sábado, 26 de febrero de 2011

TRES ESTRELLAS DE NUESTRO TEATRO

Arbancón, 1 de febrero de 2011

ACTO PRIMERO
-¡Tú, hoy no puedes entrar!- le espetó. Y se puso en jarras bajo el marco del vestíbulo. Como si aquel bendito se le fuera a rebelar. Un hombre que destila chorretones de humildad, acumulados día a día durante más de ochenta años. Si es un haz de sentimientos sueltos. No hay más que verlo. Mari Carmen lo sabía pero insistió:
-¡Ya lo viste ayer! Hoy tienes que dejar el sitio para otros. Además, vendrán de Cogolludo, de Monasterio, de Espinosa de Henares y, a lo mejor hasta de Guadalajara y de Horche. Así que coge tu almohada, vete a casa y cenas tranquilamente. Yo llegaré cuando termine- Marcelino agachó la cabeza que no tenía levantada, pero la inclinó aún más. Apretó su almohada contra el pecho y se echó a andar coronando la rampa hacia la antigua casa del cura. Al poco hizo un intento de volver la vista pero se contuvo. Yo le vi. Andaba cabizbajo, a paso lento, hasta que llegó a la puerta de la Señora Nati. Allí sí, con mucha parsimonia torció el rostro y el rabillo del ojo se clavó en la boca del Horno antiguo, local hoy rebosante de luz y de chiquillos, donde todos los años se representaba el teatro en fiestas. Adelantó un pie y el cuerpo se le vino hacia atrás. Las piernas se le iban pero el corazón y la cabeza tiraban de ellas como si fueran los ramales de la mula torda.
-Esta hija mía, ¡qué buena es! pero ¡qué dura!
-¡Qué va, hombre! Castellana y con necesidad de agua, como la tierra que nos vio nacer –le contesté. En ese momento alguna perla se le debió escurrir mejilla abajo porque miró al suelo y durante un rato hurgó con la punta de la zapatilla entre las piedras. Cargado de lentitud colocó la almohada en el pedrusco de al lado y él se sentó en la ancha, la de caolín blanco, la que recibía las glorias de la Claudia todas las noches de agosto. No pude más y me acerqué de cuatro zancadas.
-¿Qué pasa, hombre? ¿Hoy no te ha reservado la silla la primera actriz? –le pregunté.
-¡Qué va! No me ha dejado ni entrar –Y me miró. Tras un silencio
cargado de dudas trastabilló unas palabras:
- Es que yo… yo… yo cojo tres ¿sabes?
- ¿Que coges tres? ¡Anda la leche! Y ¿para qué quieres tantos
asientos? –le dije extrañado.
-Pues, mira. El de mi izquierda para Ángela, la nieta, el del centro
para mi y a mi derecha pongo la almohada.
-Y ¿por qué ocupas uno con la almohada?
-¡No me preguntes esas cosas, hombre! –Y me echó una sonrisa de las de pinche tunante.
- Bueno, a ti te lo puedo contar. Es que, mira, mi mujer la Flora siempre se sentaba a mi derecha. Desde que se la llevó Dios coloco su almohada en la silla y me imagino que está a mi lado. ¡Fíjate, recorro mi mano por la suavidad de la tela y me parece que la estoy acariciando! Cuando avanza la representación no lo puedo remediar y hasta lloro de lo a gusto que me encuentro. No paro de pensarlo: mi mujer a la derecha, mi nieta Ángela a la izquierda y enfrente mi hija, la Mari Carmen, moviéndose por las tablas. ¡Mis tres estrellas! ¿Qué más voy a pedir, si el cielo debe ser así? Es la escena más bonita de toda la obra. Luego, cuando me despierto en las noches de invierno las recuerdo a las tres y ya… la noche entera de un tirón. –En ese momento un vozarrón se perdió calle alante rebotando entre las paredes:
-¡Eh! ¡Señor Director! Que faltan cinco minutos y tienes que hablar antes de descorrer el telón- Era Mariano, un actor que suele ir de urgente. Volví con rapidez al teatro. En la puerta me encontré con los ojos de Paula, la estrella de la noche.
-¿Qué te decía mi padre? -Me preguntó, mientras arrugaba la nariz.
-Lo sabes mejor que yo –me la encaré- Tu padre dice poquitas cosas, pero todas cargadas de ternura. Tú le conoces bien- El rictus de sus labios relajó el encuentro, urgido por la hora ya cumplida de la actuación. El Director subió las escalerillas del camerino comunal, se dirigió hasta el escenario a tientas y se colocó entre dos ángeles oscuros que abrían el telón en forma de hornacina. A mi me lo parecieron. Luego resultaron ser las dos apuntadoras: Nani y Marimar. Se apagaron las luces de la sala. El silencio se extendió veloz entre todos los asistentes. Y los dos guardianes de la escena frenaron el recorrido del telón para no desvelar la sorpresa de los próximos segundos. El patio de butacas estaba lleno de caras, todas sonrientes. Algunas orgullosas de sus carreras de dientes alabastrinos. Cuando ya la oscuridad me fue resultando familiar y mis ojos se acostumbraron a ella decidí pausar mi pronunciación toda vez que iba trasladando la mirada por las filas de espectadores. La sala no estaba tan llena como me pareció al principio. Aquí un hueco, allá otro, a este lado, al otro y por el fondo se veían bastantes sitios vacíos. ¡No podía ser! El segundo día siempre era de llenazo. ¿Miguel Mihura resultaría demasiado complicado? ¡Qué sé yo! Seguía con mis felicitaciones a los actores y actrices por el esfuerzo que habían demostrado en preparar una obra de tal envergadura mientras estaban trabajando. Los ensayos a deshora, los enfados de maridos y esposas, las idas y venidas a Madrid en busca del vestuario que exigía el libreto… Me iba entreteniendo. De pronto me fijé:
-¡Coño! En segunda fila distinguí a Isa y a su lado su suegra, Teresa. La silla de su derecha también estaba vacía- y me sorprendí. Efectivamente, una almohada ribeteada con una cinta verde y cuatro borlitas en las esquinas se ajustaba a la perfección al cuenco anaranjado del asiento. Su mano derecha acariciaba cariñosa la lisura de la tela. Torcí la mirada hacia el lado de la pared y vi otro lugar desocupado en medio de la fila. Era la Paca, acompañada de su hija Adelina, la sevillana, que sujetaba un cojín amarillento sobre la silla contigua. Tres hileras más atrás estaba el Tomas junto a su hija, la Julita, y al lado otra silla vacía con una almohada bien mullida. Su mano se acercaba tímida en busca del sueño imposible, como si tuviera veinte años. Un chispazo me subió pecho arriba como una exhalación. Nunca supe por donde salió pues siempre se me olvida el pararrayos. Hice lo imposible por tranquilizarme. Estaba ante el público. Concentré la atención en las filas de la oscuridad y ya no pude más. La exclamación me brotó espontánea:
-¡Ahí va! Allí están la Ascensión y la María, juntitas y con una silla libre a cada lado – y me chillaron los oídos. Agucé todavía más la pupila y efectivamente: a la vera de cada una sobresalían los abultamientos de dos almohadillas de color celeste en sendas sillas vacías. Me entraron los nervios y me despedí:
-¡Que ustedes se diviertan!- Los aplausos, como de costumbre, sonaron estrepitosos. Uno de los ángeles negros corrió el telón y me preguntó:
-¿Está lleno, señor Director?
-¿Lleno? ¡A rebosar! –le contesté.


