lunes, 21 de julio de 2008

LA TIENDA

LA TIENDA

A los chicos de mi pueblo,
brutos como araos
pero tiernos como pámpanos


Capítulo 1
AN CA’L MAXI


El recado

Cuando Don José, el Maestro, pidió un voluntario para ir a comprar una bombilla de 40 enseguida levantó la mano. A Tristán le encantaba ir a la tienda.
C’al Maxi escondía un embrujo especial para cualquier chiquillo del pueblo. Era como adentrarte en una ciudad repleta de misterios. Abrías una de las dos puertas de cristales y sonaba una campanilla que te advertía, como en el teatro, del espectáculo que ibas a presenciar. Bajabas los dos escalones y te enfrentabas a un mostrador torneado en cuadros de madera que debieron ser amarillos en otro tiempo. Y sobre él múltiples variedades. En el centro, una lata grande de escabeche hacía las veces de sol a un montón de productos que giraban alrededor de aquél sistema solar al que nos sentíamos atraídos todos los vecinos. En ella se hincaba un tenedor de madera como una flecha caída del cielo. A la izquierda se apilaban, unos encima de otros, los botes abombados de caramelos: los de a perra chica, los de a diez céntimos, los morados en forma de gajo de naranja, los toffes, los sugus, los de miel, etc. Más arriba las bolas: las de anís, las de chicle “bazoka” y, las últimas, las bolas de jugar al gua. Del poste que dividía el mostrador salía un brazo fino de hierro con un platillo de oro viejo y una bombilla en su interior; parecía un atleta en pleno salto de longitud. A su lado un candil apagado esperaba que se fuera la luz para hacerse presente, cosa muy frecuente en las noches de invierno. A la derecha encontrabas una pila de fregadero de mármol jaspeado en color rosa. En ella el Maxi despachaba el vino. Y colgadas de unas escarpias las jarritas para medirlo, colocadas de mayor a menor: la jarra de litro, la de medio litro, el cuarto, el cuartillo, el centilitro, el decilitro y el mililitro. Del techo pendía un bacalao seco y lleno de sal como una cuchilla capaz de soltarse en cualquier momento y guillotinarle el cuello al Maxi. Una cortina de colores tapaba el arco de la puerta que comunicaba con la vivienda. Sobre él un reloj grande de pared con forma octogonal y en madera color cereza hacía las veces de Pantocrator medieval. Las horas estaban marcadas en números romanos. Sus manillas salían del centro y antes de llegar a las horas se abrían en un circulito. Y siempre marcaba la misma hora: las cinco.
Cuando Tristán se fijó en las manillas pensó para sus adentros: -Ese reloj debe ir adelantado, porque salimos de la escuela a las cinco y todavía estamos haciendo manualidades...
El poste dividía la tienda en dos. A la izquierda se encontraba la parte de confección: las telas enroscadas en unas tablitas planas y brillantes se apilaban mostrando sus dibujos floreados. Encontrabas tela para un traje, un vestido, una mantelería, un delantal... A continuación todo era un mar de cajitas, unas encima de otras, incrustadas en la pared. Deseosas todas de abrirse, esperaban la mano del mago que tirara de ellas para mostrar su secreto. Podían salir unos pañuelos de encaje, unas peinetas de carey, unas ballenas para corsé, unas hebillas de oro para el cinto, unos sujetadores de color celeste, etc. Al fondo, el mostrador hacía un ángulo recto. En esa parte las cajas se volvían más pequeñitas y llevaban escrito en su frontal lo que contenían: puntillas, cintas, dedales, agujas, bobinas, etc.
-¿Qué quieres, chiquillo? –le preguntó
-Me ha dicho el Señor Maestro que me dé una bombilla de cuarenta –contestó
-Espera un poco que las tengo en la trastienda. –Y el Maxi desapareció por la puerta arqueada que daba a lo oscuro. Aquella parte era la que más intrigante. Tenía la penumbra suficiente para ser un pasillo encantado. Como nunca daba la luz, por no gastar, le veías entre sombras poner una escalera, subirse, tirar de una caja, hurgar en ella y volverla a meter. Luego sacaba otra, la sujetaba con el pecho, miraba y la volvía a su sitio. Se bajaba y desaparecía con su escalera por el fondo. Más abajo las cajas eran de madera, largas y estrechas y se notaba que pesaban. A veces las abría y oías ruidos de casquillos, hormigueo de clavos y tachuelas, tintineo de anillas, amontonamiento de tuercas... De pronto surgió de entre la neblina con una caja en las manos. Cuando el Maxi salía por el arco parecía un rey mago, con su pelo blanco, su bigote grisáceo y su talante seguro, serio y parsimonioso. Posó la caja en el mostrador y con mucha lentitud la abrió. Había seis bombillas. Cogió un papel de estraza y escribió en una esquina: “Son treinta céntimos”. La envolvió y se la dio mientras le advertía:
-Ten cuidado, chico, de que no se te caiga. El precio lo llevas dentro.
Tristán apretó con sus manos el paquete, lo justo para que no se rompiera la bombilla ni se le perdiera el precio, le sonrió y se fue hacia la puerta mirando al reloj de la pared. Cuando estuvo a su altura se paró, fijó su mirada en las manillas y dijo en alta voz:
-Ese reloj va adelantado
Un señor, que estaba detrás sentado, contestó con rotundidad:
-Ese reloj ni va adelantado ni va atrasado. Sencillamente está parado. Sentenció El muchacho, asustado, dio media vuelta y le miró. ¡Era el Juanito, el albañil!

