viernes, 2 de enero de 2009

EL DOMINÓ DE MARRAS


EL DOMINÓ
DE
MARRAS

Dedicatoria
A los jugadores de dominó
de Arbancón



ÍNDICE
Capítulo I: En las Candelas de 1.960
Capítulo II: El bar de Serafín
Capítulo III: El pito doble y la blanca doble
Capítulo IV: La partida que nunca se jugó
Capítulo V: El dominó de marras
Capítulo VI: La sonrisa de Carlos Capítulo
VII: ¡Por fin!
Capítulo I
En las candelas de 1.960

Al muchacho le encantaba sentarse junto a su padre y verle jugar al dominó. Los golpes secos y repetidos de las fichas, estampadas contra el mármol, resonaban por todo el salón del señor Marcelo y en su estómago se producía un remolino de emoción irrefrenable. Los domingos, después de misa, llegaba al bar con el recado de su madre "Ve y dile a tu padre que el arroz estará en cinco minutos". Pero en cuanto le veía sentado frente a las siete fichas se le olvidaba todo. Arrastraba una silla y se colocaba a su lado. Juntaba las manos entre sus piernas y se disponía a vivir infinitas emociones. Aquellos cuatro hombres tan grandes, sentados alrededor de un velador tan pequeño y adornado con un cerquito de oro, le parecía que estaban celebrando un acto tan sagrado como el que acababa de oficiar el cura.
El salón del "tió Pelón" -como todos conocían al señor Marcelo- tenía dos espacios rectangulares: uno amplio y diáfano donde los jóvenes bailaban los domingos y se hacía teatro en las fiestas de invierno; allí se formaban los futuros matrimonios y se proyectaba la vida continua del pueblo. En el otro los hombres jugaban, bebían y fumaban; también se hablaba de los trabajos del campo y, a escondidas, de las peripecias y venganzas de la guerra. Tanto uno como otro constituían un abrevadero donde colmaban su sed las gentes sencillas de Arbancón.
La partida ejercía tal atracción que muchos de los asistentes se posaban a su alrededor con el vermú en la mano, formando una muralla de protección sacramental. Pero la emoción crecía cuando, a medio juego, su padre estrechaba en el cuenco de su mano izquierda las cuatro fichas que le faltaban por poner, se removía un poco en la silla y formaba un gancho con el dedo índice derecho para sacar la siguiente. El chiquillo hacía lo mismo: con mucho disimulo se recolocaba en su silla, apretaba sus piernas y con gran expectación se frotaba la manos. El señor Román, el contrincante de su padre que estaba a su izquierda, le cruzó una mirada seria de reojo y el muchacho se quedó clavado. El otro contrario, el señor Benito, el del abuelo Anselmo, cogió también sus fichas en la mano; pero ya daba igual, su padre había sido el primero en colocárselas en la palma de su mano y seguro que ganaría. Sólo faltaba una cosa: que también fuera el primero en hacer bailar sobre el mármol la última ficha. Si eso sucedía el chaval sabría que el juego estaba ganado. El turno iba pasando y los golpes se iban sucediendo con mayor seguridad sobre el velador. Su compañero, el señor Francisco, el cartero, dudó unos instantes y colocó una ficha con muchos puntos negros –luego supo que había sido el seis doble- Nadie lo notó, pero el chico sí se percató del signo de aprobación que había hecho su padre a la ficha de su compañero y un brote de alegría ascendió rápido por su garganta hasta las mejillas. Otro golpe recortado salió de la mano del Román, acompañado de un resoplido. Ahora le tocaba a su padre. Y se quedó dudando.
–Si no hay nada que pensar"-se dijo el crío- que coloque una y que haga girar la última.
Pero su padre puso el codo derecho en la mesa, apoyó su mentón en la horquilla de su mano y se quedó clavado mirando la espina dorsal que dibujaban las fichas en medio del mármol blanco.
Era tiempo para pensar, así que paseó la vista por los cuatro jugadores y después la extendió por el campo de batalla. Tan centrado había estado en el juego que no se había dado cuenta de que cada luchador tenía su escudero: junto al Benito estaba su hijo, el Beni, sentado a esparrancón contra la silla, pues ya de chico presentaba signos de grandullón; al lado del Francisco en una banqueta su chico mayor, el Jaime; a la derecha del Román, hundido en la silla y asomando su cabeza de la camisa como si fuera un champiñón se averiguaba al Joaquín; después estaba él junto a su padre, el señor Teodoro. Por un momento sintió que, en vez de festejar las Candelas de 1.960, lo que se celebraba era un torneo como el de Ben-Hur y los timbales de la prueba final estaban a punto de sonar. Notó que su padre abría lentamente la mano para sacar una ficha. Agachó la cabeza, cerró los ojos y apretó de nuevo sus piernas contra las manos. El padre le miró y le tranquilizó con una sonrisa de soslayo. Cogió una ficha y dando un golpe seco dijo:
-¡Cerrao! ¡coño!
Se dirigió a su hijo y le dio su última ficha:
-Anda, báilala tú- añadió. Tiró de la silla y se levantó a la vez que le decía:
-Vámonos, que hoy comemos en el callejón
En ese instante recordó que había venido a decirle que el arroz se estaba pasando. El crío intentó bailar la ficha haciéndola girar con el dedo índice y el pulgar, pero la ficha no le obedeció, se cayó al suelo saltando entre las patas de hierro forjado del velador. Se agachó y vio que el chico del Cartero recogía otra entre las patas de la silla. Cuando ya la tenía en su mano, le preguntó:
-¿Y ésta, qué ficha es, padre?
El señor Teodoro le contestó:
-¿Cuál va a ser, hijo? ¡El pito doble! Esa ficha trae suerte. El muchacho la contempló, cerró la mano y se la guardó en el bolsillo, mientras se decía para sus adentros "Yo no veo pito por ningún lado, pero si mi padre lo dice..." Cuando ya se iban, volvió la vista hacia la mesa y se dio cuenta que el Jaime, el chico del Francisco, también se guardaba otra.

