y quiere volver ¡Qué listo es el señor Anibal! Adiós señora, que mi padre me espera
-Antes, déjame que te de un beso, angelito –le pidió. Irene se acercó y la besó.
-Gracias, Vitoria, por llamarme angelito. Es el nombre que más me gusta. Y se fue corriendo por la cuesta abajo.
Cuando llegó la única maleta que faltaba por cargar era la suya. Por la mirada de su padre comprendió que se tenía que dar prisa. Saldrían pronto para Madrid. Con rapidez bajaron todas las cosas al coche y las pusieron al pie del portamaletas. Su padre las iba colocando unas junto a otras para que no se movieran. Comieron tranquilamente. Después de tomar el café los niños se despidieran y se metieron en el coche. Su padre tenía que pagar. Juanjo se levantó y, al ver que el dueño no estaba por la barra del bar, le llamó en voz alta.
-¡Anibal! ¡Anibal!
-Suba Ud. que estoy aquí arriba – se escuchó.
Subió y le vio de pie frente a la puerta de la habitación donde él había dormido esos días, tratando de rayar algo con una navajilla.
-¿Qué esta Ud. haciendo?-le preguntó
-Tus chicos, que se dejan las cosas a medias. Son todos iguales –le contestó
El padre se acercó para ver de cerca a qué se refería.
-Como les has dicho que os vais tan rápido los pobres no han podido terminar.
Anibal dejó caer los brazos que sujetaban la navajilla y su pañuelo, volvió la mirada y le dijo:
-Para eso estoy yo, para terminar lo que otros empiezan.
Juanjo se quedó estupefacto cuando leyó en medio de la puerta:
Juanjo quiere a Mariang....
El padre, impresionado, no supo qué decir y sacó un cigarro para prenderlo
-¿Cuánto te debo? -pronunció
-Otro día, cuando haya terminado de escribir lo que falta, me lo pagas. Como tarde no es, prisa no corre y tiempo tenemos...


José Antonio Pinel Martínez
19 de marzo de 2008.