El fudre

Ya a la entrada de la escuela esa tarde el Chino y el Arturo, que pasaban por la tienda cuando venían a la escuela, trajeron la noticia:
-¡El Maxi está sacando las cubas de vino! ¡Pronto llegará el fudre!
Había que darse prisa en las tareas de casa y acudir an ca’l Maxi. La llegada del fudre era un acontecimiento que sucedía tres veces al año: en marzo, en julio y en octubre. Los preparativos duraban varios días, luego venía el maravilloso camión y a la semana siguiente empezaban a llegar los serranos a comprar vino. Había que vivir los tres momentos de principio a fin y con toda intensidad. Solo así podrías meter baza después en las conversaciones de la pandilla.

La limpieza de las cubas

El Maxi sacaba una por una las diez cubas que tenía y las llevaba a enjuagar con agua en el pilón de la fuente de los cuatro caños. Como estaban vacías las manejaba con facilidad. Pero no las podía rodar de frente porque la calle hacía cuesta abajo y podían coger excesiva velocidad. El truco estaba en moverlas inclinando más una cara que otra del cilindro de forma alternativa y parando cada cierto trecho. Tantas veces lo había hecho que ya era un auténtico especialista en mover cubas vacías. Se le notaba orgulloso de su trabajo. Los chicos nos dábamos cuenta y le formábamos un pasillo. En la cabecera se ponían los mayores. En un lado el Clemente, el Gabriel, el Roberto; en el Bernardo, el Miguel, el Adolfo.... Luego la siguiente generación: el Pirri, Jaime el chico del cartero, el Elías, el Lolo, el Adrián.... A continuación nos apretujábamos nosotros: Jose Luis el Chino, el Octavio, el Arturo, Antonio el del Quiterio, el Salva... Ya al final, asomando como podían la nariz se veía a José María, a Joaquín, a Carlos el del Chato, Benito, Jesús el de la Flora, el Pisto, el Paquillo, etc. Cuando el Clemente ordenaba todos le coreábamos a compás desde los lados y levantando los pies:
-Unaaa, dooos, treees, cuatrooo, cincooo, seisss yyy...¡ para Maxi!
Y el Maxi descansaba. La parada consistía en quedarse en la misma posición, pero sin parar de agitar la cuba. Nos miraba y movía la cabeza enfadado, pero claro, no podía soltar la cuba. Y de nuevo se oía en toda la plaza:
-Unaaa, dooos, treees, cuatrooo, cincooo, seisss yyy...¡ para Maxi! Y el Maxi nos medio sonreía. A la tercera vez lográbamos una conjunción perfecta de gritos, movimientos y balanceo de la cuba. Y ya se reía un poco más.
Normalmente sacaba tres cubas cada tarde a limpiar, aunque ahora ya era primavera y las tardes se alargaban. Dependía de las mujeres que vinieran a comprar. Los chavales íbamos viendo cómo se metía a fondo en la limpieza de sus cubas y esperábamos el momento propicio para entrar a la tienda, engañar a alguna de sus hijas y mangar algunos caramelos.
Todos queríamos entrar. Unos por robar caramelos, otros por ver a las hijas que eran muy guapas y la mayoría por las dos cosas. Pero aquello era demasiado serio y exigía unas normas que se debían cumplir a rajatabla. En el recreo de la mañana los mayores echaban a suertes, con el sistema de sacar la paja más larga, a qué dos les tocaría esa tarde entrar a la tienda y todos lo respetábamos. A Tristán no le tocó ningún día y lo pasó muy mal. Era de los que le importaban más las hijas que los caramelos. Pero tuvo que conformarse con lo que otros contaban: que habían robado 40 caramelos, que habían visto las piernas de las chicas y ¡qué se yo...! Y esa tarde tomó una decisión: -en cuanto venga el fudre entraré a la tienda aunque no saque la paja más larga.