Capítulo II
El bar de Serafín

Había que comer deprisa. Si llegabas después de las cuatro ya no jugabas. Tomabas café y te tocaba ejercer de mirón. Y ese oficio te producía una enorme sensación de desperdigado por el bar. ¡Allí se iba a jugar! aunque ahora en verano a veces se formaban dos partidas y convenía esperar. El bar del Serafín era grande pues allá por los años sesenta los hombres del pueblo, yendo de hacenderas, lo construyeron para ser las casas de los tres maestros, pero la educación y la cultura y, sobre todo la miseria del país, dieron paso al sentido común y la inteligencia cedió gustosa el lugar a los placeres del cuerpo. El juego permitía desarrollar las virtudes creativas de cada persona y aportaba un rato de placer y de esparcimiento a la vez que borraba algunas de las rayas negras de la vida como el tedio, la soledad, la tristeza e, incluso, la viudez.
Cultura, virtud y diversión iban de la mano en este bar, conducidas además por un maestro manco, como es Serafín, que prefirió los amaneceres líricos de su pueblo a los atardeceres sinuosos de copas en la ciudad. Algunos le miraban con mirada torva, proyectando en sus ojos una sensación de fracaso, y él les devolvía pura dignidad humana:
-¿Qué whisky preferís?- les decía- tengo DYC, JB, Chivas…
Y dejaba caer un toque de humor, ondeando por el aire la manga suelta de su medio brazo, mientras añadía:
-Ahora mismo os lo sirvo
Pero el bar de este solterón a las cuatro y media de la tarde de un verano de principios del siglo XXI se convertía en un respiradero de amor vecinal. Sorbías despacio el café de tu taza y, de pronto, un sobresalto proveniente de una de las mesas del fondo:
-¡Órdago!- se oía.
Otra voz ronca se precipitaba:
-¡A que te quiero!
A unos instantes preñados de silencio los seguía un comentario tímido de otro compañero:
-Pero… ¿cómo le vas a querer con eso?
Y notabas que la duda pululaba en el ambiente, suspensa entre las nubes de humo, hasta que un tercero confirmaba:
-Sí, hombre sí, ¡quiérele!
La indecisión se mantenía en vilo. Y, tras unos instantes, el primero daba un puñetazo en la mesa y confirmaba con seguridad:
-Mira… ¡que sí! ¡ que te quiero!
y tiraba sus cartas sobre el tapete verde, como tributo de su declaración de amor. Los comentarios sobre la jugada se atropellaban unos sobre otros mientras parte de los mirones que andaban sueltos por el bar basculaban por inercia hacia el rincón de la partida de mus, como atraídos por un imán.
En la primera mesa de la entrada, seguía constante el golpeteo de las fichas negras de dominó sobre la formica blanca -invento de los años setenta- de las mesas. Cuatro hombres jugando y otros tantos mirones, anclados en los palcos de las esquinas que les supervisaban las jugadas. Junto a la ventana se apostaba Mariano en actitud de patrón del dominó; de espaldas a la entrada Emilio, el de Humanes, que siempre llegaba el primero y siempre cogía el mejor sitio; pierna sobre pierna y un tanto ladeado se colocaba el otro Emilio, el de la Macu, fumando un farias. Era éste un hombre sencillo, picarón y de mirada torneada. En el dominó le gustaba rodearse de una aureola como si fuera empresario del juego. De su boca salían continuas nubes de incienso cubano que no sabías si pretendían atontar al contrincante o hacer publicidad de Fidel Castro. A su espalda siempre se arremolinaba un puñado de aprendices. Cerraba el cuarteto Felipe, que colocaba sus manos alrededor de las fichas, como acaparándolas. Las quería proteger pero lo que conseguía era exponer sus uñas ribeteadas de negro, que más que manejar fichas lo que pedían a gritos era un azadón y marchar a la huerta a quitar el agua a cualquiera que regara más abajo. La partida presentaba aires de internacionalidad: allí competían pueblos y comarcas, esto es, Espinosa y Algete contra Humanes y Arbancón. El nativo era Felipe Vacas. Algunos se reían de él pero lo llevaba con gusto porque sabía que, en el fondo, todos deseaban que ganara. Al fin y al cabo, estaba defendiendo el pabellón de la Villa. Al principio ponía las fichas muy alegremente pero, según avanzaba, los lapsos de tiempo se hacían más largos y a Emilio, su compañero, se le veía soplar con mayor insistencia. Al tercer resoplido trataba de disimular sus nervios, miraba por la ventana y soltaba cualquier perogrullada incongruente:
-A lo mejor llueve mañana- cuando lucía un sol espléndido.
Dos mesas más allá se jugaba al tute. Luis, el Gafas, daba las cartas a Eustasio, a Raúl el de la Julia y a Moncho, el distribuidor del gasoil, que ahora le dio por venir de Espinosa a jugar a Arbancón. Con el tiempo se supo que a lo que realmente venía era a decirnos que había vendido la gasolinera, que tenía mucho dinero y que no sabía qué hacer con él. El Gafas debía de ganar con frecuencia pues siempre estaba dando las cartas. Cuando repartía te miraba, pero como sabías que no te veía, tú seguías a lo tuyo. A veces terminaba de dar y te seguía mirando, como si te dijera:
-¡No te veo, pero adivino lo que llevas, jodío!
En el centro del salón otros dos cercos de jugadores de mus se devoraban a miradas, buscando de refilón las señas del contrario. Y allá, pegados a la otra ventana, se reunían los amantes de la palabra. Formaban una tertulia un poco destartalada: la mayoría de los días no tenían ni mesa, pero resultaba acogedora. Los más fieles eran el Juan de la tía Nieves, un hombre pacífico y con mucha retranca para revirar el discurso con suavidad cuando se adentraba por caminos oscuros, Santiago el Cordobés un chico amable pero de dicción enrevesada y Carlos, el del Chato, que hablaba de todo con ligereza, y cuando menos lo esperabas, te soltaba un ¡me-caguen…! que te hacía temblar el cuerpo y el alma. El parlamento era muy liberal y resultaba acogedor para los mirones. Siempre había dos temas recurrentes: en invierno "las olivas" y en verano "el regadío" cuyo sistema de turnos había sido superado últimamente por el de aspersión. De las dos cosas tenías que entender, si no allí no pintabas nada.