ACTO SEGUNDO
Estábamos de suerte. Ese año el 16 de octubre se celebraría en Arbancón El día de la Sierra y el señor Alcalde nos había pedido con antelación que representáramos de nuevo la obra. ¡Qué más quería la compañía que llevar a las tablas por tercera vez una pieza como Tres sombreros de copa! Nunca pasábamos de la segunda. Con el esfuerzo que costaba preparar una obra así. Desde horas tempranas el pueblo se vio inundado de visitantes. El colorido de jovencitas vestidas de alcarreñas, las botargas jacarandosas persiguiendo bandadas de chiquillos y varias rondallas de música te sorprendían gratamente por cualquier esquina. El olor de las rosquillas se arremolinaba por los rincones de las bocacalles. La compañía de teatro pensó que esa tarde tendría problemas por el escaso aforo del local. Con las justas llegábamos a doscientas localidades bien apretadas.
-¡Cuándo tendremos un teatro digno! -El eterno anhelo de tantas generaciones de actrices y actores como había engendrado nuestro pueblo.
En los Programas de los tablones callejeros, chincheteados en las escasas puertas aún viejas, se leía desde hacía una semana: Día 16 de Octubre, sábado, Representación Teatral de TRES SOMBREROS DE COPA. A las 18.00 horas. Pero esa tarde ya eran las dieciocho y media y el salón no superaba los dos cuartos de entrada. ¿Qué pasaba? ¿Creían que les íbamos a cobrar muy cara al entrada? ¿Acaso los foráneos no sabían que en el teatro de nuestro pueblo no se pagaba, que solo se colocaban unos cestillos en las manos de dos preciosidades de la Villa a la salida para que se depositara la voluntad, que cualquiera podía hurgar con los dedos haciendo algo de ruido entre las monedas y marcharse sin dejar dinero ni una pizca de voluntad? Miré a los asistentes, un poco nerviosos, y pensé:
-¡La gente que no va al teatro se pierde tantas cosas buenas de la vida! No sabe que allí de pronto te ríes a pierna suelta y al instante lloras a moco tendido, que estás tan relajado y en cosa minutos la intriga te anuda la garganta. Tampoco sabe que los actores te hacen gratis una fotografía de tus arrebatos y tus tristezas, de tus amores y tus fracasos. ¡Pobres! Si no saben eso ¿cómo van a saber lo maravilloso que es ir al teatro con una almohada bajo el brazo? ¡Nunca verán el amor invisible que regala el misterio de la oscuridad! ¡Ellos se lo pierden! –Ensimismado como estaba en su nube escénica un grito le sobrecogió de nuevo asentándole en la realidad del entarimado. Era Mariano, disfrazado otra vez de don rápido:
-Señor Director, algo hay que hacer. Actrices y actores llevamos todos atrezados más de una hora y la sala no se llena- Con paso decidido el director corrió a la plaza de la iglesia donde la gente escuchaba los grupos musicales de la zona.
-El teatro empezará en cinco minutos –Insistió con ímpetu por el micrófono- Si alguien desea presenciarlo que acuda enseguida. Luego la actuación no se podrá interrumpir- Algunos visitantes más gotearon durante unos minutos. Contados. Cuando llegaba a las puertas del teatro en la pared de al lado se recostaban varias personas con su almohada bajo el brazo. Los fui mirando uno a uno y ellos me devolvieron la súplica con sus ojos, uno tras otro.
-¡Que pasen todos!- y la sala casi se llenó.
Recorriendo estaban los dos ángeles el telón verde cuando salpicaron unas palabras más altas que otras buscando gresca en el lado derecho de la sala.
-¿Qué pasa señores del final? –pregunté a las tinieblas.
-Nada, que estos jóvenes ocupan su silla y quieren las de los lados libres para su comodidad –se oyó entre las sombras.
-No es verdad. Como sobran sillas en ésta pongo el mp3 de la música y en la otra el móvil, por si me llama –reclamó una voz prístina como el sol de medio día. El director hizo un esfuerzo por captar la escena con claridad y efectivamente, el joven circundaba una silla con su brazo derecho y hacía lo mismo con el izquierdo sobre otra. Al instante lo comprendí y me repetí:
-¡Pobre chaval! –A éste le ha dejado la novia y se viene al teatro a llorarlo. Ahora espera que otra nueva le llame por el móvil. Y se acopia una silla libre a cada lado ¡Cómo se nota la juventud! ¡A pares! Y allí se quedó con sus brazos de par en par, abrazando la esperanza y la desesperanza. El telón verde se descorrió de nuevo y la luz del milagro le iluminó la cara. No pasaba de los dieciocho.