¡Llegó el fudre!

La noticia corrió de pupitre en pupitre por toda la escuela:
-¡A las tres ha llegado el fudre a la curva del Navas! El conductor se está comiendo un bocadillo a la sombra del olmo y luego subirá a la plaza de los cuatro caños.
Tristán lo estuvo pensando durante las dos horas de clase: -hoy dejaré las tareas de casa para después. Primero iré a ver descargar el vino del fudre y, si veo al padre muy ocupado, entraré a la tienda a ver a las hijas- La que le gustaba era la mayor.
Cuando D. José dijo que era la hora de salir ya tenía la enciclopedia y el cuaderno guardados en la cartera. Y salió pitando. Todos querían llegar los primeros y cruzaron la plaza en un santiamén. Enfilaron por la calle del Mercurio y en cuatro zancadas se pusieron bajo los soportales del Romanitos donde se apostaba la cabina del camión. Un color rojo chillón y una trompeta encima de la puerta del conductor le daban aires de fiera indómita. El resto era un enorme cilindro tumbado que el Maxi llamaba cisterna. De la parte de atrás salía una manguera negra que atravesaba la plaza y subía por la calle del tío Benino hasta el cocedero donde descansaban las cubas ya limpias. El Maxi, sudoroso y con los guantes del vino, la recorría y, de vez en cuando, la pisaba para comprobar que el vino circulaba. A su lado siempre iba el José María haciéndose el importante. Tristán se dio cuenta de que todos estaban abstraídos con el vaciado del vino. Se hizo el despistado y se acercó a la tienda. En un arrebato apretó el picaporte de la puerta y entró. No vio a nadie detrás del mostrador. -Será el contraluz que no me deja ver- pensó y esperó unos segundos. ¡Qué desilusión! detrás del mostrador no había ninguna de las hijas. De pronto una voz ronca se oyó a su espalda:
-¿Qué quieres, chaval?
El muchacho volvió asustado la cabeza y vio sentados en un banquillo a cuatro hombres. La luz que clareaba por la ventana no le dejaba distinguir sus caras, pero enseguida los conoció: el Sr. Antonio, el Chariles, junto a la puerta, a su lado el tío Marianete, en el centro Juanito, el albañil y allá al fondo por la boina divisó al tío Marcelino, el de Monasterio. Cada uno tenía un chato de vino tinto en la mano.
-Te he preguntado que qué quieres – le dijo el del centro
Tristan se puso nervioso y se aturulló. Sin saber lo que decía, le contestó:
-Quería saber si... si.. si ya funciona el reloj de la pared –y lo señaló con el dedo.
-Ya te dije el otro día que ese reloj ni funciona ni funcionará. ¿Es que no lo entiendes? –le contestó una voz seca. Juanito, el albañil, era un señor de cara
amable y muy bien plantado. No era alto pero caminaba muy erguido. Lucía un bigote negro y muy poblado. Tenía la costumbre de moverlo hacia arriba por el lado izquierdo como para sorberse la moquita y a mi, cuando repetía ese gesto me imponía mucho respeto. En nuestra pandilla estaba su hijo, el Juanitín; ¡menos mal!
-¿Quieres alguna otra cosa? Es que el Maxi nos ha dejado al tanto de la tienda
-dijo el Sr. Antonio Chariles. Claro que quería otra cosa pero no se la iba a decir a él. Y volvió a insistir en el reloj para hacer tiempo:
-Y ¿por qué está parado ese reloj a las cinco?
Sin terminar la pregunta Juanito, el albañil, se levantó, se puso firme, sorbió dos veces seguidas su mostacho y dijo muy serio:
-Porque a esa hora le dieron capote. ¡Los muy desgraciaos!
El chiquillo no entendió lo que quería decir pero se dio cuenta que debía ser muy grave. El albañil le miró, captó su incomprensión y añadió:
-A las cinco de la mañana, el día 19 de mayo de 1937 se llevaron al Sr. Anastasio Monge y delante de las paredes del cementerio de Veguillas, allí le metieron tres tiros. A esa hora yo paré el reloj – Y se creó un silencio sepulcral.
Al instante se levantaron los otros tres hombres, agacharon sus cabezas en silencio, cogieron sus vasos y juntándolos en el aire dijeron a la vez: “¡Salud, camarada!” y se bebieron los chatos de vino. No habían terminado de beber cuando entró el Maxi quitándose los guantes y comentó:
-Bueno, ya tenemos vino para toda la serranía
-Sí, claro, y pa nosotros pa to´l verano –añadió el tío Marianete.
Tristán abrió la puerta y salió pensando: ¡Y a mi qué leches me importa el vino y la serranía! ¡Yo lo que quería era ver a la hija mayor!