A las cinco de la tarde todo el bar bullía como una locomotora: el alboroto momentáneo daba paso al silencio tranquilo, la carcajada rompiente alternaba con la riña espontánea del compañero, el golpe de las fichas se sucedía con una cadencia de perfecto tempo musical y las miradas del Gafas iban y venían sin despertar sospecha. El suelo estaba sembrado de copas consumidas y tazas de café vacías. Todo el mundo hacía el amor con el juego o decía al contrario que le quería, y el bar se convertía en un placentero diván de hombres en una siesta común, donde la única cama era un tapete verde de cuarenta por cuarenta sobre la mesa. Entonces, Serafín recostaba su muñón en el mostrador y se fumaba un Ducados sonriendo placenteramente al espectáculo y despreocupado de que se le viera su coro de dientes bastante ennegrecidos. Nadie lo decía pero todos se identificaban con él: era el cigarro universalmente conocido como "el de después". La escena tocaba sus últimos flecos cuando un exabrupto "¡me-caguen-el-copón…de la baraja!", al que le seguía otro"Carlos, ¡no bebas más, coño!", que salía de algún rincón, rompían la paz de la tarde de sábado-sabadete. A partir de ese momento cada partida descendía amablemente hacia su final, diluida en su propia dinámica creativa.

Capítulo III
El pito doble y la blanca doble

A las 5.30 horas de la tarde llegaron los de la-siesta-en-casa, Joaquín y Raúl.
-Ya somos tres. Si viniera otro…, aún echábamos una partida, que la tarde es larga- pensó el mirón de turno.
-¡Ahora baja el Beni!, que acaba de llegar de Madrid- dijo
Joaquín y se fue directo a la barra a pedir un café. Miró a Raúl y ejerció de primo más mayor:
-Así que vete preparando el otro dominó
Raúl, que ya tenía su copa de Ponche servida en el mostrador, se metió en el entarimado del bar y alcanzó la caja del segundo juego, con algunas fichas desdentadas por las esquinas. Se dirigió a la mesa del centro del bar, corrió la tapa de la caja y dejó caer las fichas sobre la formica. Las contempló unos instantes, cogió una y, sin más, se la guardó en su bolsillo izquierdo. Del derecho sacó otra y la mezcló con las demás. Después de ponerlas todas bocabajo, las acarició como si fueran sus hijas y se fue al mostrador diciendo:
-Por mí, cuando queráis- y se bebió un traguito de ponche.
Jose, que le había seguido toda la operación, se acercó a la parva de fichas extendidas, levantó la que había dejado Raúl y se quedó mudo: "¡era la blanca pito!" la misma que tenía él manoseando en su bolsillo y que estaba dispuesto a cambiar como también solía hacer con cualquier excusa antes de empezar el juego, porque su padre le dijo que traía suerte. Y se quedó muy pensativo. Ni por un momento se le ocurrió pensar que su compañero hacía trampa, como tampoco lo pensaba cuando él la cambiaba: las fichas eran iguales y simplemente sacaba una y metía otra. Había jugado muchas veces con Raúl pero nunca le había visto cambiar una ficha y menos esa. Se acercó a la barra y dijo:
-Yo quiero una copa de coñac, pero que sea doble. ¡Uno no gana pa sustos!
En ese momento llegó el Beni, saludó a todos y miró a Serafín:
-A mí, ponme un Cacique con coca-cola, que hoy Joaquín y el menda les vamos a dar un repaso a esta pareja de espabilaos que siempre quieren ir juntos.
Cada uno cogió su copa y se dirigieron a la mesa del centro. La mayoría de las partidas habían terminado y se sentaron a sus anchas. No levantaron ficha pues las parejas se daban por supuestas: Joaquín y el Beni contra Raúl y Jose. Cada jugador escogió siete y elevó su muralla protectora hasta que el seis doble abrió el juego. El ruido seguido de las fichas golpeadas contra la mesa se repetía constante como el único lenguaje del salón. Uno ponía la tres-cinco y el otro la tapaba con el cinco-dos; el siguiente volvía a tapar con el dos-cuatro. De vez en cuando el silencio generaba brechas de inseguridad. En esos instantes, los luchadores extendían su mirada contemplativa por la arena y renovaban su estrategia, cambiando de posición algunas fichas de su cerco particular con la intención de descontrolar al enemigo. Había que abrir puertas a la mano. Eso era lo fundamental.
La jugada tendía a su fin. Joaquín hizo un medio gesto de contrariedad y colocó la seis-blanca en una punta. A Raúl se le presentó la ocasión ideal para cerrar con su preciada blanca pito. En cuanto se percató de que ganaba el juego, tiró de la ficha y lo hizo con tal rapidez que se le cayó. La ficha fue saltando antojadiza hasta los pies del contrario. El Beni intentó acercarla con el zapato y la pisó. Al pulsar el boliche negro del centro la ficha se abrió en dos mitades y el Beni se quedó mudo. De una de ellas salían dos lengüetas que se debían de encajar en la otra mitad, casando perfectamente.
-¡Coño! -dijo- ¡esta ficha está embrujada!
A Raúl, que estaba a su lado, le saltaban los ojos de las órbitas. Se agachó y cogió las dos partes de la ficha. Cuando las puso sobre la mesa susurró asombrado:
-¡Ahí va, la hostia!- y se puso rojo como un tomate. A su primo Joaquín se le salía por momentos el cuello de la camisa.
-¡Si no lo veo no lo creo!- añadió
Los cuatro jugadores se levantaron y la contemplaron cada uno desde su lado del cuadrilátero. De forma instintiva Jose se llevó la mano al bolsillo derecho donde siempre guardaba la ficha de la suerte que le dio su padre hace cuarenta años. A tientas apretó con el dedo pulgar el botón del centro y... ¡también se le abrió en dos! Antes de que se separara del todo apretó en los extremos y la ficha se volvió a cerrar. Sin darle tiempo de comentar sus sensaciones dentro del bolsillo, Raúl que estaba lívido, dijo:
-¡Mirad, mirad chicos! ¡en una de las lengüetas se ve algo
escrito!- Los cuatro agacharon sus cabezas hasta toparse unas con otras justo encima de la miniatura de la ficha. El Beni, que tenía una vista de lince, leyó: "¡Que tengas suerte mañana en la batalla! El Ebro, 24 de julio de 1.938". Los cuatro se miraron y el asombro petrificó sus caras. Joaquín, que se mantenía más tranquilo, la dio la vuelta y en la otra lengüeta se notaba un dibujo. Era la silueta de una persona: una cara con su gorra de militar.