ACTO TERCERO
El 2011 no podía empezar de mejor modo para nuestra compañía. El domingo 23 de enero estrenábamos en Madrid, en la Casa de Guadalajara. Nunca hubiéramos deseado lugar más selecto. La plaza de Santa Ana, el cogollito del arte dramático de la Villa y Corte. El Teatro Español delante, Calderón de la Barca vigilándonos de soslayo y la efigie de Federico García Lorca al final de la plaza deseándonos suerte con las manos abiertas. Seguro que algo nos oyeron. ¡Cuánto se reirían los Maestros de nosotros! Por fin el gélido día de encuentro entre arbanconeros abría las puertas del teatro. Y la sala se llenó en un santiamén.
-Señor Director, son las seis en punto- repitió una vez más el piquito de oro de don Rosario, harto ya de pasear sus canosas barbitas de rasputín por los pasillos del local. En segundos los dos mensajeros negros descendieron de los cielos y descorrieron el telón lo justo para la aparición. El Director acudió presto al milagro de la hornacina. Dio los pasos justos y se colocó al borde del acantilado.
-Señoras y señores ¡Buenas noches! –dijo y trazó una sonrisa amplia con sus labios. Un mar de ojos ansiosos se extendía hasta las profundidades de la sala. Sus cabezas se levantaban como repollos buscando el sol de amanecida. El discurso, ya aprendido de presentaciones anteriores, se repetía mecánicamente en boca del Director, permitiéndole combinar la dicción con la mirada. Y fue trasladando repetidamente la vista de un lado a otro, en un zigzag lento y obstinado, hasta que se topó con la negrura del fondo. En ese momento entró en juego la reflexión:
-¡Hay que ver! Ni un triste hueco en toda la platea. Estos de Madrid no entienden de emociones. ¡Con tantas prisas por llegar, entrar y coger un buen sitio, no saben lo importante que es la agradable caricia a una almohada para sentir la ausencia, estar feliz en la butaca y si es en una del rincón mejor!- Hundido en su fracaso retornó su mirada con desánimo recorriendo una tras otra las filas de espectadores y confirmando la derrota de aquella tarde teatral. Estaba claro, nuestro teatro era para personas sencillas del campo no para, administrativos, técnicos y empleados de la ciudad. Para gentes que celebran sus momentos felices con los vecinos, para gentes que posan el cojín en una silla liberada para el recuerdo, para gentes que aman con paciencia y con esperanza. ¿A qué coños habían venido a Madrid? Su escena estaba en el antiguo Horno del pueblo transformado en local teatral. Allí sí que había calor y compenetración entre público y actores.
La mirada del Director llegaba a las filas delanteras, cansada de buscar espacios vacíos o algún joven que acariciara el respaldo de un asiento libre. Terminaba el recorrido, pero nada. De pronto, justo a sus pies, se dio de bruces con el Marcelino. Estaba él solito con dos sillas a su derecha. Las únicas libres de toda la sala. Su nieta, Ángela, jugaba con una amiguita al otro lado del pasillo. El Director había terminado su discurso pero sus pensamientos aún nadaban entre los surcos del berzal. En este momento el Presidente de la Casa de Guadalajara, don José Ramón Pérez Acevedo se entretenía en el estrado con la entrega del carné de Socio Honorífico al alcalde, don Gonzalo Bravo. Un pensamiento corrió por su mente con la velocidad de una ráfaga estelar. Hizo un gesto de disculpa y abandonó el borde del precipicio desapareciendo entre las bambalinas. Cruzó el comedor, el bar de las disputas de media tarde, un pasillo, otro pasillo, dio la luz en un tercero y por fin agarró con firmeza el picaporte de la puerta.
-¡Joder! ¡Está cerrada! -saltó
Un tanto dudoso, miró al letrero de los cristales y lo confirmó PRESIDENCIA. Era allí. No se había equivocado. Al dejar unos trajes por la mañana había visto una almohada roja de terciopelo sobre el magnífico sillón en el escritorio.
-¿Y quién tendrá la llave? ¡El señor del bar, seguro!- No había tiempo que perder. Por entre las cortinas se filtraba la voz menguada de Gonzalo, hombre de palabras justas, que pronto daría fin a su discurso.
-¿Dónde puñetas estará la llave?- A los tres segundos pensó:
-A ver, tranquilízate. Mira en tus bolsillos que a lo mejor la tienes tú. Te la dejaron esta mañana ¿recuerdas? -Rascó en uno, rascó en otro y nada. Se quitó la chaqueta azul marino y la puso patas arriba. Efectivamente la llave se descolgó saltarina por el entarimado. Abrió rápido y en dos zancadas llegó al sillón. Extendió su mano derecha y… ¡ni rastro de almohada! El terciopelo no se veía por ningún lado.
-¡Que le den mucho al Marcelino, a sus cariñitos con la Flora y a sus tres estrellas! Esta noche no tienes almohada, amigo. Verás el teatro a palo seco– Salía refunfuñando de la Presidencia mientras oía a lo lejos de boca del alcalde:
-¡Que ustedes lo pasen bien!
Y apretó el paso. Cuando llegó a su posición en el proscenio desde donde daba la entrada a todos los actores, Don Rosario ya estaba enseñando la habitación del hotel a Dionisio, su cliente. Se tranquilizó. Cogió su libreto y buscó la línea exacta del diálogo. Al poco miró por una de tantas heridas que había sufrido el decorado con los traqueteos del camino. Adrián se mostraba más seguro que nunca y Mariano no se echaba atrás inventando frases similares a las del texto.
-Esto va- murmuró - Cada uno en su estilo, pero va- Cuando intentó una segunda mirada furtiva se quedó tan sorprendido que levantó la cabeza, como las gallinas cuando beben agua, para confirmar que era cierto lo que había visto. Al instante volvió a cuchichear por el agujerito. Y repitió varias veces.
-¿Jose, qué miras con tanta insistencia?- le preguntó Paula, la protagonista.
- Nada, un espectador que por fin se encuentra en la ciudad tan feliz como en el pueblo.
Mari Carmen buscó otra fisura del papel, curioseó la escena y se admiró al tiempo que sonreía. Allí estaban los dos, en primera fila. A la derecha el Presidente de la Casa de Guadalajara, jugueteando con una cadenita de la que pendía una llave. A la izquierda su padre, el Marcelino. Y en la silla del medio la almohada rosa de terciopelo esperando la caricia de una mano que no tardaría en llegar. Estoy seguro. El Director le dijo a Paula:
-Mari Carmen, creo que sí ha valido la pena representar en Madrid.
-¡Mucha mierda, dire! -le contestó. Y entró a escena como una bala.

Telón

José Antonio Pinel Martínez