¡Que vienen los serranos!

Los serranos venían desde Santotís, La Ontarla, Las Cabezadas, La Mierla, Palancares, etc. Entraban por la calle del lavadero, separados pero seguidos. Primero hacían su aparición las mulas y los borricos con sus cargas de leña. Detrás se veía al amo, más cansino que la mula, dando voces incomprensibles a la bestia y tratando de arrearla con un bardasco. Ataban las caballerías en una fila de herraduras clavadas desde antaño en la pared de enfrente de la tienda y se metían a refrescar. En un día tenían que hacer todo: llegar, vender la carga de leña, comprar víveres, llenar los pellejos de vino para la temporada y marcharse. Los chiquillos íbamos a verlos después de la escuela. Si habían cargado ya los víveres y si estaban ya bebiendo los últimos vasos de vino para aguantar el camino hasta sus casas.
Cuando habíamos comprobado que llevaban bastantes vasos de vino en el cuerpo les cambiábamos las mulas de sitio: la que estaba atada en la primer herradura la llevábamos a la última, la segunda a la quinta, la tercera a la sexta, la cuarta a la séptima, etc. y luego nos íbamos a las eras del Manolo, el barbero, desde donde les veíamos pasar haciendo eses. Como las mulas no reconocían las voces de sus amos, ni los nombres por los que las llamaban, se quedaban paradas. Ellos, que iban un poco bebidos, sacaban los bardascos e intentaban pegarlas fuerte, pero no lograban debido a borrachera que arrastraban. La confusión se acrecentaba por momentos y aquello parecía el camino de Babel. La pandilla de chavales les aconsejábamos, entre risas, que se refrescaran en el lavadero y allí se metían a darse su único baño anual. La escena era digna de un cuadro de Sorolla. Salían chorreando agua y seguían el camino dando saltos para secarse y eran las mulas las que buscaban a sus amos para lamerles el agua que soltaban. Así se reconocían hombre y bestia. Se restregaban mutuamente y seguían el camino de la vida en cariñoso maridaje. Luego desde el lavadero les perdíamos de vista por entre las carrascas de la dehesa.
Esa tarde volvíamos envueltos en comentarios y risas y, de pronto, notamos que debía de haber un serrano en la tienda pues todavía quedaba una mula atada a una herradura.
Tristán se acercó a la puerta y vio que Marisol, la hija mayor, estaba sirviendo un chato de vino al serrano rezagado. ¡Qué más quería! Sin pensarlo abrió la puerta y entró.
-Me das un caramelo –dijo a la muchacha. -Pero no tengo la perra chica
El serrano, que acababa de llevarse el vaso a los labios, cortó rápidamente:
-A mi me quedan dos. ¿Si quieres una?
Tristán miró a Marisol, luego al Serrano y después a las dos monedas de cinco céntimos que había sacado del bolsillo y vio el mundo abierto
-Gracias –añadió. Y se la cogió
-Hay para dos caramelos. El otro te lo comes tú, niña, por ser tan guapa –le
dijo sonriendo a Marisol
-Muchas gracias, señor –contestó la chiquilla. El serrano miró al reloj y, dando
el último sorbo, dijo: -bueno, me voy que ya son las cinco y hasta que llegue...
-No se preocupe señor. Aquí siempre son las cinco –soltó el muchacho
-Pues ¡qué suerte tenéis! –añadió el señor -porque en Santotís después de las cinco dan las seis y luego las siete y ya nos vamos a dormir. Como no hay luz...
-Pues es muy fácil. Todo consiste en parar el reloj. ¿Lo ve Ud.? – y le señaló las
manillas detenidas de reloj de pared.
-¡Andá! Pues yo creía que el tiempo sólo se paraba cuando moría alguien importante, y luego se ponía otra vez en marcha él solo. De todas maneras se lo diré al alcalde –añadió, y se salió en busca de la mula.
Después de que le vieron pasar montado a caballo por delante del escaparate, Marisol le dijo a Tristán:
-Oye, ¿tú crees que en Santotís habrá alcalde? si no hay ni luz...