-Se parece a tu padre, Jose- dijo Raúl riéndose. A su compañero de partida no le hizo ninguna gracia, pero inmediatamente dio la vuelta a la media ficha y se sobrecogió cuando vio que era el pito. Y pensó para sus adentros –"¡pues claro que puede ser mi padre!"- Rápidamente se metió la mano al bolsillo y sacó la ficha que guardaba en él: ¡era otra blanca pito! Y la dejó sobre la mesa con mucho cuidado.
-¡Sois unos tramposos! ¡No juego más con vosotros! vociferó el Beni y se levantó de la silla haciendo ademán de marcharse.
-¡Mentira! ¡Ni Raúl ni yo somos tramposos!¡También vosotros estabais presentes en la partida de aquel año en el salón del tío Pelón y visteis cómo nos las regalaron nuestros padres! –le gritó con
rabia Jose, mientras apretaba en el botón del centro de la ficha que generosamente se abría en dos. Los cuatro, más sorprendidos si cabe que antes, volvieron a agachar sus cabezas juntándolas a escasos centímetros sobre la ficha. Y leyeron al unísono: "¡Que tengas suerte mañana en la batalla! El Ebro, 24 de julio de 1.938"
Joaquín dio la vuelta a la media ficha y en la otra lengüeta también se veía un rostro militar y dejó caer:
-¡Pues éste sí que es mi tío Francisco! ¡Tu padre, Raúl! Efectivamente, raspó con la uña por debajo de la silueta y allí estaba escrito"Artillería", el cuerpo en el que había servido su tío. Jose cogió la parte que tenía el pito, donde estaba la cara de su padre, y la unió con el pito de su otra mitad. Encajaban perfectamente.
-¡Coño! ¡El pito doble de la suerte, al que se refirió mi padre! exclamó en voz alta. Raúl hizo la misma operación y añadió:
-¡Arrea! ¡ésta es la blanca doble que mi padre le regaló a mi hermano Jaime en aquellas Candelas de 1.960!

Capítulo IV
La partida que nunca se jugó

Las piezas del puzzle iban casando. De momento los dos tenían las fichas con las que sus padres ganaron la célebre partida de marras. La razón de sus triunfos comunes se empezaba a vislumbrar. Pero quedaban aún muchas preguntas sin respuesta: ¿por qué esas fichas traían buena suerte? ¿por qué estuvieron tan seguros sus padres de que con ellas ganarían? y ¿por qué ellos se las mezclaron antes de la batalla del Ebro? Ninguno de los dos se aclaraba cuando se formulaban estos interrogantes. La duda, el misterio y la distancia de los hechos en el tiempo les creaban un cierto grado de ansiedad. Por otra parte ¿a quién podrían preguntarlo si la mayoría de los coetáneos de sus padres habían fallecido? Cuando se juntaban a tomar unas cañas en el bar ponían sus fichas encima del mostrador, las contemplaban con nostalgia y las hacían girar con sus dedos como si les fueran a dar las soluciones cuando se pararan. Se bebían las cañas, se repetían mutuamente"tenemos que descubrir este misterio como sea" y se iban a casa con el mismo nudo en la garganta.
Aquel verano de 2.008 llegaba a su horizonte y no se divisaban soluciones. En la semana de las fiestas se celebró, entre otros, el tradicional concurso de dominó y Raúl y Jose participaron conscientes de que podían ganar. Habían llegado a la final y tenían enfrente a Carlos, el de la Marisa, y a Tomás el de la Vitorina. La partida se jugaba en la mesa del fondo del Chiringuito de verano, buscando el frescor de la piscina. Carlos vestía su eterno pantalón azul de obrero en paro y se acompañaba de un puro de los que guardaba de las bodas. Tomás era un hombre que chorreaba bondad y cuando te decía "muévelas tú, que a mi me tirita el pulso", en silencio dabas gracias al cielo por tener un vecino así. Las fichas ya estaban extendidas sobre la mesa y los dos amigos hicieron el cambio como de costumbre en un descuido de sus contrincantes. Nada más cogerlas, el Tomás empezó a manosear con cierta insistencia una de las siete. Algo extraño tenía para él aquel pito-doble: la miró repetidamente, la intentó doblar con los dedos, con disimulo se la llevó a la nariz para olerla y, por último, la hizo sonar en el borde de la mesa.
-¡Venga! sal, si tienes el seis doble y déjate de manoseos- le pinchó Raúl. Tomás le sostuvo la mirada y dejó escapar una sonrisa sarcástica:
-¡Yo también tengo otra igual que ésta! ¿qué os creíais?- se metió la mano al bolsillo del pantalón y sacó el seis-pito.
- Y como éstas debe haber muchas repartidas por el pueblo- añadió.
-¿Qué has dicho?
-Pues eso, que tiene que haber más de veinte fichas de éstas por ahí- recalcó. Ninguno de los tres daba crédito a lo que oía.
-Cuéntanos eso de que hay muchas fichas repartidas por ahí- insistió Raúl. El Tomás les miró complaciente, puso
cara de misterio y les hizo ademán de que se acercaran para hablar bajito:
-En el pueblo siempre hubo mucha afición al dominó. Cuando empezó la guerra de 1.936 el alcalde, el Sr. Anastasio Monge, cortó una rama del olmo de la Iglesia, la hizo trozos y se la llevó al maestro, D. Santiago, para que los chicos hiciéramos por las tardes las veintiocho fichas de un dominó. El trabajo nos duró varios meses de escuela. Luego a cada hombre que se iba a la guerra, a uno u otro bando, el alcalde le regalaba una ficha, le decía que se acordara de su pueblo y le deseaba suerte antes de partir. Los que devolvían la ficha después de la guerra habían tenido buena suerte y los que no estaba claro la que habían corrido.
Los tres escuchaban atónitos el relato de la historia real que el pueblo vivió en aquellos años. Carlos, que tenía el puro apagado hacía rato, saltó inmediatamente:
-Y ¿cuántas fichas del dominó se lograron reunir después de finalizada la guerra?
-Se llegó a recomponer casi todo el dominó. Me suena que sólo faltaron cuatro: el cinco-doble, el cuatro-doble, el tres-doble y el dos-doble- le respondió.
-Entonces... si aquí hay tres y faltaron cuatro... en algún sitio del pueblo tienen que estar las otras veintiuna- razonó mientras
terminaba de contar con sus dedos. Raúl estaba tan absorto en lo que oía que parecía ido. De pronto le avasalló:
-¿Y cómo es que mi padre y el Sr. Teodoro tenían una ficha compartida? El Tomás miró a los dos jugadores, se colocó
la mano izquierda en su boca haciendo embudo para que sus palabras no salieran de allí y siguió narrando agachado y casi en silencio:
-Todos sabíamos que los dos estuvieron en el Ebro. A los pocos días nos enteramos de que a tu padre le había explotado el cañón que manejaba. Más tarde se dijo que algunos trozos de metralla le fueron a la pierna y por eso se quedó cojo y que una esquirla le alcanzó en el pecho a la altura del bolsillo de la camisa, justamente donde guardaba la ficha de dominó. En el pueblo se corrió que si no hubiera sido por la ficha le hubiera atravesado el corazón. Por eso esa ficha traía buena suerte y ellos, que habían estado juntos, la guardaban como un tesoro. Después solían jugar de pareja y casi siempre ganaban.
Las fichas seguían en pie y parapetadas sobre la formica de la mesa del chiringuito. La partida estaba aún sin empezar. En ese momento pasó el encargado de los trofeos de la fiesta y preguntó:
-Bueno, ¿quién ha ganado? Es para sumaros los puntos.
El Tomás le miró y sonriendo le dijo:
-¿Qué cosas preguntas, coño? ¿Pues, quién va a ganar? ¡La vida es la que gana siempre! Así que dale los puntos a éstos que son más jóvenes.
De pronto Jose, que estaba medio ausente por tantas cosas que daban vueltas en su cabeza, le volvió a susurrar en voz baja:
- Oye, ¿y quiénes fueron los que no devolvieron su ficha?
-¡Ay, Jose!- le respondió- Eso lo tenéis que averiguar vosotros. A mi generación le tocó hacer la guerra; a la vuestra os toca hacer justicia y escribir la historia.
-Si es así, no le des los puntos a nadie, chaval. Que la partida quede nula y ya la jugaremos algún día- dijo emocionado al del
cuadernillo. Al oír aquello, al muchacho que apuntaba se le cayó el bolígrafo y se agachó a cogerlo. Cuando se levantó los cuatro habían desaparecido.
Capítulo V
El dominó de marras
Pocas tardes largas le quedaban al verano. Había que darse prisa si querían aclarar el embrollo antes de marcharse. Además, la fiesta estaba en puertas y el pueblo se volvía loco durante cuatro días y cuatro noches seguidas. Por si era poco también la fiesta religiosa le afectaba a Carlos, pues su sobrina, Rosa Mari, era la Mayordoma de la Virgen ese año. Pero él, que se pasaba el día haciéndose útil de un sitio en otro, siempre iba rumiando sobre el paradero de las fichas de aquél histórico dominó. ¿Dónde estarían? ¿en qué casas y en qué baúles se esconderían? y las cuatro que desaparecieron entonces ¿podrían dar con ellas ahora? Sumido estaba en estas preguntas mientras desayunaba, cuando sonó el timbre de su puerta. El sonido repentino le hizo saltar y el bollo que tenía entre sus manos desapareció en el fondo del tazón en medio de un charco de café.
-Esta Marisa, cada año hace los bollos más finos- pensó y se dirigió a la puerta. Era el Tomás. El sol que le daba de espaldas no dejaba ver su cara, pero a su edad le bastaba con ver la silueta para identificar a la persona que había dentro. Como buen fisonomista conocía a todos los vecinos por cualquier detalle: las espaldas, los andares, los remolinos del pelo, la voz, la cerveza que dejaban en los vasos del bar, etc.
-¿Qué quieres? –le preguntó
-Si me escuchaste bien, os dije que el que volvía del frente traía su ficha. Es muy posible que todas estén juntas y guardadas en algún sitio del pueblo. El problema lo tendréis con las cuatro de los desaparecidos- le soltó.
-Mira, déjame en paz que me estás jodiendo los pocos días que tengo de vacaciones. ¡A mí qué leches me importa ese maldito dominó!-
refunfuñó. Tomás sabía que no era verdad lo que decía y que andaba todo el día con la mosca tras la oreja. Si Carlos era buen fisonomista de comportamientos él ya lo era hasta de los pensamientos. Los años enseñaban mucho. Mientras cerraba lentamente la puerta dejó caer:
-Si necesitas algo, ahí estoy con la Vitorina, que está pachuchilla-
Se sentó frente al tazón y dio fin a los tres bollos que quedaban en el plato. Se pasaba la servilleta por la boca cuando entró su sobrina y le propuso:
-Tío, a ver si luego a las doce me ayudas a cambiar el manto de la Virgen
-¡Tío..., tío..., tío....! ¿no sabéis pronunciar otro nombre?
Remarcó en un tono de enfado aparente.
-Es que tiene puesto el manto ese tan antiguo. Es el más bonito pero la queda corto, y se lo tenemos que cambiar para el día de la fiesta-
Rosa Mari era una chica esbelta y muy alegre, del corte de su padre. Adornaba su cara con unos bucles graciosos que parecían esconder perlas entre los rizos a la espera de que algún duende se los rebuscara. Conocía bien a su tío y sabía que con una sonrisa era incapaz de negarla un favor y menos si de la Patrona se trataba.
La Virgen de la Salceda era rica en vestidos y mantos pues desde antaño los feligreses pudientes se los iban regalando. Pero éste tan antiguo era una auténtica joya. Un estampado de rosas rojas se distribuía por el amplio manto de seda de color blanco marfil como si fuera el huerto del Edén. Todo el perímetro estaba bordado en oro, secuenciando una serigrafía de ochos dorados que reflejaban el sol en los ojos de los feligreses cuando lo lucía en la procesión. El manto se remataba en un dosel de encaje de filamentos en oro viejo. El pueblo entero, orgulloso, acudía a la procesión para admirar la belleza de su patrona, la Virgen de la Salceda. Pero el manto ocultaba un pequeño problema: le estaba algo corto por su parte delantera. Y tenía su porqué. Sólo unos pocos conocían el secreto: el manto perteneció a la Virgen de Las Candelas, la patrona de invierno del pueblo, pero su imagen desapareció en la guerra -hay quien dice que la quemaron en la Zarzabala- y la de La Salceda heredó los vestidos de su hermana Candelaria.