Capítulo 2
AN CÁ LA MARUJA
El cambio

Al fin del verano el Maxi se fue a Madrid. Y se llevó a sus tres hijas. Era el año 1965 y su mujer, la Ine, había fallecido en 1959. Los chicos siempre le recordábamos como un experto en el manejo de cubas vacías. Lo peor fue la ausencia de las tres chicas: la Marisol, la Mariuge y la Elo. Aquello supuso una crisis para la pandilla de chavales.
En ese otoño pasaron muchas cosas en el pueblo. Vino un maestro nuevo, Dn. Feliciano; murió Juanito, el albañil; el Andrés y la Ascensión se fueron a Francia con el Jesús, el de la Goya, y varias familias encontraron trabajo en Madrid. La tienda pasó a manos de la Maruja, que vino con su marido, el Luis, y sus dos hijas. Los chavales no salimos muy mal del todo: se fueron tres chicas y vinieron otras dos, tan guapas como sus primas. La expectación femenina seguía en pie. Además se las habíamos quitado a los de Cogolludo, donde vivían, y eso significaba un triunfo regional.
El Luis hizo muchos cambios en la tienda. Pintó de un amarillo limón el mostrador y también el poste divisorio. Quitó la lata de escabeche del mostrador y descolgó el bacalao que impregnaba de olor a sal toda la tienda. Arrancó el brazo que sostenía la bombilla y el candil que colgaba de él y puso luces blancas de neón por el techo y en el pasillo del misterio. Ahora los tiradores de las cajitas brillaban como si fueran de plata. Donde hacía la ele el mostrador, colocó un frigorífico para guardar el pescao congelado y los frascos de caramelos los puso detrás; eso fue lo único que nos disgustó a los chicos. Cuando Tristán volvió de sus estudios en Navidad se acercó a la tienda, entró y se quedó pasmado:
- ¡Ahí va! -dijo ¡Qué cambio! Después de pasear la vista por todas las estanterías se dio cuenta de que a la derecha del mostrador estaba la Maruja y su hija mayor, Mª Antonia, y a la izquierda Luis con su hija pequeña, Marili. Era la nueva Junta Directiva.
-¡Qué bonito os ha quedado! Me gusta mucho -y les saludó.
-Gracias –agradeció Maruja con una sonrisa. Enseguida levantó la vista y buscó la esfera del reloj. Sus manillas seguían marcando las cinco en punto y añadió:
-Pero el reloj... ¡sigue parado!
-Pues, ni me había dado cuenta –contestó el Luis
-Claro, como tú no eres del pueblo, no te fijas en las cosas importantes.
-Mi padre también sabe arreglar relojes y lo hará funcionar esta tarde mismo ¿a que sí papá? -dijo la pequeña un tanto enfadada y buscando la mirada
cómplice de su padre. El Luis la sonrió y le guiñó un ojo.
-Eso será si puede- dejó caer el muchacho y se fue.
La niña levantó la trampilla del mostrador y salió corriendo tras él. Desde la puerta de cristales le gritó: ¡mi padre lo puede todo y todooo!

Los tres rubís

Casi sin luz porque ya eran las cinco y esa tarde de invierno estaba muy cerrada el Luis
y su hija Marili se empeñaban en arreglar el reloj de pared. Lo habían descolgado y lo estaban destripando encima del mostrador. Dos destornilladores y unos alicates eran los únicos testigos de la bisección que le estaban practicando a su maquinaria en la mesa de operaciones de la tienda.
-Levanta más la linterna, hija, que no veo bien -le dijo el padre
-Es que las pilas están gastadas, papá –refunfuñó la hija
Luis iba dejando los tornillos en fila, de lejos a cerca, para saber después, a la hora de colocarlos, cuál tendría que ser el primero, el segundo, etc. De pronto el padre comentó extrañado:
-Pero..., y ¿esto qué es?
-¿El qué, papá, el qué...? – preguntó la niña
El padre cogió uno de los destornilladores grandes y empezó a apalancar con mucho cuidado hasta que una pieza saltó por los aires y terminó rodando por el suelo. Luis se agachó y, cuando la puso a la luz de la linterna, se quedó estupefacto. ¡Era el balín de una bala!
-¿Qué es, papá, dímelo –preguntó la chiquilla
-Nada, hija, es un rubí, de esos que ponen en los relojes para darles más valor. No ves que está escrito en la esfera “Swiss made. Tres rubís”
Tan metidos estaban en su tarea que habían olvidado dar las luces y la tarde había oscurecido la tienda. La única luz era la de la linterna. De pronto una voz seca salió a sus espaldas: “Como ese tiene que haber otros dos. Son las tres balas que atravesaron el corazón de tu abuelo Anastasio –dijo secamente mirando a la niña.
Luis se estremeció, volvió la mirada con rapidez y preguntó:
-¿Y tú quién eres para saber eso?
-Uno que conoce bien el pueblo y su historia y apreciaba a tu suegro. Me llamo Sebastián y trabajo en Francia. Algún día volveré porque aquí nací y aquí moriré -contestó.
El padre de Marili no pensó más y se puso a destornillar piezas y a sacar, con mucho cuidado, ruedas dentadas de las tripas del reloj. Efectivamente, una bala impedía el funcionamiento de la rueda que movía las manillas de las horas, otra la de los minutos y una tercera la del nombre de los meses. Con un trapo limpió los tres balines, los frotó repetidas veces, se los colocó en el cuenco de su mano y se los enseñó a su hija:
-Mira, Marili, estos son los tres rubís que tenía el reloj
-¡Que bonitos son y qué color más rosita tienen! –exclamó sonriendo
La noche se iba echando encima y el señor dijo: Me voy , que ya conocéis el misterio de la tienda. Hasta mañana -y se fue. El Luis se quedó recolocando por orden, una por una, todas las piezas del reloj. La niña se dio media vuelta, descorrió la cortina y entró a la casa por la puerta del arco. Cuando llegó a la cocina su madre, la Maruja, freía unos huevos para cenar. La tiró de la falda y le dijo:
-Mamá, ¿sabes? Mi papá es un sabio. Arregla relojes que tienen rubís en el corazón.
El recuerdo
Pasó la primavera y al final del verano, los días 8, 9 y 10 de septiembre se celebraban las fiestas del pueblo. La gente se ponía sus mejores galas y las jóvenes lucían sus joyas, si habían tenido la suerte de heredarlas de alguna abuela. Las dos niñas, María Antonia y Marili, paseaban orgullosas su vestido de fiesta. De su cuello colgaba una gargantilla dorada que brillaba como el oro cuando la enfocaba el sol. Al salir de misa Miguel Angel, atraído por el brillo, se acercó y les dijo:
-Huy,¡qué collar más hippy lleváis! Tiene la forma de una bala pequeñita.
-Nos lo ha hecho mi padre, que sabe hacer muchas cosas –dijo la mayor
-Di que no, que son rubís que llevaba mi abuelo en el corazón. Mi padre los ha encontrado en el reloj de la tienda –la corrigió la pequeña. El tío Anastasio, que
estaba al lado, añadió:
-Pero falta uno, porque todos sabemos que fueron tres
La hermana mayor contestó:
-Es que mi madre lo ha guardado para una hermanita que vamos a tener.
-¿Y cuando va a llegar tu hermanita, guapa?-preguntó el tío.
-Ha dicho mi madre que cuando el reloj de la tienda marque el mes de octubre.
La Maruja que, debido a su estado, andaba más despacio se acercó y dijo:
-Ya ves, esta Marili que es tan cabezota como su padre. Se han empeñado los dos en arreglar el reloj de la tienda y fíjate lo que han encontrado dentro.
El tío Anastasio, que era un sentimental, la echó una sonrisa y le dijo:
-Las perlas son para lucirlas, hija. Y si son del abuelo, ¿dónde mejor que en el cuello de las nietas?

José Antonio Pinel Martínez y
soy de Arbancón.
15 de junio de 2008

1 comentario:

Carlos dijo...

Me ha hecho mucha ilusión leerlo, mi bisabuelo era Anastasio Monge al que efectivamente fusilaron en la Guerra. Qué hay de verdad en estos relatos?