A las doce menos cinco ya estaban los dos ante la peana donde la colocaban para la novena. La bajaron a las andas para trabajar a gusto. Con mucho cuidado la sobrina le sacaba los alfileres que prendían el manto al pelo de la imagen. Su tío lo sujetaba por el borde de atrás para que no se arrastrara y, con delicado esmero, iba recogiendo todo el bordado que colgaba. De pronto notó algunos pequeños bultitos por dentro de la costura y se extrañó.
-Espera espera, Rosa, que aquí se han metido algunas piedrecillas sueltas- dijo. Carlos recorrió de nuevo con sus dedos todo el borde
del manto a la vez que su cara se iba poniendo blanca por instantes.
-¿Te pasa algo, tío?-preguntó la muchacha.
-Nada, hija. Con la Virgen al lado ¿qué me va a pasar?- respondió, tratando de mostrar seguridad. Sus manos seguían palpando el borde del manto. De pronto levantó la cabeza:
-Oye, ¿a ti que te parece que es esto?- La joven se acercó detrás de la imagen, asió el manto que sujetaba su tío y empezó a palpar a lo largo del borde inferior.
-Parecen pequeños trocitos de madera, separados- dijo
-Tócalos en el centro- le sugirió. Rosa hizo caso a su tío y en seguida notó que tenían un pomito saliente en su mitad. Muy sorprendida añadió:
-¡Parecen fichas de dominó!
-¡Como que son fichas de dominó! ¡y seguro que hay veintiuna!- dijo
Carlos, mordiéndose la lengua. En la Iglesia sólo estaban ellos... y la Virgen, claro. Un silencio fresco se extendió a lo largo de las tres naves del templo o, al menos, ellos así lo notaron en sus cuerpos. Carlos no pudo más y prendió un cigarro. Rosa seguía palpando los bultitos ocultos en la costura y los contaba metiendo con delicadeza sus dedos entre los hilos del oro viejo.
-¡Hay veinte, tío!- dijo en voz alta y clara
-Pues vuelve a contar y hazlo despacio. ¡Tiene que haber veintiuna!-
aseguró Carlos. Rosa volvió a palpar una por una todas las fichas y confirmó:
-Yo sólo cuento veinte- A los pocos segundos insistió: -Pero, y por qué tiene que haber las que tú dices?
-¡Bueno, bueno!, dejemos ahora lo del número. Aturdido, dio una
calada al cigarrillo y echó el humo con fuerza hacia arriba para que llegara hasta la bóveda.
-Y ¿quién las habrá metido aquí?- comentó la sobrina
-No sé quién habrá sido, pero seguro que ahí es donde mejor están- dejó caer.
-Podíamos descoser una punta y sacar alguna- sugirió Rosa.
La muchacha, que no vio negativa en su tío, sacó una tijera del bolsillo y en un santiamén tenía en su mano el seis-pito.
-¡Qué bonita es y qué poco pesa!- dijo exultante.
-Pero no sacaremos más, que son las fichas de la Virgen- exigió Carlos con firmeza a la vez que pensaba para sus adentros: "¿ésta de quién puñetas sería?". Con disimulo la dio la vuelta y sobre lo negro se leía Pablo Bartolomé. Y añadió nervioso:
-¡Venga venga!, métela y cósela, que estos son los secretos de alcoba de la Virgen- y Rosa la guardó en su sitio. Carlos dio la
última calada a su cigarro y su pensamiento voló rápidamente a las dos fichas que guardaban Raúl y Jose y la que les había mostrado Tomás y volvió a sumar: "Ya tenemos veintitrés, sólo nos faltan cinco. Pero si éste dice que sólo faltaron cuatro, que se supone que son los que murieron... ¿dónde coños está la otra?" se oyó por toda la iglesia. Su sobrina le preguntó sobresaltada:
-¿Decías algo, tío?
-No, hija. Sólo repito lo que tantas veces decía tu padre: "el manto antiguo de la Virgen vale en oro lo que pesa en historia"
Capítulo VI
La sonrisa de Carlos
Había que ser rápido y agudo en las pesquisas. Iría por partes: primero buscaría las cuatro fichas a que se refirió Tomás: el cinco-doble, el cuatro-doble, el tres-doble y el dos-doble. Después se dedicaría a la que faltaba. Pero... ¿cuál sería? y ¿quién le podría facilitar alguna información?
-Ya está –pensó- El Germán, que sabe muchas cosas del pueblo, me ayudará- y se encaminó hacia su casa. Carlos le relató los pasos de
su investigación y en cuanto aquél captó la intriga del asunto saltó cómo una flecha:
-¡Pero leches! Es de cajón: los que no volvieron estarán escritos en la lápida de los caídos por Dios y por España, que había en el portalillo de la iglesia
-Y ¿dónde está esa lápida? –se aceleró en preguntar
-Creo que se perdió en alguna obra
Desde la cocina, al fondo del pasillo, salió la voz de su mujer:
-Yo sé dónde está, pero hay muchos trastos encima y ahora no se ve. Mañana podemos ir a buscarla- Era ella, Antonia.
Esa noche desfilaron repetidas veces las veintiocho fichas del dominó por el techo de su habitación; las vio en sueños y en la realidad, en blanco y negro y en colores, subían y bajaban por las paredes... Al día siguiente, en cuanto el reloj de la Villa dio las nueve Carlos enfiló la calle abajo. Al pasar por la fuente de los cuatro caños se encontró con el cura.
-¡Hombre, D. Luis!, ¡qué bien me vienes! ¿Tú sabes que
significa la palabra "domino"?- le soltó a bocajarro
-A estas horas quieres que te dé una clase de latín?- replicó
-De latín o de chino, es igual. Pero dime qué significa
-"Domino" es una palabra latina. Es el caso ablativo de la segunda declinación dominus-i… - empezó a explicar Luis.
-A mi déjame de hostias de declinaciones y dime qué significa "domino"-le cortó radical
-O estás muy nervioso o has dormido mal para soltar tacos tan de mañana. Y añadió: domino significa "con el Señor".
-Con eso me basta- dijo y, después de darle las gracias, salió pitando. Cuando llegó a la iglesia Antonia ya estaba esperándole con la llave en la mano. Nada más entrar en el templo el amarillo espejeado del retablo atrajo su mirada y un manto de silencio les iba envolviendo según avanzaban sus pasos por la alfombra central.
-Es aquí, en el chiscón de la escalera de la torre- murmuró casi por lo bajo. Carlos la siguió no sin volver la mirada de vez en cuando. Después de levantar muchos trastos viejos, se oyó:
-¡Ésta es! Ayúdame que pesa mucho.
Entre los dos la sacaron al pasillo y Antonia pasó un trapo por encima de la lápida para quitarla el polvo. Efectivamente, allí se veían unos cuantos nombres escritos.
-Los dos primeros son los nombres de los curas- dijo ella. A continuación se leían cuatro nombres: Leoncio Bravo Jadraque, Luis Monge Segoviano, Santiago Heras Pinel, Lucas Monge Izquierdo. Carlos pasó la manga de su camisa apretando sobre las letras y se dio cuenta de que las inscripciones estaban en bajorrelieve y escritas en blanco. Ambos sintieron un cierto temblor que les trasportó a las frías noches de invierno alrededor de la lumbre, escuchando historias de la guerra civil en una cocina repleta de sombras por las paredes.
-¡Pero aquí no está lo que yo busco! – y su cara trazó una mueca de contrariedad: -habrá que seguir buscando- añadió. Entre los dos la dejaron recostada en la pared. Él hizo intención de salir de aquél cuchitril de humedad mientras que Antonia intentaba darla la vuelta para limpiarla por detrás.
-¡Uf! fíjate, por este lado tiene hasta manchas negras
-¿Qué has dicho?- y volvió rápidamente a la lápida. Cogió un trapo del suelo y, sin pensarlo, lo empapó en la pila del agua bendita y empezó a restregar en las manchas negras. Efectivamente, a cada restregón las manchas se distinguían mejor. El agua bendita devolvía a su vista y con gran nitidez la forma de cuatro rectángulos pequeñitos incrustados en la piedra. Antonia, que era de pocas palabras y muchas obras, enseguida trajo un cubo de agua con jabón y Carlos insistía con sus friegas en devolver a aquellas fichas la simetría de sus puntos. Sacaron la lápida al medio del pasillo central y allí estaban: el dos-doble, el tres-doble, el cuatro-doble y el cinco-doble en línea con los nombres de la otra cara.
-¡Por fin!– gritó Carlos, levantando los brazos hacia el techo de la bóveda central en acción de gracias.
-Por fin, ¿qué? – preguntó pausadamente Antonia
-¡Que ya tenemos casi todo el dominó de marras! ¡Sólo nos falta una ficha!- resaltó cargado de entusiasmo
-La ficha que te falta no la encontrarás. Es imposible dar con ella- dejo caer Antonia con voz seca y muy seria.
Carlos se quedó parado ante el misterio que ocultaba su cara
-¿Y por qué dices eso, chica?
-Porque me he pasado toda la vida contemplando y admirando el retablo y todavía no la he visto- le respondió
-¿Y tú cómo sabes que está en el retablo?
-Nadie en el pueblo sabrá nunca tantas cosas de él como sabía mi padre. Me dejó dicho que en algún sitio de la joya de nuestra villa estaba escondido el seis-doble, la ficha del dominó que uno del pueblo escondió aquí.
Antonia cogió del brazo a Carlos y le acercó a un banco como si fuera su hijo:
-Ven conmigo, muchacho- Los dos se sentaron en uno de los bancos de la nave central. Ella se adelantó al pie de la escalera del presbiterio y prendió las luces. De pronto todo el frente de la Iglesia se iluminó y se transformó en oro. Volvió a su asiento y los dos se maravillaron de lo que contemplaban sus ojos. El retablo entero cobró vida: Santiago cortaba cabezas de moros como si estuviera segando trigo, Dios recriminaba a voces a San Pablo por qué le perseguía, los evangelistas escribían en sus libros sin parar y sin mojar en los tinteros, los ángeles cantaban en gregoriano a la Virgen que era coronada por la Trinidad... Los dos quedaron absortos en su contemplación durante unos minutos. Antonia, para no distraerlo, le susurró al oído:
-Cuando lo encuentres me lo dices. Aquí tienes la llave y no la pierdas. Te dejo con el Señor- y se levantó para irse.
En cuanto oyó la frase "con el Señor" Carlos volvió la cabeza y pensó mientras ella trasponía los últimos bancos: ¿sabrá ésta latín o me estará sugiriendo una pista secreta? Hizo una mueca de duda, acomodó sus nalgas en el banco y se hundió de nuevo en su éxtasis sagrado. En cada recorrido por el conjunto su mirada se volvía más aguda y trataba de escudriñar los detalles de la obra tan maravillosa que le inundaba los cinco sentidos. Sus ojos se iban achinando poco a poco con el fin de ser más certero en su búsqueda. Nada más llegar a casa, Antonia le comentó a su marido:
-La lápida la hemos encontrado. Pero, claro, le falta un nombre y una ficha. Ahí se ha quedado, muy serio y recorriendo con una mirada incisiva todo el retablo, de arriba abajo y de izquierda a derecha. ¡Qué se yo!
A las dos horas, llamó a su puerta para devolver la llave. Germán asegura que venía muy sonriente pero traspuesto y sus ojos mantenían el trazo oriental que hasta hoy se le dibuja en la cara cuando se ríe. En los días siguientes bajaba al bar por las tardes y le preguntaban si quería jugar al dominó. Se reía primero y luego contestaba:
-Bueno, pero yo voy "con el Señor". Todos estaban desconcertados con aquella frase, pero nadie se atrevía a preguntarle si sabía o no dónde estaba el seis doble. Y por ahí anda riéndose como los chinitos de las olimpiadas de aquél verano.
Capítulo VII
¡Por fin!

Pasaron los días de la fiesta y también el Cristo. El pueblo iba adquiriendo cordura, paz y lentitud en su transcurrir diario. La gente incluso andaba más despacio y hablaba sin acelerarse por terminar las frases. En "el pan" todo el mundo apuraba la calderilla sobrante para las últimas barras. Era el domingo del final del verano y esta misma tarde desaparecerían todos los madrileños, hasta los más rezagados. Ya hacía rato que sonaron las cuatro en el reloj de la Villa y José llegaba al chiringuito a echar su última partida de dominó. Descendía por las escaleras y escuchó el repetido sonido de las fichas cuando se van colocando con armonía sobre la mesa. Por un momento se recreó en lo que oía: ¡Nunca olvidaré los dos sonidos que más me gustan de mi pueblo: el de las campanas tocando a fiesta y el de las fichas de dominó! Y siguió bajando. Cuando llegó al último escalón ya sabía que esa tarde no jugaría. ¡Qué importa!, "un día pare a otro" decía la Concha, la del Manquillo –pensó. Se dirigió al mostrador, pidió un café y se sentó con los de la charleta. Los tertulianos estaban remolones esa tarde y allí no hablaba nadie. Unos fumaban, otros manoseaban su copa, alguno leía el periódico y los abstemios extendían su mirada ausente hacia los chopos de la Vega. ¡Un verano más que se iba!
De pronto Juan Alonso sacó de su bolsillo un envoltorio pequeño del tamaño de una caja de cerillas y, sin decir nada, se lo plantó delante de sus narices:
-¿Y esto qué es?-le preguntó
-Ábrelo y lo verás. Os he oído hablar estos días del dominó de la guerra y... –le contestó
-A lo mejor es una bomba de la Eta. ¡Me caguen el...! ¡No lo abras!
dejó caer Carlos, el del Chato, que siempre apostillaba con un comentario medio terrorista. Debajo de un recorte de La Nueva Alcarria, el periódico de la provincia, había un antiguo papel de estraza muy bien doblado y recogido con dos gomas marrones en forma de cruz. Antes de desenvolverlo tanteó con mucho cuidado el paquetito y se dio cuenta de que podía ser una ficha de dominó. Miró a Juan y le devolvió una sonrisa.
-Es la que le pertenecía a mi padre ¿sabes? Pero, como estaba de pastor con las ovejas del Sr. Leandro, ese día le pilló por el monte no pudo ir a recogerla. Yo, que iba a la escuela, se la pedí a D. Santiago el maestro y se la guardé. Cuando lo encerraron en la cárcel del pueblo le dio el tiempo justo para meterse la mano al bolsillo de la chaqueta y tirármela. Y le oí decir: "Guárdala tú, hijo. ¡que no se te pierda!".
De todos los tertulianos, Juan era el único que nunca bebía. Pero en ese momento levantó la mano y le dijo al del bar:
-¡Ángel!, anda, tráeme un poco de eso que beben éstos que me faltan tres cosas que decirles y no se si voy a poder.
La tertulia se rehizo instantánea: los que miraban a la Vega volvieron sus sillas al momento, los que estaban de pie se sentaron y todos se arrimaron a la mesa. Juan dio un sorbito corto al vaso y dijo:
-¡Miá! Si no hay mucho que decir. Yo me quedé con la ficha esperando que volviera a casa para dársela antes de que se fuera a la guerra, como todos. Pero a mi padre lo metieron en la casa del Gallego y de allí no salió vivo. Por el pueblo se dijo que se había ahorcao. Pero... ¡fíjate tú!, un hombre tan amante del campo, de los animales, de los días de sol, de lluvia y de viento, de la vida... ¿cómo se va a suicidar? –digo yo. ¡Se pasaron con él! ¡eso sí! y luego levantaron ese bulo. Mi madre sufrió mucho. ¡Todos sufrimos mucho! Os podéis imaginar. En mi casa nunca más se habló de él porque decían que había que olvidar, pero... ¡joder! era mi padre, ¿sabes? Y eso nunca se olvida.
Juan se paró de hablar, sus ojos enrojecieron unos instantes y levantó el vaso para humedecer sus labios. Las miradas de los que formaban el corro estaban clavadas en la mesa. La tertulia se puso de luto de forma espontánea. Todos eran conscientes del silencio elocuente que se anudaba en sus gargantas. Y Juan volvió a beber su tercer sorbo.
-Después de la guerra dijeron de llevar las fichas a la Iglesia para regalárselas a la Virgen o meterlas en la lápida de los caídos. Pero mi padre ni había ido a la guerra, ni era caído, ni creía en esas cosas. Siempre en el campo, ¡pues tú me dirás!, en lo que creía era en la vida, en la naturaleza y en las cosas sencillas. Pero yo, por no ser menos, fui a la iglesia con ella un día que el Sacristán la tenía abierta. Creo que me vio entrar, pero la ficha no se la di para que la metiera con las otras. Miré por todos los lados y decidí guardarla en el morral que lleva San Isidro y allí ha estado hasta hace un rato. Bien visto, era el santo que más tenía que ver con él. Uno pastor y el otro labrador... ¿no os parece?
Juan buscó el gesto de aprobación y se paró de hablar. El silencio seguía pesando como tormenta de verano en los que cerraban el corro. Jose terminó de desdoblar el papel, sacó la ficha y, con un golpe seco, la plantificó en medio de la mesa. Y dijo con ganas: "¡El seis-doble! ¡Ahora sí que está completo el dominó!".
Nada más oír el grito del seis-doble los cuatro que estaban al fondo jugando su partida se levantaron y acudieron rápidos. Benito, el de la Germana, que era el más escéptico llegó el último prendiendo un cigarro como solía hacer cuando ganaba. Alargó la mano entre las cabezas de los demás, dio la vuelta a la ficha y se vio algo escrito. Se la acercó y leyó los garabatos de la firma "Francisco Halonso"
-Tu padre sabría mucho de ovejas pero de ortografía.... –soltó ladeando la cabeza. Juan le salió al paso con decisión:
-¡Mi padre no era analfabeto!. En el monte aprendió mucho más que tú y que yo en la escuela. Has de saber que mi padre escribía su apellido con hache porque decía que esa letra era como una sillita donde podían descansar las demás. ¿O es que tú no sabes que lo que se escribe queda escrito para siempre?... y ¡las letras también se cansan, chaval!.

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